Admiral Scheer


Admiral Scheer (collage y pintura), serie Azules y Rojos, pasado continuo
            «Cuando terminó la guerra yo solo tenía cinco años, pero me acuerdo perfectamente de que, durante los años posteriores, me estuve despertando aterrada cada noche soñando con el ruido de las sirenas que hacían que la vida se congelara en cualquier instante y fuéramos corriendo al refugio más cercano.           
 Recuerdo levantarme bañada en sudor frío gritando: ¡Los pitos, los pitos!».

Quiero poder


Quiero poder aún navegar en velero,

sin tierra a la vista,

gobernando el timón de tu tiempo.

Un beso,

el aire,

tú, entre luminarias de fuego

y gente corriendo dichosa en la noche.

Ver elevarse los globos de aire,

escapando de este aislamiento;

pasear por la muralla otra vez,

escalar la torre,

surcar el río,

contemplar los frescos de Florencia,

viajar y ver el Hermitage,

reconocer las melodías en las óperas del mundo.

La vida en un balcón


Foto de Avonne Stalling en Pexels (www.pexels.com)
Foto de Avonne Stalling en Pexels.

Un balcón pequeño no era un mal balcón mientras cupiera una silla desde la que observar la vida, paralizada desde hacía días por el confinamiento. Era su mantra diario: «Un balcón pequeño no es un mal balcón». Esta frase venía cada mañana a su cabeza a visitarle para levantarle el ánimo, mientras observaba sentado, con su café recién hecho, la alegría de los pájaros revoloteando de barandilla en barandilla por el vecindario.

Claro que todo siempre depende de con quién o con qué te compares. Sin embargo, Juan no tenía ganas de mirar esos balcones grandes y engreídos del Paseo Grande ni tampoco le apetecía imaginar la vida confinada en esos bonitos patios traseros, con jardín, de los adosados de la Rambla. Estos días de confinamiento obligado le habían hecho descubrir las enormes posibilidades de su balcón pequeño de cuatro metros cuadrados, que podía permitirse desde hacía un mes gracias al único trabajo decente que había conseguido y que no pensaba dejar escapar, a menos que la crisis del coronavirus, que amenazaba con barrer las esperanzas de toda su generación, acabara también por derribarle.

«Consuelo de muchos, consuelo de tontos». Una frase látigo con la que su padre le azotaba cada vez que Juan agotaba las renovaciones de contratos y volvían a despedirle. «Lo que a ti te hace falta es arrojo, que desde pequeño estás en las nubes. Si hubieras estudiado lo que yo te dije, ahora no te verías así», le decía inyectándole otra nueva dosis de veneno. Pero ahora, por fin ya lejos del nido, este nuevo mantra rescatador, «un balcón pequeño no es un mal balcón», acudía como un vendaval a quemar todas las malas hierbas de su infancia.

Había matado algunas horas libres tras el teletrabajo trasplantando algunos geranios, que en dos meses habían comenzado a brotar y a transformarse en pequeños soles rojos, como su buen estado de ánimo al mirarlos. Hasta estaba pensando en cambiar los azulejos por otros en cuanto abrieran los comercios en la fase de desconfinamiento. «¿Habrá sofás individuales exteriores en Ikea?», se preguntó tras sorber el último sorbo de café. «O quizás para dos»; un pensamiento relámpago que le hizo levantarse de la silla, como si hiciera tarde a algún sitio, aunque solo dio dos pasos, se asomó a la barandilla y miró hacia la izquierda para observar el balcón del segundo tercera, en el edificio situado al otro lado de la acera. Las persianas estaban bajadas, era pronto todavía. Quizás estaba durmiendo; por las noches, hasta tarde, veía la luz de su televisor, reflejada tras las cortinas; estaría viendo alguna serie de Netflix, pero ¿cuál? El balcón era como el suyo; unos cuatro kilómetros cuadrados de poco arrojo, como diría su padre.

Todavía faltaban doce horas y treinta minutos para las ocho, doce horas y treinta minutos para volver a verla aplaudiendo desde su balcón en esa catarsis diaria colectiva en agradecimiento a la lucha sin cuartel de todos los sanitarios contra el coronavirus. Familias enteras salían a sus balcones a aplaudir durante cinco minutos, a silbar, a gritar, había hasta quien acompañaba los aplausos con música. Eran cinco minutos entrañables de calor humano, de aliento colectivo desde la distancia.

