La cooperante (XV y último)


La cooperante - Benjamín Recacha García

Si quieres, aquí puedes leer el capítulo XIV de la serie.

Robredo leía por cuarta vez la noticia con la que el ‘Bermuda Morning’ abría su sección internacional. No dejaba de sonreír.

—Hasta aquí es noticia el palurdo ese. ¿Te lo puedes creer?

Laia se secaba al sol, tumbada boca abajo sobre una arena blanquísima, después del primer baño matutino en aquellas aguas de un azul tan vivo que le seguía pareciendo irreal.

—Es la tercera vez que me lo preguntas.

—Es que no acabo de asimilar que nosotros hemos sido los causantes de todo.

—Nosotros, no. El mérito es todo tuyo. Tú deberías ser el nuevo presidente. España está en deuda contigo.

—En realidad, no. —La sonrisa de Robredo se expandió considerablemente al pensar en los casi cuarenta millones que les evitarían preocuparse por el dinero durante el resto de sus vidas.

Sólo eran las diez, pero después de un rato sentado en la tumbona notaba la piel caliente y sentía la llamada del agua cristalina.

—Voy a darme un chapuzón.

La joven, entregada al placer de la relajación absoluta, asintió con un “mmm” apenas audible. Había olvidado lo bien que sienta no hacer nada y estaba decidida a recuperar el tiempo perdido. Tanto tiempo libre, sin embargo, dejaba espacio para pensar en quienes se habían quedado en Barcelona, como su familia, sus amigos y el pobre Aleix, que debían creerla muerta, y en todas aquellas cosas que ya no podría volver a hacer, como retomar su labor como cooperante en Palestina. Por loco que pareciera, echaba de menos la tarea humanitaria.

Robredo le había prometido que pronto podría ponerse en contacto con su familia, pero debía hacerse de forma que fuera imposible rastrear la comunicación. Cuando regresara del agua se lo recordaría.

El exagente permanecía en remojo y también pensaba, en el futuro. Aquel paraíso era inmejorable para pasar unas largas vacaciones, pero era consciente de que la juventud de Laia le exigiría pronto nuevos retos. Él, un hombre de acción, sin embargo creía que no le costaría adaptarse a una vida casi sedentaria. Llevaba demasiados años viviendo para trabajar.

Fijó su mirada en la playa, en un individuo con pinta de guiri y cara de “empanao” que acababa de hacer su aparición. Robredo recuperó la sonrisa. “Ahí está. Por fin nos vemos las caras”.

Luis estaba nervioso como nunca. Iba a tener la oportunidad de entrevistar a la persona que había provocado la caída de medio gobierno, y las encuestas auguraban que en las elecciones cercanas el desplome del PP adquiriría tintes dramáticos. Tenía tanto que agradecer a su “garganta profunda” particular…

Le había advertido que nada de cámaras y le había avanzado que tenía un último bombazo que revelarle, aunque no podría hacerlo público. Desde luego, había elegido un buen lugar para su retiro “espiritual”.

—¿Cómo le va, señor Palacios?

El periodista dio un respingo al sentir la voz susurrante a su espalda y la mano mojada que se apoyó en su hombro. Robredo lo rodeó y se situó frente a él con expresión divertida.

—Disculpe si he sido demasiado discreto. Deformación profesional —sentenció al tiempo que le alargaba una mano poderosa que Luis no dudó en encajar.

—Le confieso que estoy algo impresionado. No acostumbro a viajar a islas paradisíacas para entrevistar a héroes.

—Oh, no creo que sea usted tan ingenuo. —Robredo había empezado a caminar por la arena y el recién llegado lo seguía—. Le aseguro que nada de lo que he hecho ha sido por amor al arte ni por un elevado espíritu de justicia. —Paró un instante y le dedicó una mirada cómplice—. ¿Le llegó la gratificación?

—Sí, sí. Muchísimas gracias. He tenido que hacer algunos trámites, un poco engorrosos, debo decir, pero ya está todo solucionado.

—Estoy seguro de que sabrá darle un buen uso. De momento, ese nuevo periódico digital parece que está causando sensación, ¿verdad?

El exagente no esperó a que respondiera. Reemprendió la marcha y enseguida llegaron a donde Laia parecía que dormitaba.

—Ya estamos. Le recomiendo que se ponga cómodo y disfrute del escenario. Ya habrá tiempo para los “negocios”.

Se reinstaló en la tumbona y agarró el periódico, dispuesto a continuar por donde lo había dejado. Luis no daba crédito. Su cerebro trabajaba a toda máquina, planteando hipótesis y atando cabos.

—No me diga que ella es…

—Hola, me llamo Laia. —La joven se dio la vuelta y se quedó sentada en la arena mirando la cara asombrada del invitado—. Usted debe ser el señor Palacios. Encantada de conocerlo. —Y le dedicó una sonrisa resplandeciente.

—Esto sí que no me lo esperaba. Pero ¿tú no habías muerto en una explosión?

—Amigo Palacios, no crea todo lo que aparece en la prensa.

—La verdad es que si no hubiera sido por él jamás habría salido de aquel piso, no al menos de una pieza.

Robredo y Laia parecían divertirse con la situación. Luis estaba sorprendido, aturdido y maravillado a partes iguales. Tenía entre sus manos una historia increíble, y no sabía por dónde empezar.

—Estoy seguro de que tiene mil preguntas para hacernos, pero vamos a tener que ser muy cuidadosos. Hay gente que pagaría mucho dinero por saber dónde estamos y, sinceramente, no nos apetece en absoluto que lo averigüen.

