En cuanto se cerró la puerta, en su cerebro se activó un mecanismo que le reveló la nueva situación con toda su crudeza. Estaba solo. Por primera vez en su vida. Solo.
Una insoportable sensación de fracaso le nació en el estómago, y le subió por la garganta como un tsunami que arrasaba con todo. El endeble armazón de autoconfianza que había ido tejiendo con hilos de esperanzas inciertas durante semanas, desde que fue evidente que la situación era irreversible, quedó destrozado en un instante, sin piedad.
Se dejó caer de rodillas en el frío suelo del pasillo, paseó la mirada desconsolada, la mirada de quien en el momento de la verdad se daba cuenta de que no entendía nada, de que todo había pasado sin apenas ser él consciente de que no había vuelta atrás, la paseó por las paredes desnudas del comedor, la posó en cada rincón vacío de aquel espacio donde durante tanto tiempo habían reinado el cariño y las risas, y surgió el llanto, a borbotones, impulsado por la fuerza desgarradora que, tras el largo asedio invisible, lo había invadido sin hallar la más mínima resistencia.
…..
El nuevo piso no estaba mal. Era pequeño (no necesitaba más espacio) y luminoso. Aunque tenía más de cuarenta años, lo habían reformado hacía poco, y el alquiler era asequible. El olor a recién pintado, y a muebles nuevos en la cocina, lo reconfortaron un poco.
Había permanecido dos días más en el piso anterior, sin apenas levantarse de la colchoneta hinchable donde había dormido durante las dos últimas semanas de convivencia. Había llorado, y se había dado pena a sí mismo. Caer en el derrotismo y en la autocompasión era tentador, así que durante cuarenta y ocho horas se había entregado a ello con esmero. Hasta esa mañana.
Al despertarse, se había dado cuenta de que no le quedaban lágrimas y de que continuar con el martirologio le producía una pereza inmensa. De modo que se levantó y, con caminar renqueante, subió la persiana hasta arriba. Estaba nublado, pero no llovía. «Así me siento yo, tan gris como este cielo».
Le quedaban aún tres días de margen para entregar las llaves del que había sido su dulce hogar durante cinco años largos, pero en aquel momento, con la vista fija en el gris compacto que había pintado el cielo, decidió que ya estaba bien de comportarse como un alma en pena. Se mudaría esa misma tarde.
…..
Al principio, lo que más echaba de menos era el despertarse cada mañana con su hija saltando sobre él en la cama. «¡Al abordaje!», gritaba, entrando como un vendaval en la habitación, y saltaba, cual pirata sanguinario, sobre el desdichado navío que trataba de mantenerse a flote, sin saber por dónde le venían los zarandeos.
Algunas mañanas, el abordaje pirata lo hacía despertar de mal humor, pero ahora sólo recordaba las guerras de cosquillas y a Laia deshaciéndose en carcajadas.
Y dolía.
Había momentos en que la soledad era apaciguadora, pero en otros, los más, aquel silencio se le hacía ensordecedor. Esa mañana, por ejemplo. Había pasado una semana. Llevaba un rato despierto. La luz entraba por las rendijas de la persiana, y él estaba tumbado boca arriba, con los ojos clavados en una pequeña grieta en el yeso del techo. Por un instante, imaginó que un rayo de sol se colaba a través de ella.
Sacudió la cabeza, se liberó del edredón, y abandonó la cama. Se dirigió hacia la ventana y, despacio, levantó la persiana. Estaba nublado. Un día más. Aquel principio de otoño, el sol apenas se había dejado ver. «Se está solidarizando con mi estado de ánimo», pensó, con una sonrisa triste en los labios.
Las vistas eran bonitas. La ventana daba a un parque grande, sin edificios colindantes. Más allá se extendían los campos de cultivo y las montañas forradas de verde, de cimas redondeadas. Se detuvo en una de ellas, y, al levantar la mirada hacia el cielo, el agujero azul en las nubes le provocó un leve hormigueo en el estómago.
…..
Lo peor era cuando se tenía que despedir de Laia. Aunque la veía alguna tarde entre semana, los días que lo separaban del siguiente fin de semana en que la tendría sólo para él transcurrían con una lentitud exasperante, lentitud que contrastaba con la rapidez desesperante con que las horas juntos se le escapaban entre los dedos.
La niña siempre tenía un aspecto inmejorable. Se había adaptado bien a la nueva situación y crecía sana y feliz. Disfrutaban al máximo el tiempo compartido y, a la hora de la despedida, ella lo abrazaba fuerte y le pedía que se cuidara, mientras que a él el nudo en la garganta le impedía hablar. No quería que lo viera llorar.
