Sucedió una tarde cuando yo tiritaba de frío. Me encontraba sentado en la banqueta de la avenida central de esta ciudad, mientras me soplaba las manos y me las frotaba para calentarlas. Pedía abrigo o calor a los transeúntes que pasaban sordos a mis peticiones. Todos me ignoraban
Un blues se detuvo. Bajó la cabeza para mirarme y sacó una caja de cigarrillos blancos. Me pidió espacio y se sentó a mi lado ofreciéndome un tabaco. Claro que se lo acepté. Al tiempo que fumábamos intercambiamos historias de vida. Entre caladas, hablamos de nuestras madres, de nuestros padres y muy poco sobre la política local. Conversamos del reguetón, de lo fantástico que puede ser aceptar la música y entender que todo lo que te haga vibrar es bueno. Le confesé el terrible sueño que me produce el cine de arte y lo poco que entendía la bolsa bursátil.
Le conté sobre mi exesposa, de los amigos que dejé atrás y de lo infructuoso que es el tener que buscar conversaciones a las banquetas de las avenidas. Y le agradecí los cigarrillos.
Coincidimos en algunas cosas, como el gusto por el café, las libretas y en que a ambos nos parecía una hermosa cortesía las notas de buenos días que se dejan en el buró de la cama.
Se acabó el tabaco dos veces más, y en el último se fue. Juró volver al día siguiente y así lo hizo. Nos vimos por lo menos tres semanas más. Fueron días agradables. Tenía tanto tiempo sin charlar tan amenamente con nadie.
Una noche, dos años después de nuestra última cita en aquella banqueta, lo miré en la pantalla del celular de una chica con la que salía. Me levanté de un salto de la cama y le arrebaté el teléfono para corroborar que sí fuera él. Y sí lo era.
Mi amigo Blues, tan melancólico y sensual como lo recordaba, se puso a cantar una triste melodía que, aunque nadie lo supiera, hablaba de mí y de las tardes banqueteras de la avenida central de esta ciudad.
Ahora él es un ser famoso y vive viajando entre las grandes urbes, mientras yo sigo aquí en esta ciudad, en donde las cosas más interesantes pasan en las banquetas.
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