—Claro, claro…

—Laia, él va a ser quien haga de enlace con tu familia. —Luis lo miró sorprendido—. Estoy seguro de que no le importará llevarle una carta como agradecimiento a nuestro encuentro.

—Por supuesto que no me importa. Será un placer —se apresuró a contestar.

Laia sonrió. Ahora que tenía tiempo para pensar, no dejaba de darle vueltas al sufrimiento y la tristeza que debían sentir sus padres. ¿Acaso había algo peor que perder a una hija? Que supieran que estaba bien, aunque por el momento no pudiera visitarlos, significaría un alivio enorme.

Finalmente Luis siguió el consejo de su anfitrión y se instaló en una tumbona. Intentaría relajarse, aunque por mucho que lo intentara, no podía ordenarle a su cerebro que dejara de pensar.

—Dígame, amigo, ¿qué opina la gente en España sobre todo lo que está pasando?

La pregunta dio paso a una animada crónica que se alargaría durante un par de horas. Cerca de allí, en un pequeño velero fondeado a unos cincuenta metros de la playa, alguien los observaba mientras hablaba por teléfono.

—Está todo controlado, jefe. El español no tiene ni idea de que lo vigilamos.

—Bien, bien. De momento no hagáis nada, pero pronto ese desgraciado pagará por atreverse a chantajearme. Esperad mis órdenes.

—De acuerdo, jefe.

El Conseguidor visualizaba una y otra vez el momento en que liquidaría al agente Robredo con sus propias manos. Eso sería después de recuperar su dinero. Todavía no había decidido qué haría con la chica.

Encendió un habano y se recostó en la butaca a saborearlo mientras continuaba dando forma a sus sueños de venganza.

¿FIN?

Y hasta aquí llegó La cooperante, que nació sin más pretensión que la de ser un relato entretenido y que ha acabado convirtiéndose en una novela corta, quizás el primer volumen de una serie. Ya veremos… ¿Os ha gustado?

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La cooperante (XIV)


La cooperante - Benjamín Recacha García

Si quieres, aquí puedes leer el capítulo XIII de la serie.

Sorayita experimentaba sensaciones encontradas. Le costaba sacarse de la cabeza la imagen de un lacónico Mariano firmando en su despacho la dimisión como presidente. Nunca imaginó que aquel hombre al que tanto admiraba, a quien tanto debía, acabara su carrera política de aquella forma tan cruel. Solo. Abandonado por todos. Con una triste maleta esperándole en la puerta.

—Ánimo, presidente. Ya verás cómo todo se arregla —le había dicho, acompañando sus palabras con una palmadita poco entusiasta en el hombro y una sonrisa forzada.

—Gracias, Sorayita. Aunque sea injusto, a veces hay que saber sacrificarse por el bien del país —le respondió, con un murmullo apenas audible y nulo convencimiento.

Lo vio recoger la maleta, con gesto cansado, y, arrastrando los pies, se dirigió hacia la puerta, tras la cual un enjambre de periodistas lo estaba esperando.

La vicepresidenta esperó unos segundos. Aunque la pena seguía allí, otro sentimiento, mucho más agradable, le subía desde el estómago. Giró sobre sí misma, muy despacio, dándose tiempo para llenarse la retina con los objetos y las dimensiones de aquel espacio tan acogedor. Respiró hondo y sonrió.

Ahora tenía una gran responsabilidad, la mayor que una ciudadana podía asumir. Desde el estrado del Congreso barrió el hemiciclo con una mirada regia, consciente de la significación de aquel momento que recogerían los anales de la historia. En unos minutos sería investida nueva presidenta de España, la primera mujer que ostentaba el cargo, aunque de entrada fuera sólo por unos meses. Pero pensaba dar la batalla. Era una mujer preparada, moderna, inteligente, conocedora de los entresijos de la alta política, acostumbrada a resolver entuertos y a diseñar estrategias. Aquellos nuevos yogurines mediáticos, con coletas y sonrisas postizas de niño bueno, por muy buena planta que tuvieran y muy yernos ideales que fueran, no eran rivales dignos para ella. Pensaba machacarlos. A sonrisas postizas y lágrimas de cocodrilo no le ganaba nadie. Además, bailaba como una diosa.

Antes de dirigirse a sus señorías dedicó un último pensamiento a su predecesor. Notó la lagrimilla que pugnaba por derramarse desde la cavidad ocular izquierda y decidió que sería un buen golpe de efecto para iniciar su discurso. “Gracias, Mariano”.

…………………………………………

—Pedro, no tendría que haberte hecho caso nunca. Me prometiste que nada podía salir mal.

—Y yo cómo iba a saber que nuestro mejor agente iba a traicionarnos…

—No me vengas con historias. A ver cómo salimos de ésta.

—No te preocupes, ya verás cómo en unos meses nadie se acuerda de esto y nos acaban indultando.

—Eso si volvemos a ganar las elecciones…

—Bueno, bueno, yo creo que el catalán ése de la sonrisa profidén se dejará convencer.

—Con lo a gusto que estaba yo en la Moncloa… Supongo que aquí nos dejarán ver el fútbol.

—Pues, claro. Si nos van a tratar como a reyes.

Los dos hombres entraron en el edificio por una puerta lateral, lejos de la expectación mediática y de las miles de personas que se habían concentrado en el exterior de la cárcel de Soto del Real para desear “una feliz estancia” al expresidente y a su exministro de Defensa.

Unos minutos más tarde los nuevos internos aparecían en el comedor reservado a los presos de alcurnia.