Ese domingo de noviembre, el cielo estaba inusualmente estrellado. Mientras apuraba un cigarrillo asomado a la ventana, pensaba en la conversación que había mantenido con su hija de cinco años mientras comían. Tenía frío en los brazos; la temperatura había bajado unos cuantos grados desde la tarde, pero eso no lo ahuyentó. Al contrario, la sensación de frío lo hacía sentir más vivo. Dio una nueva calada al cigarrillo y expulsó el humo hacia las estrellas.
«Papá, te tengo que contar algo que a lo mejor no te gusta», le soltó, muy seria, entre bocado y bocado de su escalopa de pollo. Él la miró con las cejas arqueadas y la animó a continuar. «Pues, verás, es que mamá tiene novio».
Aquello fue como una bomba atómica. Por previsible que fuera que una mujer simpática e inteligente continuara con su vida, él no estaba preparado todavía para pensar en ello. «¿Te has enfadado?», le preguntó Laia, con la misma seriedad, y, sin esperar respuesta, concluyó: «Creo que no te lo tendría que haber contado, pero no te preocupes, que, aunque David parece simpático, yo sólo te quiero a ti como padre».
Dejó escapar la última bocanada de humo venenoso y, respondiendo a un impulso inconsciente, se puso a reír. Rememoraba la expresión de adulta en miniatura de su hija, imaginaba a su ex flirteando con aquel desconocido, y una risa incontrolable y catártica lo dominaba. Rio a carcajadas, liberando la tensión acumulada durante meses, hasta que, exhausto pero satisfecho, regresó al interior de su nuevo hogar.
…..
Aquella noche durmió como no recordaba. Ocho horas de un tirón. Al despertar, había recuperado una seguridad en sí mismo de la que apenas era consciente haber sido poseedor. Estaba descansado y de buen humor. Notaba los músculos relajados y las extremidades ligeras. «Pues igual me voy a correr antes de trabajar», fue el loco pensamiento que surgió de su mente mientras se incorporaba.
Bajó de la cama de un salto, y en dos zancadas se plantó junto a la ventana. Descorrió la cortina y levantó la persiana con movimientos enérgicos.
El sol brillaba espléndido en un cielo tan azul que alimentaba los sentidos.
Una voz habla,
una ola rompe
y mi mano derecha flota
entre la línea marina de mis pensamientos
y la lignina de mis hojas.
Extraigo el néctar de cada verso
—miel a mis labios—
aguardo en mi colmena
sin ser reina,
esperando por un poco de trabajo.
Mi mano se posa en el pétalo abierto,
escucho el rugir del mar
y la voz —esa voz— tararea el canto.
Nace otro poema —Versus.
Había una vez dos unicornios. Descubrieron la sal de la tierra. Traspasaron la diadema de espinas de un mundo sin respuestas. Se enamoraron y trasmutaron sus cuernos de luz a hierba. Comieron los dos hasta saciarse la esencia de la vida eterna. Han pasado seis lunas desde que sus cuernos le sirvieron de alimento. El ayuno fue el antídoto para la absolución de un entregarse sin fronteras. El silencio se adueñó de la fauna y el color de la tierra se lució al recibir los primeros claros del séptimo día. No fue hasta ese momento que sus cuerpos calmaron su gula. Las estrellas y otros astros celestes aclamaron que Dios les permitiera observar desde lo alto la culminación de esta unión indivisible. Estos seres fantásticos completaron el rito. Por fin la Imaginación había sido engendrada.
Todo era tranquilidad. El manantial abrió las cortinas de agua dulce para que las sirenas cantaran el himno de bienvenida al primogénito. La única sirena negra era la guía de las anfibias. Su belleza resaltaba entre las demás y su voz era el eco del océano. Miles de hadas y duendes entusiasmados conmemoraron el milagro. En el centro del lago apareció un gigante cristalino y con su tridente bautizó a la criatura luminosa. Era el primer dios mitológico que aparecía en este mundo onírico.
Con el nacimiento de la Imaginación todas las criaturas mágicas brotaron de la nada. Desde hoy ya no habrá límites. En esta dimensión no existen coordenadas, tampoco minutos. En las profundidades de sus playas nadarán los artistas y naufragarán los traidores de la magia. En consecuencia, los descendientes de Adán y Eva en el mundo real paralelo contarán con la opción de soñar.
