Moto


Ya es tarde y creo que hoy tampoco podré terminar la rutina del gimnasio. Son las doce con cinco, y apenas voy saliendo de casa.

Dan las doce con diez y, otra vez, las listas interminables de pendientes: las compras del negocio, los pagos de servicios, la despensa, la cita. Todas las obligaciones, una a una, se estrellan contra el parabrisas del carro, sin dejarme pensar en el ahora. Me agobia la responsabilidad de ser adulto y, lo que se suponía que me ayudaría a despejar la mente, es una nueva obligación a la que ya voy diez minutos tarde.

Para distraerme enciendo la radio. Noticias locales y del estado. Son las doce con diecisiete minutos. Voy tarde al gimnasio y tengo muchos pendientes. 

Del otro lado de las bocinas, el locutor intenta hacer conciencia sobre la importancia de consumir productos locales. Hace un discurso acerca de la belleza de Chiapas y su café, mientras (seguramente) bebe un sorbo del venti que le trajo su asistente.

Me doy risa, porque la falta de congruencia de mis actos y mi grandísimo ego, hacen que vea en todos los demás, los errores de mis propios actos. Son las doce con veinte, voy tarde al gimnasio, y el locutor anuncia un trágico accidente en la ciudad en la que antes vivía.

«En el libramiento norte de Tuxtla Gutiérrez, un motociclista sin identificar perdió la vida esta mañana, al chocar su motocicleta Italika con una torre de alta tensión de la CFE. El occiso, de veintitantos años, tez blanca, de un metro con ochenta y cinco y de estructura robusta, yace en el suelo junto a su motocicleta».

Son las doce con veinte y voy tarde al gimnasio. Hoy tengo muchos pendientes y, sin embargo, todo se ha ido. Detengo el auto y lloro. Lloro como en mucho tiempo no lo hacía. Lo hago con mucho dolor porque creo que he perdido a un amigo.

Intento recuperarme y le marco. ¿Y sí me contesta su esposa, su madre? ¿Qué palabras de consuelo les diré si ni yo lo encuentro? ¿Cuelgo o espero?

Para mi fortuna, él me responde y siento alivio. Le pregunto por su familia, por los amigos y por sus viajes de motocicleta. Le recuerdo que lo extraño, que me hace falta platicar con él y los demás; que a veces necesito de ellos y que los quiero. Que son mis hermanos. Él me habla de su nueva novia, del último juego de los Lakers. A mí no me importa nada el básquetbol, pero a todo le respondo emocionado, porque, aunque él no lo sepa, yo hoy perdí y recuperé a un amigo en menos de veinte minutos, y eso me hace muy feliz.

Son las doce con treinta y ocho. Ya no fui al gimnasio hoy, tengo mucho trabajo inconcluso, pero también tengo un amigo.

Agradecimiento


inferno
«The vision of hell», Metropolitan Museum of Art (CC0)

 

Como muestra de misericordia y de un poco de blasfemia, el señor Leonardo Covarrubias se inventó un humilde cuento que ha logrado que poco más de dos mil almas, habitantes de un pequeño pueblo de la sierra chiapaneca, piensen en mí noche y día.

Don Leonardo Covarrubias, de quien cuya edad desconozco, relató, en menos de seiscientas palabras, una historia en la que un diablo de dos y medio metros de altura, de complexión casi esquelética, con boca ancha y cara arrugada, con catorce ojos y piel colorada, ronda las calles del pueblo a todas horas, sin importarle si el sol brilla o si es la luna quien gobierna el cielo, buscando pecadores para atormentar con su presencia. 

El diablo del cuento se asoma a las casas, mira por las ventanas o las puertas, por el pestillo o entre cortinas, por los espacios vacíos que se ocultan entre las tejas o por los agujeros que han hecho las hormigas. El diablo observa y entra bajo las ropas, bajo las mascarillas y bajo la piel, atravesando los ojos, hasta llegar al área del cerebro en donde se esconde el archivero de las malas palabras, los malos pensamientos y las malas acciones. Se sienta a leer y mientras más encuentra, más lenta y dolorosa es la combustión del alma. Los doctores de la historia dicen que eso es neumonía y fiebre; el escritor explica que es asfixia y fuego eterno.

Pero lo importante del relato no es la similitud entre la ficción y la realidad. No, no es eso. Lo maravilloso del cuento es que, para salvarse del averno y su fuego infernal, Leonardo cuenta que en la biblioteca particular de don Evaristo Mejía (un anciano acaudalado), hay un viejo libro del año de 1934 de nombre «Antiguos remedios mejicanos contra el mal de la tierra, del mar y del fuego y de sus volcanes», que a la mitad del capítulo VI explica que:

«En los días en que el diablo ronda libremente por las calles y las avenidas, cuando sus miles de ojos y miles de brazos atraviesan los cerrojos de las casas para quemar las almas cristianas, se deberá colocar por fuera, y justo al lado de la puerta, siete flores y siete frutas sobre siete piedras de río, haciendo con ellas una pirámide. En el centro de la pirámide se debe colocar un pedazo de madera en el que se deben escribir los nombres de los residentes de las casa, pero sin vocales. La elaboración y perfecta colocación de este pequeño altar confundirá al diablo y a su amiga la muerte, y les hará avanzar a la siguiente casa y a la siguiente casa, hasta encontrar una en la cual no se les rinde tributo».

El cuento se ha hecho tan famoso, que todas las casas tienen altares en mi nombre, ¡la gente nos regala flores! Este pueblo es un rayo de luz y esperanza en un mundo donde todos nos maldicen. Ser Satanás en estos tiempos es horrible. Todos son «Oh, Dios mío, oh sálvame, Jesús», y nadie quiere venir conmigo. Hay un mundo asqueándose con la idea de visitarme. La humanidad huye de mí y de la muerte; la humanidad entera menos un pequeño pueblo.

Ana anA


Hace días entré, por error y sin ninguna planeación previa, al baño de mujeres de una plaza comercial de mi ciudad. Dentro del baño, choqué con una adolescente uniformada que salía a toda prisa. Ella cayó hacia atrás e intenté levantarla. «¡Degenerado!», me gritó al tiempo que quitaba la mano que le había extendido. Se levantó y huyó de la escena, y fue ahí cuando me di cuenta que era el baño de mujeres en el que estaba. Di un rápido vistazo y me detuve en el espejo del último lavabo. Este tenía escrito, con labial y en cursiva, la palabra «anA», seguida de una leyenda que dictaba: «Llevo cinco años escribiendo mi nombre al revés, como protesta ante la injusticia del orden del mundo».

Ahora era yo quien corría. Me urgía encontrar a esta pequeña Che Guevara adolescente chiapaneca, pero no lo logré. Entonces me di cuenta que había topado con una revolucionaria nata, que ella llevaba consigo una guerrilla de más de cinco años y que posiblemente comenzó en una libreta escolar, quizá con el rótulo de «Historia Universal 1» o «Matemáticas 2» y que su lucha había saltado de la escuela a los baños de las plazas comerciales.

Era una idea magnífica. ¿Quién iba a pensar que anA era en realidad Ana?, ojala yo hubiese sido tan original y tan valiente cuando tenía su edad (aunque nunca es tarde para iniciar una revolución). Había escuchado que el amor a primera vista existe, pero ahora sé que es completamente cierto. Yo me enamoré recientemente de un ideal y, desde mi trinchera y a punta de bolígrafos, también acabaré con la injusticia del orden del mundo.