—Oye, pues no está mal. Esto de la cárcel tampoco parece para tanto. Además, aquí ya no me voy a tener que preocupar de ruedas de prensa, sesiones de control al gobierno y reuniones con todos esos dirigentes que se las dan de importantes por saber hablar inglés.

—Tienes toda la razón, Mariano. Aquí sí que vamos a vivir del cuento.

Se sentaron en una mesa al fondo de la sala, intentando pasar desapercibidos al resto de reclusos.

—¿Nos vienen a tomar nota o tenemos que pedir en la barra? —preguntó Mariano.

—La verdad es que…

—Hombre, pero si son mis queridos amigos Mariano y Pedrito. —Un tipo de mediana edad, con una considerable mata de cabello grisáceo engominado y peinado hacia atrás, se acercó a la mesa y palmeó demasiado efusivamente las espaldas de sus dos ocupantes.

—Ho… hola, no estoy muy seguro de conocerle —titubeó el expresidente—. ¿Puede ser que trabajara para el partido?

El hombre prorrumpió en una carcajada estruendosa, que atrajo la atención de todo el mundo.

—Hay qué ver, qué gracioso eres, presi. —El tipo se llevó la mano al bolsillo de la camisa y extrajo un teléfono móvil. Mientras, el exministro de Defensa no sabía dónde esconderse—. Te voy a enseñar algo, un recuerdo de un buen amigo.

Manipuló el aparato durante unos segundos y entonces lo depositó en la mesa, ante la cara percebil de Mariano. “Luis, sé fuerte”, rezaba el mensaje que aparecía en la pantalla.

—¡Atención! ¡Les ruego que me presten su atención durante un instante! —Acababa de hacer su aparición en el comedor otro individuo de mediana edad, considerablemente más escaso de volumen capilar, que enseguida concitó toda la atención—. Les informo de que queda abierta la inscripción para el torneo de mus que celebraremos, como cada viernes, tras la cena. Si hacen el favor de apuntar en este folio las parejas que competirán…

—Ya está aquí el sacacuartos de Rodrigo. Siempre con esas formas de marqués, su educación exquisita, su elegancia… Sí, pero al final te la acaba metiendo doblada. No sé cómo lo hace para desplumar a todo dios. —El tal Luis no parecía tenerle en gran estima—. Bueno, queridos amigos, os dejo con él. Nos iremos viendo por aquí.

—Luis.

—Rodrigo.

Los dos hombres se cruzaron sin apenas mirarse.

—Oh, Mariaaaano. Qué bonito detalle que hayas venido a hacer compañía a tus antiguas amistades. Te hemos echado de menos. Pero tendremos tiempo de recuperar el ídem perdido.

El expresidente emitió un murmullo ininteligible y se levantó en busca de la cena.

 

Continuará…

El martes que viene publicaré el último capítulo de La cooperante, pero si no puedes esperar sólo tienes que suscribirte a la lista de correo de ‘la recacha’, mi blog, y podrás descargar la historia completa.

La cooperante (XIII)


La cooperante - Benjamín Recacha García

Si quieres, aquí puedes leer la duodécima entrega de la serie.

Laia notaba la respiración rabiosa del hombre. Sabía que si no la había matado aún era porque su única opción de sobrevivir pasaba por no apretar el gatillo. Robredo le apuntaba a unos cinco metros de distancia. Era un blanco fácil para él, pero en la noche cerrada incluso el francotirador más certero podía desviarse unos centímetros y acertar en la cabeza equivocada.

La tenía apresada con el brazo alrededor del cuello y le hacía daño. Debía odiarla por haber tenido la osadía de reventarle la nariz, y se lo demostraba presionando cada vez con más fuerza con el cañón de la pistola en la sien. Parecía que quisiera agujerearle el cráneo sin necesidad de disparar.

Jadeaba ruidosamente y el aliento le apestaba a perros muertos. “Robredo, por Dios, haz algo ya”, suplicaba Laia en su mente.

—¡Tira el arma y lárgate de aquí! —gritó el matón, en un tono que sonó más asustado que amenazante.

—Debes estar de broma —respondió Robredo, que se tomó su tiempo antes de proseguir. Laia notaba en su cuello la sangre pegajosa, mezclada con un sudor frío, del rostro del mercenario. También le sudaban las manos—. Te diré lo que vamos a hacer. Vas a soltar a la chica, vas a lanzarme la pistola y te vas a alejar muy despacio, sin dejar de mirarme, hasta que ella esté a salvo conmigo. Te prometo que esa es la única opción que tienes de conservar la vida.

El agente del CNI apretó la presa sobre el cuello de la muchacha y la presión de la pistola en la sien. El dolor se estaba volviendo insoportable y no pudo reprimir un grito que surgió ahogado por la dificultad para respirar. Laia empezó a llorar.

—Estás agotando mi paciencia. Tienes diez segundos para acabar de decidirte.

Robredo estaba dispuesto a correr el riesgo de disparar.

—Puta —susurró el matón en el oído de su presa—. Pronto acabaré contigo, muy lentamente… —completó, al tiempo que aflojaba la presa y lanzaba la pistola a los pies del maldito agente Bond. Finalmente, acabó retirándose poco a poco, no sin antes obsequiar a la cooperante con un asqueroso escupitajo sanguinolento en el cuello.

Laia se lanzó a los brazos de su salvador, llorando a moco tendido, liberando así la presión acumulada durante tantos días.

—Ya está, pequeña, ya pasó todo.