Dos paraísos coexisten, ambos creados por Dios. En el paraíso irreal permanecen los padres de la Imaginación, aún en éxtasis. Por su parte, ella se dedica a concebir a los dioses que controlarán las leyes del mundo fantástico con el consejo de sus progenitores. Con una semilla de girasol y unas cuantas lágrimas de hadas madrinas erigió la casa de los dioses.
En unos minutos creó decenas de ellos, de diferentes sexos y razas dando la responsabilidad a cada uno de los elementos que generan la vida. El elemento del agua fue la excepción, ya que sus padres lo habían creado justo para su nacimiento. Por su parte la Imaginación visualizó a un dios tan fuerte como el trueno para que controlara a los demás. De esta forma, ella pensó disfrutaría más del paraíso.
Al cabo de mil lunas llenas, no tardaron en llegar los conflictos. El dios que gobernaba comenzó a mostrar cualidades humanas del mundo real como la envidia, ansias de poder y deseos lascivos. Sexus ese fue el apodo de sus pares por su desenfrenada pasión carnal. El erotismo conquistó los dos paraísos y el sexo se propagó como una necesidad básica en ambos hemisferios. El primer error de los dioses fue traspasar las fronteras entre los dos mundos y procrear criaturas híbridas. El sexo no fue el problema, la mentira y la traición para sobresalir en fama y poder fue el verdadero pecado original. Desde este momento, ni Dios ni su hija predilecta la Imaginación han tenido descanso para buscar la paz en sus mundos.
El dar tanto poder a estas criaturas mitológicas fue una equivocación grave. No pararon las intrigas, los atropellos, los raptos, las desobediencias entre ellos y violaciones contra los mortales. Bajo la excusa del libre albedrio los humanos cometían errores garrafales, pero los dioses, semidioses y titanes con sus poderes sobrenaturales crearon el caos en el planeta.
Dios decidió terminar con semejante osadía y dejó escapar a los titanes que los dioses mantenían encadenados en el infierno. Mientras la Imaginación compartía unos momentos de alegría con sus unicornios, los dioses y titanes se destruían entre ellos. Ninguno sobrevivió. La esencia de la inmortalidad se esfumó para siempre.
El mundo de los sueños quedó sin gobierno y la propia Imaginación tuvo que fungir como regente por unas cien noches de lunas nuevas. Sus padres la consolaron, el desamparo la arropó. Por primera vez se posó la duda sobre ella y se preguntaba si el bien podría existir sin el mal.
Los dos unicornios al ver a su hija entristecida no cesaron de llorar por cuarenta días y cuarenta noches. Finalmente todo recuerdo mitológico quedó sepultado. Millones de partículas multicolores mágicas le devolvieron la pureza al lago-pesebre que la vio nacer. Ella por fin entendió que cuando los seres que habitan en un lugar son nobles y auténticos, el poder, la autoridad y la tiranía de gobiernos impuestos sobran. Desde entonces, se prohibió la entrada de criaturas imaginarias al mundo real.
Mientras que en el mundo mortal se construyó un arca para salvar a los elegidos del diluvio, el mundo fantástico no corrió la misma suerte. Todo quedó como en el principio, solamente energía y luz. Cientos de polvos cósmicos danzaban entre los unicornios-padres. La Imaginación comenzó a brillar más y más según iba aumentando el ritmo de las partículas multicolores, que bailaban ante el canto a capela del único coquí que sobrevivió a la inundación.
La Imaginación dejó escapar decenas de hilos de luz de su minúsculo centro y al final de cada uno fueron reapareciendo hadas, duendes, unicornios, centauros, libélulas, sirenas, dragones y brujas buenas, caballos alados, árboles parlantes y magos.
Al guiñar uno de sus ojos luminosos se repoblaron los sueños con miles de seres fantásticos. La duda fue exilada del mundo onírico. Ella recibió asilo en el mundo real, luego que Dios aplacó su ira y le aprobó la entrada. Nunca regresó a su lugar de origen. Fue bien acogida por las mortales. Cada vez que estés indeciso, deshojando margaritas, en cada pétalo escucharás el gemido de la duda creando el temor a los que jamás serán felices por acobardarse ante lo desconocido.
