Principado


Dibutrauma de corazón

Inventé una nación entera,
en la frontera de mi corazón y de mi alma,
con sus montañas, edificios y sellos postales.
Un lugar en el que las sombras no existen
porque nos reflejamos gatos.
Donde besamos tu mano
todos los hombres y sus reflejos-gato,
para rendirte culto,
para obsequiarte flores.
Una nación para tu principado,
donde por siempre seamos gatos,
donde por siempre seas (mi) princesa.

Viajeros


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Imagen: Slava Bowman

Callas. Existes solamente en la quietud de este universo silencioso. En ese tiempo donde vuelo, lejos del bullicio de una multitud sin brújula que atraviesa mi alma transparente tratando de llevarse tu color, tu risa, mi sueño.

Duermo. En ese espacio cincelado de locura siempre te encuentro, cerca o lejos, ayer, mañana o siempre… Y cuando llegue el día no despertaré, habito esa mirada perdida entre el amor y la dicha.

Respiras. En cada curva de esta piel verás crecer un jardín infinito. Imagino el aroma que desprende tu beso, esa flor que desnuda mi cuerpo.

Sueño. Soplaré esta nube maldita del calendario, mojando de lluvia los días en que no estás, dejando una marca en cada paso donde te pienso. Para que no te pierdas, para que se escriban las hojas de este corazón.

Somos viajeros atrapados en una coincidencia llamada tiempo. Te veo y no sé dónde estás. Te quiero y ya no importa.

Soy de este lugar vacío, sin mapa y sin destino. Sin ti.

Burbujas


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Imagen por Jamie Street en Unsplash (CC0).

 

Incesante gorgoteo en la herida del alma,

flotando sobre la marea de la vida…

Y allá, desde esa lejanía que me eclipsa,

la burbuja, espejismo de un amor.

El amor escrito sobre este cielo que piso

y que maldigo en tu ausencia.

Nado a contracorriente, sin tu aliento a mi favor.

Y en esta burbuja, pensamiento liviano,

me ahogo, me contraigo y me elevo

hasta donde salpique la esperanza

y pueda evitar este destierro.

Paisaje sin color, tesoro escondido

anclado en el más profundo de los mares.

Burbuja de dolor que en el rocío

lloraste en mi jardín y ahogaste

un corazón que ya no es mío.

El vuelo infinito


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Imagen por Andrew Worley

Ella —no importa aquí su nombre— siempre imaginó tener una vie en rose hasta que una tarde cualquiera, mientras preparaba una fiesta familiar, se le reventó un globo. Fue entonces cuando recordó el suceso de días atrás, otro se le había escapado por la ventana.

En aquella ocasión intentó atraparlo de forma desesperada, pero el globo, empujado por el aire, se elevó azaroso hasta casi alcanzar una hilera de nubes grises y se perdió de vista, al igual que todo lo que había deseado conseguir en la vida. Él también, alguien inalcanzable y demasiado importante, tanto, que ella se sentía demasiado común.

Él tenía casi todo lo que deseaba y mucho más. Sin embargo, ella se consolaba con pintar sus anhelos en una pared o escribirlos sobre la almohada. Él, de cuyo nombre a veces prefería no acordarse, se despertaba ciego por tanta luz artificial y moría cada día un poco, sediento del paisaje y el calor que, todavía sin saberlo, solo ella, auténtica, tierna y veraz, podría ofrecerle.

Ella necesitaba cerrar sus ojos para estar con él, y él en un solo parpadeo se rodeaba de un enjambre de reinas vanidosas y complacientes. Pero él, a veces imaginaba un mundo más pequeño, el mismo donde vivía ella, una galaxia lejana y cercana a la vez, un espacio tejido de estrellas que abrazara a dos mundos.

Una mañana de abril él presentó su última canción, y ella sintió que le hablaba. Sonrió,  dibujando en su mente la idea de que, quizá, él podría mirarse en aquellos ojos o inspirarse en el fino y delicado cuerpo que no tenía ni de lejos el glamur y la perfección al que él seguramente estaría acostumbrado.

Ella, en sus momentos de calma y sosiego escuchaba esa canción, en un ansia de conocerlo un poco más y él, la tarareaba casi a diario para salir de una realidad aparentemente impecable y completa.

Al final del día, ella guardó el globo reventado en un cajón, como quien a pesar del dolor se empecina en atesorar un corazón roto. Y así, mientras ella trataba de llenar esa hueca ilusión, en otro punto del universo, él llegaba a un reconocido teatro donde una multitud lo esperaba para celebrar el lanzamiento de su primer single. Ella se hundió en el sillón y permaneció atenta a la televisión. Se imaginó allí, caminando ufana de su brazo; mientras él, mantenía una sonrisa arcaica y atendía con un desmedido entusiasmo a la prensa para huir de las enloquecidas fans que peleaban por un autógrafo, una mirada o una foto robada.