Era reconfortante sentir aquel cuerpo aparentemente frágil abrazado a él. Nunca antes había imaginado que el cariño de una persona agradecida podía llegar a ser más satisfactorio que un sobre lleno de billetes. Sólo que esta vez también habría billetes, muchos.

……………………………………………

A aquella hora de la madrugada la policía y la gendarmería francesa estarían a punto de dar con el ministro de Defensa. Era el momento de ofrecer la exclusiva. El mejor estreno posible para el nuevo diario digital ‘Deep Throat’. De momento, poco más que un blog personal, pero Luis muy pronto pondría en marcha los muchos planes que tenía para acabar construyendo un prestigioso medio de referencia.

Cuando cientos de webs, emisoras de radio y televisión se hicieron eco del nuevo bombazo informativo, el ministro del Interior ya se hallaba en Marruecos, besando la cruz del rosario y la estampa de la madre de Dios a la que tanto debía. Su homólogo marroquí lo había preparado todo para que su retiro “espiritual” fuera anónimo y placentero. Un maletín lleno de billetes era siempre un obsequio bien recibido, muestra inequívoca de respeto y amistad profundos.

El presidente por nada del mundo iba a perderse el partido de Champions. El Madrid tenía que remontar el 2 a 0 de la ida para clasificarse, así que pensaba aislarse en su despacho de la Moncloa y desconectarse del mundo. La Moncloa… qué hogar tan fabuloso, qué a gusto estaba, aunque ahora se sentía tan solo… La había llamado, varias veces cada día desde que lo abandonó. Estaba dispuesto a perdonarla. Cuánto la echaba de menos. No entendía por qué tenía el móvil siempre desconectado… Corrían rumores de que tendría que dimitir. “Inshidiash”. Los envidiosos y los oportunistas no dudaban en querer aprovechar el mínimo signo de debilidad, pero él no iba a abandonar, por mucho que el gallinero estuviera revuelto como nunca, y más con la aparición de Pedro, su leal ministro de Defensa. Sentía cierta inquietud por lo que fuera a declarar, pero… ahora tocaba disfrutar de su Madrid.

El Conseguidor actualizaba la página de banca on line de forma compulsiva, esperando ver aparecer reflejada la transferencia de los sesenta millones. Crecía su impaciencia al mismo ritmo que lo hacía el deseo de pulsar el botón que haría despegar el misil que apuntaba a Madrid. Demasiada gente le estaba faltando al respeto y ya era hora de dar un escarmiento que dejara claro quién tenía la sartén por el mango. Apretó F5 una vez más y… ahí estaba. El misil esperaría.

Ruipérez estaba asustado, pero también aliviado. El agente Robredo le había garantizado que nadie iría a por él una vez le entregara los códigos. El presidente acabaría entre rejas y el ministro de Defensa, que tardó dos segundos en revelar los suyos cuando el Conseguidor le metió el cañón de un Magnum 44 en la boca, le acompañaría. “Llegué a apreciarte —le aseguró Robredo durante la conversación telefónica. Era el mejor, no cabía duda. Ningún otro habría logrado localizarlo tan pronto, en aquel cuchitril de mala muerte de Manila—, por eso te voy a dejar una pequeña propina para que vayas tirando”. Doscientos mil dólares, desde luego, le ayudarían a borrar la memoria para empezar de nuevo.

……………………………………………

—¿Adónde me llevas? —Laia esperaba en la sala de embarque hojeando una revista como quien pasa las páginas de una guía telefónica. Junto a ella, Robredo, que no le dejaba levantarse para ver las pantallas donde anunciaban los vuelos, leía con aparente atención la novela que había comprado unos minutos antes.

—Tú relájate y no te preocupes por nada. Te prometo que te va a gustar —respondió sin apartar la mirada, oculta tras unas curiosas gafas redondas, del libro.

Laia dejó la revista y se centró en su nuevo aspecto. Se sentía limpia con aquella ropa nueva, una falda larga floreada y una blusa blanca de tirantes. Le encantaba aquel blanco reluciente, llevaba tanto tiempo vistiendo harapos sucios y malolientes… Le costaría más acostumbrarse al nuevo corte de pelo. Robredo le insistió en la urgencia de cambiar de look, deshacerse de aquella melena morena que la delataba. Aunque estuvieran en Francia, no tenía dudas de que seguían buscándolos. Además, no se fiaba lo más mínimo del Conseguidor. Así que allí estaba Laia, rememorando una y otra vez la imagen de aquella chica de pelo cortísimo, teñido de blanco, que le devolvía el espejo de la peluquería parisina donde había experimentado la metamorfosis. Se fijó entonces en su acompañante y no pudo reprimir una risita burlona.

—¿De qué te ríes? —El ex agente Bond ahora sí que apartó la vista del libro.

—Perdona, es que estás muy gracioso con esas gafas y el gorrito.

—¿Y qué te parece la perilla? No me dirás que no paso por uno de esos bohemios modernos, de vuelta de todo. Eso sí, con los bolsillos bien llenos.

—Desde luego. —Laia seguía repasándolo de arriba abajo, divertida. Lo mejor de todo era el chaleco—. Estás hasta mono.

—Todavía no me conoces. Te advierto de que tengo mucho tirón entre las mujeres.

—Seguro que sí… Pero ¿me vas a decir de una vez adónde vamos?

Robredo sonrió. Hacía mucho tiempo que no sentía el placer de estar dirigiendo su vida.

—Enseguida lo sabrás.

Continuará…

Faltan dos capítulos para completar La cooperante, pero si no puedes esperar sólo tienes que suscribirte a la lista de correo de ‘la recacha’, mi blog, y podrás descargar la historia completa.