La duda fue la última criatura imaginaria que logró entrada al mundo de los mortales por muchas lunas. Por su parte, el bosque encantado había renacido. El mundo mágico estaba completo aunque no perfecto. Todo en equilibrio. El peligro era la prohibición. Las criaturas imaginarias no podían cruzar al mundo real. Tampoco las reales tenían acceso al mundo de los sueños. Por quinientas lunas nuevas los mortales dejaron de soñar. Los narradores del mundo mortal solamente podían relatar exactamente lo que sucedía, sin metáforas y sin creatividad. Las historias monótonas, poemas desabridos en blanco y negro se convirtieron en rutina, en ley. Solo había espacio para las memorias planas, cero poesías, cero cuentos fantásticos. La escultura, la pintura, la literatura y la música fueron reducidas a un simple eco de la realidad. El erotismo fue marcado como tabú y un delito grave en la expresión artística.
La Imaginación solicitó audiencia con Dios para ver cómo se podía solucionar este vacío en las artes. Dios fue misericordioso y transó para que únicamente los artistas pudieran soñar. Así las musas no se afectarían. Y con un suspiro tenue se hizo la luz. Las criaturas fantásticas eran libres de viajar entre ondas telepáticas y fertilizaban a las mentes de los artistas a través de los sueños y de la inspiración. Pasaron millones de noches sin lunas hasta que los descendientes del pueblo de Moisés volvieran a soñar.
El Creador de todo lo posible levantó la prohibición y uno de los tesoros de la tierra prometida al pueblo elegido fue cumplido finalmente: tener la capacidad de soñar con libertad.
—Lo he estado pensando por mucho tiempo. El tiempo de mirarte directo a los ojos, exhalar un aire diferente, acelerar la velocidad con que este motor late y acariciar un poco la libertad que me he negado por mucho tiempo, ese tiempo, ha llegado.
»Si el miedo fuese una condición agradable ten por seguro que no haría esto. No me tomaría la molestia de pararme frente a ti y confrontarte. Aceptaría una vida fría y llena de incertidumbre. Me cubriría de dudas, me alimentaría de inseguridad, observaría todo a mi alrededor con ojos de desconfianza y hasta soñaría con el fracaso. ¿Lo puedes imaginar? ¿Soñar y no lograr volar? ¡Es ridículo! Se supone que en tus sueños todo es posible. Ganar es una opción en tus sueños. Ganar cuando sueñas es sencillamente magnífico, ¿cierto? Se siente bien. ¡Oh, claro que sí! Hasta tú lo sabes, se te nota en esa sonrisa que me dejas ver. Pero a partir de hoy, en este momento, tú y yo dejaremos de vernos.
»¡Ay por favor! No me veas con esos ojos que cuestionan lo que hago, como si me dijeran que no reflejo la seguridad que se necesita para hacerlo. Sé que estoy empezando a hacer todo diferente, me puedo dar el privilegio de estar nervioso.
»¿Eh? ¿Te estás riendo? ¿Te estás burlando de mí? No lo compliques más. Déjame. Para. ¡Ya para! ¡YA CÁLLATE!
Me quedé en silencio, con la mirada hacia abajo. Pequeños bultitos brillantes de color rojo carmesí comenzaban a salpicar aleatoriamente el piso. Los veía caer, óvulos perfectos, impactando el suelo en cámara lenta y salpicando débilmente mis zapatos. Me sentía mejor. Realmente me sentía mejor que nunca. Pensé que era una satisfacción producto del trance en el que me encontraba pero, incluso en el momento en el que comencé a sentir ese incómodo dolor en mi mano derecha, nunca dejé de sentirme tan bien.
Levanté mi mirada y no vi a nadie. Su figura había desaparecido.
Agrietado e inservible, le di la espalda al espejo que recién había golpeado. Unos nudillos abiertos y un camino marcado detrás de mí no me detuvieron. Sólo caminé a hacer lo que debía hacer.
Al despertar, en mi interior latidos sentí, horrorizada, me apresuré a asomar a la ventana, gran alivio sentí al corroborar, que allí, en la calle, yacía marchito, el decrépito corazón que una vez hubo en mi.
Ese fue, el comienzo del fin…
_ ¿Eh? ¿El corazón que una vez hubo en ti?
_ Sí, el corazón que una vez hubo en mi. Es que…
…Harta de tener un corazón yerto de dolor, con gran determinación, asesté el puño contra mi pecho, con mis uñas escarbé, mi corazón encontré, lo así, lo extraje, contemplé lo negro que lucía por desamor, y… Aún a riesgo de no volver a amar, opté por librarme de él, tomé carrerilla hacia la ventana y con desmesurada fuerza lo lancé; regresé a la cama para caer dormida plácidamente. Y este fue, el principio del comienzo del fin…
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