Ella lloró colgada en la añoranza de un tiempo en que creyó que sería feliz, mientras con el dedo índice acariciaba su nombre escrito en una página húmeda. Y casi al amanecer, se rindió al sueño, agotada de tanto llorarle al corazón a través de las líneas de aquel diario más ideal que íntimo.

Él, casi ahogado en alcohol, deshizo el nudo de su corbata y se sentó en la cama de aquel nuevo hotel en aquella desconocida ciudad. Apuró el último trago del whisky que pidió minutos antes y con su pulgar repasó las imágenes de su teléfono móvil con desgana, como un condenado que lee su sentencia de muerte.

Cuando despertó, ella tenía los ojos hinchados y trató de evitar la luz del nuevo día ocultándose bajo las sábanas. En la habitación de aquel hotel, él se recostó sobre la cama y miró hacia la ventana. Vio un globo, el único que sobrevivió a aquella extravagante fiesta nocturna. Se había enredado entre las plantas del balcón. Sonrió, dejando caer el vaso que sostenía sobre la alfombra. Recordó las fiestas infantiles de la escuela, el olor a comida casera en el jardín de la vivienda familiar, el suave tacto de su madre apartándole un mechón de su cabello y, años después, el primer beso en su dieciséis cumpleaños. Echó de menos aquella vida y al muchacho que fue.

Ella se dirigió al trabajo como un autómata. La música fluía a través de sus sentidos, era el refugio donde descansaba su alma y donde vivía amorosamente libre con él. Decidió cambiar el rumbo habitual y atravesó el parque descalza. Era temprano y el rocío de la mañana se sentía como un bálsamo bajo sus pies. Deseó quedarse ahí todo el día y de noche, buscaría escapar de aquella vida para siempre. Pensó en él, en su guitarra y en aquella última canción, para ella, de él, para los dos.

Finalmente, él se levantó y metió el globo en su habitación. Lo ató a una silla frente al escritorio y se sentó. Entonces, invadido por un gozo secreto cerró los ojos y la vio a ella. Sus labios desearon recorrerla con las mismas ansias con que escribía otra canción:

Someday, somewhere far from this gray, I will be in the blue of the sky. Can you see the color of this big balloon? This is my life, this is my heart talking about you… loving you even though it does not see you… 

(Traducción: Algún día, en algún lugar lejos de este gris, voy a estar en el azul del cielo. ¿Puedes ver el color de este gran globo? Esta es mi vida, este es mi corazón que habla de ti, que te ama aunque no te ve…).

© Nur C. Mallart

 

La soledad del escritor


Se nota en las ojeras,

en el rostro pálido

rozando cetrino;

en el andar encorvado

con los omóplatos saliendo

como crestas

de alas cortadas.

Se nota en las manchas de la cara

porque piensas

que el sol no te toca;

en la mariposa que nace en tu frente

con más apariencia de polilla.

Se nota en las uñas

blandas,

amarillas,

gastadas

de fumar un cigarro tras otro

alternando sorbos de café

descafeinado.

Se nota en el callo del dedo

corazón

cuando explota

y se asoma la carne roja

confundiéndose con la tinta de tu pluma

—demasiados errores—.

Se nota en el pecho que,

no late,

galopa

y en la mente

que intentando huir,

ausente,

no ceja en el empeño de exigir su dosis diaria

de expresión,

ya que no hablas.

La bucanera hace sus mandados de incógnito


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Besos y caricias imborrables


La Habana, octubre 12 de 2017

Pensé que solo vos me extrañarías.
Pensé que solo vos me recordarías,
pero un apabullante y exasperante cúmulo de sensaciones,
placeres y recuerdos me tienen loco y añorándote.

Mi cuerpo y mi ser se abruman con tu impecable y sencilla ausencia.
En ese momento me corroe una vil y mágica sensación
que reafirma que tus besos y tus caricias son imborrables
de mi ser, de mi mente y de mi corazón.

Besos indelebles que me recuerdan que esas caricias
tan sofisticadas las creas diaria y exclusivamente para mí.
Caricias melosas y escabrosas que me reavivan la sensación
de aquellos besos extenuantes que calientan y trastocan
cada milímetro de mi piel y escandalizan a todo mi ser.

Besos y caricias imborrables que hoy
son mi único antídoto para aplacar la tristeza
de no estar junto a vos, mi hermosa mujer manabita.

Naranja Atardecr
«Atardecer en San Jacinto, Manabí (Ecuador)», fotografía por Alejandro Bolaños.