La cooperante (XII)


La cooperante - Benjamín Recacha García

Si quieres, aquí puedes leer la undécima entrega de la serie.

A Robredo el corazón se le iba a salir por la boca. Los cadáveres de Michel y sus hombres junto al camino le hacían temer lo peor, pero no, el cuerpo de Laia no estaba allí, aunque ello no significaba que continuara viva. Miró una vez más la pantalla del móvil, y allí seguía la lucecita parpadeante que confirmaba que el localizador instalado en la suela continuaba operativo. Se alejaba montaña arriba. Robredo rezaba por que ello significara que aún huía. “Aguanta, muchacha. Si salimos de ésta te garantizo que lo que nos espera valdrá la pena”.

Las gafas de visión nocturna le permitían avanzar entre los árboles a toda la velocidad que daban sus piernas.

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—¡Aaaayyyy! ¡La muy zorra me ha mordido!

Laia lo había intentado, cerrar los ojos y entregarse a la muerte, pero el instinto de supervivencia era demasiado fuerte, así que propinó una poderosa dentellada a la mano de su captor. El sabor de la sangre caliente la reconfortó. Era una sensación curiosa, la de conseguir hacer daño a quien te va a matar.

Los otros dos hombres, tras un instante de desconcierto, estallaron en carcajadas. Aquello fue como una señal para el cuerpo de Laia, porque ella no pensó, simplemente se dejó llevar y se vio rodando sobre sí misma a toda velocidad. Se puso a hacer la croqueta hasta desaparecer bajo las ramas de un abeto enorme.

—¡Eeeeehhhh! ¡Que se escapa! —advirtió la víctima de los incisivos de la cooperante.

A sus compañeros les cambió la expresión de golpe.

—¡Atrapadla! —ordenó el cabecilla— ¡Disparad a matar!

—Vamos, chicos, acabemos de una puñetera vez.

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Robredo escuchó la detonación y tuvo dos reacciones: la primera, de preocupación por Laia; la segunda, de estupor, al comprobar la poca profesionalidad de aquellos tipos que no habían tomado la precaución de usar silenciadores.

……………………………………………

—¡Idiota! ¡Silencia esa maldita arma!

—Creo que le he dado, jefe…

—Más te vale, pedazo de inútil. Sacadla de ahí abajo.

Cuando el matón metió la cabeza entre las ramas recibió un impacto terrible que le destrozó la nariz y lo dejó inconsciente. Laia había decidido luchar y aquella rama caída era el arma que tenía más a mano. Sabía que tenía que salir de allí cagando leches, así que volvió a ponerse a rodar como si no hubiera hecho otra cosa en la vida.

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Las maldiciones, los gruñidos, el roce de la ropa en los arbustos y el sonido de las botas pisando la hojarasca con urgencia dibujaron una sonrisa en el rostro de Robredo. Aquello sólo podía significar que Laia continuaba dando guerra. “Aguanta, ya estoy aquí”.

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El cabecilla del grupo, el único que se mantenía ileso, procuraba conservar la cabeza fría. No era sencillo, teniendo en cuenta que una mocosa había dejado fuera de combate a uno de sus hombres y que el otro seguía quejándose como una nenaza por un rasguño en la mano. Por mucho que la fugitiva luchara por su vida, aquella situación tenía un único final posible, y estaba decidido a que fuera inminente.

—Cállate ya y encuéntrala —ordenó a su subordinado—. Más te vale no volver a fallar.

Mientras el dolorido agente revolvía entre los arbustos sin dejar de maldecir, su superior se detuvo y sacó de la mochila el visor térmico, con el que se puso a escanear cada centímetro cuadrado de terreno. Debía ser paciente. Su presa tenía que estar allí mismo. La frialdad era una cualidad muy preciada en aquel oficio.

Laia se había detenido al chocar contra un enorme tronco caído. Decidió usarlo como escondite mientras trataba de pensar. Había aprovechado una inesperada oportunidad para escapar, pero estaba segura de que no habría una segunda.

El jefe del grupo localizó una mancha anaranjada de tamaño considerable que permanecía quieta. Se dirigió hacia ella con parsimonia, evitando hacer ruido. De eso ya se encargaba aquel inútil que rebuscaba en el sotobosque. Ya estaba muy cerca y seguía inmóvil. Sintió en el estómago el cosquilleo que precedía a la euforia. Era el mejor. Siempre lo había sido. Nunca fallaba. Apuntó con la pistola. “Lo siento, son los negocios”, dedicó telepáticamente a su víctima antes de apretar el gatillo.

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Aquel zumbido sordo era inconfundible. A Robredo se le borró la sonrisa. Habían disparado con silenciador. Los tenía ahí mismo, pero quizás había llegado demasiado tarde. En cualquier caso, pensaba desatar toda su furia contra aquellos malditos mercenarios sin escrúpulos… “Hasta hace cuatro días tú eras uno de ellos”, le reprochó su conciencia. “Lo sé. Y tendré que cargar con ello durante el resto de mis días”. Mientras pensaba en ello desenfundó aquella arma que lo convertía en una implacable máquina de matar.

……………………………………………

—¡Maldita hija de puta!

Tras retirarse el visor térmico, la mancha anaranjada resultó ser un jabalí que dormía, ahora para siempre.

La euforia se transformó en ira.

Laia tomó el grito como la señal para salir a toda prisa de allí. Había conseguido alejarse más de lo que pensaba y creía que el desconcierto airado de sus perseguidores le ofrecía una nueva oportunidad para huir, así que se incorporó y suplicó a sus piernas un nuevo sobreesfuerzo, quién sabía si el último de su vida.