«Si hasta le voy a tener que dar las gracias a este puto coronavirus por volver a verte», se dijo, preguntándose si no tendría que poner más geranios y, hasta un molinillo de viento, «que estos días viene Levante y se moverá como loco», a ver si así ella miraba para su balcón de una vez por todas. «Sí, un molinillo de colores como el tuyo, igualito, a ver si lo encuentro en Amazon». En ese momento, la persiana del balcón se abrió y apareció Laura con otra taza de café en la mano. Juan sintió su corazón retumbar en su pecho, al son del sonido de la cafetera que indicaba que su segundo café ya estaba listo.

Bajó la vista e hizo ver que arreglaba los geranios, tan rojos como su cara, cuando se dio cuenta de que Laura le miraba fijamente. Nunca había sentido tan cercanos esos diez metros de separación. Estaba a punto de esconderse hacia el interior de su apartamento cuando oyó que Laura le preguntaba:

—Oye, esto…, buenos días, perdona…, sí, sí, a ti, ¿cómo haces para tener esos geranios tan bonitos? Me quiero comprar unos, pero no sé adónde puedo conseguirlos ahora. ¿Dónde los has comprado? Porque antes no los tenías, ¿verdad?

Con tantas preguntas seguidas, a Juan le dio tiempo de tomar aire y atemperar la voz que le salió más grave que de costumbre:

—No, no los tenía —respondió con una sonrisa de triunfo, preguntándose por qué en todo un mes de confinamiento nunca se había atrevido a preguntarle nada.

—Pues están preciosos. Por cierto, ¿cómo te llamas?

—Juan, me llamo Juan. Si quieres te puedo traer un par mañana por la tarde. Un amigo mío tiene unos cuantos en un huerto vecinal y los está regalando. ¿A qué hora te va bien? —le dijo, armándose de arrojo, de todo el arrojo del mundo.

Último día


Fotografía por Crissanta.

Recuerdo el último día,
el que viví sin pensar que lo sería,
el de la vida «normal»,
el de la rutina y la prisa.

Despertar, desayunar,
correr de aquí para allá,
dejando cosas listas,
manejar,
compartir la ubicación
en el celular
(siempre es la misma ya).

Recuerdo llegar y saludar,
las sonrisas,
las mismas bromas compartidas,
la piezas de piano,
que mi maestra escogía,
sonando como un fondo a las voces
de nuestras risas
(y no distorsionadas
desde un mal auricular).

También los saludos
de aquellas que se iban,
y vestirse de prisa
alrededor de las demás.
«¿Cómo está tu hijo?».
«Salúdame a tu mamá».

Extraño de aquel día
moverme con libertad
saltar, preparar, girar,
grand battement a la segunda,
una pirueta en arabesque
(y no siempre passé, passé, passé).

Recuerdo volver a casa
siempre sintiendo tardanza,
correr, manejar, acelerar,
la llanta ponchada esa vez;
la mujer de la gasolinera
intentando inflarla,
diciéndome luego:
«Corra a casa»
(hablándome sin máscara
a una distancia insana).

Entrar a casa
sin descalzarme en la entrada,
sin lavarme como infectada,
dar un beso en la boca,
acariciar a mi perra
y cargar a mi hijo
sin cambiarme la ropa.

Atesoro de aquel día
una extraña salida,
un festejo con cena,
una velada divertida.

Recuerdo el patio con bar,
la gente compartiendo mesas,
el mesero que rió de mi broma
sobre mi tarro de cerveza,
mis ganas de regresar
al mundo de las personas
tras mi propia cuarentena
de la reciente maternidad.

Atesoro el tiempo de la cena,
mi trastabillar en tacones
con solo una copa de más,
la gente en la mesa cercana,
el personal del lugar
escupiendo felicitaciones
sobre el postre en nuestra mesa.

Extraño la vuelta a casa
mirando las luces de la ciudad,
y el ruido del fin de semana
(pero este silencio lo amo más).

Recuerdo el último día
que sé que no volverá.
Añoro el último momento
antes del aislamiento,
antes de la reclusión impuesta,
previo al temor, la ansiedad,
la muerte y la enfermedad.

Pero también amo la calma,
la vida en casa,
la distancia social.

La muerte


La muerte galopa deprisa,

dolorosa sorpresa en el pasillo del portal,

en un atestado supermercado

o llena de música en un teatro.

Es la sucia cortina que rasgada cae,

puñal que penetra altivo en los pulmones;

y en sueños balbucea

nuestro nombre para ahogarnos

en una neumonía eterna.

Pero los ángeles llegan

entre ambulancias, luces y sirenas,

para intentar apartar su guadaña

de una danza rápida y desnuda.

#Confinada


Confinada