Más por casualidad que por acierto, al girar el rifle con el visor luminoso, al matón herido en la mano le pareció atisbar unas piernas que corrían.

—¡Allí, jefe!

—Esa zorra está muerta.

Los dos emprendieron una persecución que iba a ser muy breve… si no hubiera entrado en juego la variable Bond.

Apareció de detrás de un árbol.

El primer disparo acertó de lleno en la frente del subordinado. Su jefe no entendió por qué caía.

—Pero ¿qué demonios…?

No acabó la pregunta. El segundo proyectil se había alojado en su cerebro.

Robredo respiró hondo y se dispuso a reunirse con Laia, que no había dejado de correr.

Allí estaba. Quieta… y acompañada.

El agente al que había destrozado la nariz la sostenía por la espalda, y le había puesto una pistola en la sien.

Continuará…

Faltan tres capítulos para completar La cooperante, pero si no puedes esperar sólo tienes que suscribirte a la lista de correo de ‘la recacha’, mi blog, y podrás descargar la historia completa.

La cooperante (XI)


La cooperante - Benjamín Recacha García

Si quieres, aquí puedes leer la décima entrega de la serie.

Después de varios días huyendo, no sabía cuántos, escondiéndose entre las sombras, evitando los espacios abiertos, Laia se había hecho a la idea de que ya siempre sería así. Tendría que renunciar a la vida que conocía: su familia, sus amistades, su trabajo, su novio… De hecho, ya había renunciado a todo aquello. Pobre Aleix, apenas era un recuerdo lejano. Quería sentir compasión por él, por no haber sido capaz de volver a quererle, por (probablemente) haberle arruinado la vida…, pero no podía. A la que habían arruinado la vida era a ella.

La noche de la emboscada quiso que fuera la última. Acurrucada en el suelo húmedo sintió que la abandonaba la última reserva de energía y que ya no había nada que hacer. La perspectiva de una muerte dulce, de cerrar los ojos en aquel bosque y no volver a abrirlos, llegó a parecerle tentadora… Pero no, no había sobrevivido a secuestros, persecuciones, tiroteos e intentos de asesinato para caer derrotada por el agotamiento.

Michel, Robredo y otros habían entregado sus vidas por rescatarla y protegerla. Como mínimo les debía el seguir intentándolo.

Apretó los puños y la mandíbula, se secó las lágrimas con la manga, ignoró el escozor de los arañazos, y se incorporó con la determinación de sobrevivir. Antes de reemprender la marcha miró hacia atrás. A lo lejos le pareció distinguir el parpadeo de las luces que, sin duda, la buscaban. “No me encontraréis, no por lo menos esta noche”.

……………………………………………

Las sirenas rabiosas de los gendarmes pusieron punto y final al tiroteo que Robredo y sus hombres mantenían con los esbirros del Conseguidor. El objetivo de la operación, liberar a la joven, se había cumplido, y ahora debía reunirse con el grupo de Michel en el lugar acordado. Bastó un intercambio de miradas para que cada miembro del equipo emprendiera su propio camino, evitando llamar la atención de las fuerzas del orden. Los mercenarios que se habían parapetado en el coche donde había viajado Laia no perdieron un segundo en regresar a su vehículo y huir no sólo del lugar sino probablemente también de Francia. El jefe no era muy comprensivo con los fracasos.

Robredo regresó al lugar donde había ocultado una bonita Yamaha 125 C.C., que, por supuesto, pensaba devolver, y se puso en marcha. Sin embargo, el avistamiento de un helicóptero le obligó a cambiar los planes. El instinto le instó a seguirlo, y no tardó en asistir a su aterrizaje.

Apostado entre los árboles, a una distancia prudencial para evitar ser detectado, el agente observó a través de los pequeños pero potentes prismáticos que le había proporcionado Michel, cómo dos armarios empotrados con patas conducían al ministro de Defensa español hacia un BMW blindado, igualito que el que acababan de asaltar.

—Lo siento, Laia, esto me va a tener ocupado un buen rato, pero estás en buenas manos —susurró mientras encendía el terminal portátil mediante el cual debía localizar al elemento clave en la ecuación que llevaría al ministro a sentarse en el banquillo: Ruipérez.

……………………………………………

Las luces estaban cada vez más cerca. Laia corría todo lo rápido que le permitían sus pies destrozados. Nunca se había sentido tan agotada, pero lo peor era llegar a la conclusión que tanto esfuerzo probablemente sólo estaba sirviendo para alargar la agonía. Ella luchaba por su vida, pero no era una guerrera ni había recibido entrenamiento alguno. No era rival para aquellos hombres que, sin duda, no iban a ponerse nerviosos porque su indefensa presa hubiera tomado unos cientos de metros de ventaja. Quizás incluso se estuvieran divirtiendo con aquella especie de juego macabro del escondite.

“Si llegara a una carretera…”, pero no, se encontraba en un bosque cerrado, negro como la noche, inhóspito, que parecía querer mostrarle su rechazo a base de todo tipo de golpes, obstáculos en el camino, pinchazos, arañazos… Laia corría prácticamente a ciegas, aunque sus ojos se habían adaptado a la oscuridad y absorbían con avidez la tenue luz de una luna menguante que se filtraba entre las copas de los árboles.

Cada vez miraba con más inquietud hacia atrás, ya no por asistir, impotente, al acercamiento de las luces, sino porque empezaba a preguntarse si todos sus perseguidores irían provistos de ellas (¿serían linternas o rifles automáticos con visor luminoso?). Quizás algunos avanzaran a oscuras, como ella…, pero dotados con gafas de visión nocturna… Aquellos pensamientos aumentaban su nerviosismo, y tenía la sensación de que en cualquier momento notaría la presión de una mano enemiga en el hombro.

Pero no fue una mano, sino una rama la que detuvo su avance de golpe. Estaba mirando hacia atrás cuando un impacto tremendo en el lateral del cráneo la dejó fulminada…

Se había hecho de día. Laia caminaba bajo un sol radiante por la orilla del mar. No entendía qué pasaba, pero no había duda: estaba paseando por su querida playa de la Barceloneta, inusitadamente tranquila, teniendo en cuenta que hacía una temperatura estupenda. El sol brillaba radiante, demasiado radiante. Laia evitaba mirar al cielo, pero, aun así, la luz le molestaba, le hacía daño en los ojos. Quiso meterse en el mar, sumergirse para escapar de aquellos rayos hirientes, pero a cada paso que daba hacia el agua, ésta se alejaba más. Le era imposible alcanzarla, y el dolor se estaba volviendo insoportable. Entonces, se dejó caer, desesperada, en la arena desierta. Quiso cerrar los párpados con todas sus fuerzas, pero no podía. Se acurrucó boca abajo y se cubrió la cara con los brazos, pero inmediatamente una terrible fuerza invisible la hizo caer de espaldas, y algo le impedía mover los brazos. Laia se puso a gritar, aterrada, y entonces despertó.

Y el grito se prolongó, interminable, al comprobar que el sol seguía allí, abrasándole las pupilas.

Pero no eran rayos de sol, sino los potentes haces de luz de las armas automáticas con las que le apuntaban tres agentes del CNI español. Uno de ellos se arrodilló junto a ella y le tapó la boca con fuerza.

—Cierra el pico de una vez, que vas a despertar a todo dios.

—Es una pena que tengamos que eliminarla, con lo mucho que ha luchado por su vida.

—En vivo pierde bastante respecto a las fotos, pero no me importaría darle una última alegría antes de…

—Déjate de gilipolleces. Acabemos con esto de una vez y deshagámonos del cuerpo.

—Lo que tú digas, jefe.

A Laia se le salían los ojos de las órbitas. Aunque había pensado en la muerte muchas veces en los últimos dos años, ser consciente de su inminencia era infinitamente peor que cualquiera de los deseos funestos que habían cruzado por su mente. Además, la sensación de impotencia lo agravaba todavía más. Optó por cerrar los ojos. Después de todo, quizás aquella noche la acabara junto a las aguas de su querido Mediterráneo, arrullada para siempre por el sonido de las olas.

Continuará…

Faltan cuatro capítulos para completar La cooperante. Es decir, que dentro de cuatro semanas publicaré la última entrega, pero si estáis impacientes por conocer qué pasará podéis leer el relato completo suscribiéndoos a la lista de correo de ‘la recacha’, mi blog.

La cooperante (X)


La entrega anterior la puedes leer aquí.

El Conseguidor estaba a punto de perder los estribos. La tentación de volarle los sesos al gusano español era cada vez mayor. No soportaba aquella mueca que pretendía aparentar una sonrisa socarrona. Ni siquiera las palizas que recibía periódicamente se la habían borrado. El muy cabrón sabía que no acabaría con él hasta conseguir los códigos del maldito Ruipérez, pero estaban llegando al punto en el que los cien millones le importarían menos que quitarse de en medio aquella cara repugnante.

La vibración del móvil le hizo aparcar la rabia por un segundo. Muy pocas personas tenían su número personal, así que debía ser algo importante. La llamada provenía de un número desconocido. Estuvo a punto de ignorarla, pero le pudo la curiosidad.

Aló?

—Hagamos un trato.

—¿Cómo dice? ¿Quién es y cómo se atreve a…?

—Mira, Al Capone, estoy muy cansado, no imaginas cuánto. Quiero acabar con este asunto de una puñetera vez y retirarme a alguna isla desierta a no hacer nada durante el resto de mis días. Así que escucha.

El Conseguidor estaba rojo de ira. Aquel tipo que se había convertido en un dolor de cabeza insoportable, que se había atrevido a interferir en sus planes, atacando a sus hombres y robándole la joven, ahora pretendía chantajearlo.

—No sé quién te crees que eres, pero te puedo garantizar que estás acabado.

—Sí, sí, lo que tú digas. Escúchame bien, porque no lo voy a repetir: tengo los códigos que buscas. —Al Conseguidor se le escapó un bufido de rabia—. Si quieres el dinero, me vas a tener que entregar al ministro para que sea juzgado en España. Sólo entonces te transferiré sesenta millones y desapareceré del mapa para siempre.

—¿Sesenta?

—No pretenderás que me vaya con las manos vacías después de haber sobrevivido a los intentos de asesinato de esos aficionados que trabajan para ti… perdón, quería decir, trabajaban… —Al traficante se lo comían los demonios. Quería descuartizar a aquel tipo arrogante—, y de lo mucho que he tenido que investigar para localizar a Ruipérez.

—En estos momentos lo que más desearía en el mundo es tenerte aquí delante para matarte con mis propias manos…

—Lo siento, Al Capone, eso no va a ocurrir, así que decídete. La oferta habrá caducado en cuanto cuelgue.

—¿Y qué garantía tengo de que me ingresarás el dinero? La verdad es que casi me tienta más acabar de una vez con el ministro y luego ir a por ti.

—Como quieras. Si te hago esta oferta es porque me apetece mucho ver a ese cabrón entre rejas, pero si lo prefieres me quedaré los cien millones y en un rato tendrás ahí a toda la gendarmería del país.

El traficante estalló en carcajadas.

—Disculpa, pero es que tus amenazas son muy graciosas…

—De acuerdo. Suerte, Al Capone. La vas a necesitar.

—¡Un momento! No cuelgues.

La sonrisa de Robredo era la viva imagen del triunfo.

……………………………………………

Luis volvía a sentirse periodista. Aquella sensación de excitación permanente, con los nervios pellizcándole el estómago y todas aquellas ideas pugnando por salir a la vez de un cerebro que no dejaba de latir; y a la vez la impresión de estar viviéndolo todo desde fuera, como si asistiera a la proyección de una de aquellas películas que ya no se hacían, ‘Primera plana’ o ‘Todos los hombres del presidente’, lo reconciliaban con la profesión. Estaba disfrutando llevando a cabo la estrategia que iba a acabar con todo un gobierno corrupto y criminal. Caminar por el filo de la navaja y salir victorioso lo animaba a subir en cada nueva acción el grado de audacia.

Había vuelto a fumar y sobre el mármol de la cocina se disputaban el espacio botellas vacías de Jack Daniel’s con tazas vacías de café. Apenas dormía tres horas diarias, llevaba una semana comiendo pizza recalentada y por todas partes aparecían papeles garabateados y cuadernos repletos de apuntes.

Sin embargo, se sentía más vivo que nunca.

“Verá usté, lo que aparece en ese vídeo es todo mentira, salvo alguna cosa”.

Luis estaba editando la próxima cápsula sonora que haría circular por la red, cuando sonó el teléfono que, tal y como le había pedido “Garganta Profunda”, había adquirido en uno de aquellos bazares de barrio que afloraban como años ha lo hacían las oficinas inmobiliarias.

Después de hacerse con él se quedó esperando una llamada que, obviamente, nunca llegaría. ¿Cómo iba a saber el anónimo a qué número llamar, por muy buen espía que fuera? Entonces puso en marcha la maquinaria de su ingenio, hasta caer en la cuenta que de todos los archivos que contenía el pen drive que le había llegado en el sobre, sólo uno estaba nombrado con una serie numérica.

Aquella primera llamada no la respondió nadie, pero a los cinco minutos recibió otra de un número oculto. Era él. Y ahora también.

—Enhorabuena, señor Palacios. Tiene usted revolucionado el gallinero. —La voz, aunque distorsionada, dejaba entrever cierto tono triunfal—. Como recompensa a su excelente trabajo, le tengo preparada una nueva bomba informativa. Le acabo de enviar un mensaje de texto con unas coordenadas. Al juez le encantará descubrir a dónde conducen.

—¿Y qué…?

Pero Robredo ya había colgado, y otra vez lo había dejado con las ganas de hacerle mil preguntas.

Diez minutos después sonaba el telefonillo del portal.

—¿Sí?

—UPS. Traigo un sobre para Luis Palacios.

—Suba.

Dos minutos después firmaba el justificante de entrega y recibía a cambio uno de aquellos sobres de plástico que hay que destripar para acceder a su contenido. Buscó el remitente… “Deep Throat”. Sonrió.

Treinta segundos después, sentado en el sofá, entre papeles y migas de pizza, la sonrisa se transformaría en la mayor cara de asombro de la historia de la humanidad y, a continuación, en una incontrolable risa nerviosa.

La culpa la tenía un pequeño papel rectangular adornado con el sello del National Bank of the Caiman Islands en el que alguien había escrito la cantidad de 1.000.000€ junto a “Luis Palacios Giner”. Lo acompañaba una escueta nota en la que se leía: “Por las molestias”.

Cuando la sangre volvió a circular por su cerebro, lo primero en que pensó fue: “A la mierda el puto periódico y su maldito director lameculos”. Inmediatamente, empezó a pensar en nombres para el diario digital con el que pensaba revolucionar la triste escena periodística del país, aunque tuvo que interrumpir el brainstorming al tomar conciencia de la pregunta que pugnaba por salir a la luz: “¿Dónde coño voy a cobrar el talón?”

Continuará…

La cooperante (IX)


Si quieres, aquí puedes leer la octava entrega de la serie.

El edificio del Tribunal Supremo y todo el entorno estaba tomado por la policía. La Delegación del Gobierno había prohibido todas las manifestaciones y concentraciones de protesta convocadas para aquel día que, sin duda, pasaría a la historia. Sin embargo, y pese al grueso cordón policial, miles de personas se agolpaban esperando ver aparecer al imputado. Una espera inútil, pues el presidente acudiría en su coche oficial, con las ventanas tintadas, y entraría al edificio por la rampa del parking. Una vez en el interior de la sala, nada de lo que allí sucediera trascendería al exterior, ya que el juez instructor había decretado el secreto de sumario y había prohibido el acceso a los medios de comunicación.

Los mejores periodistas de investigación (no quedaban muchos) del país llevaban días exprimiendo a sus contactos, y recibiendo la presión constante de sus jefes, para hacerse con cualquier filtración. Hasta pasadas unas horas no se sabría si alguno había obtenido resultados.

Unidades móviles de televisión, platós improvisados y otros montados haciendo exhibición de recursos, estudios de radio al aire libre, cientos de cámaras y micros salpicados con los logos de todas las emisoras de radio y televisión imaginables, peleaban por un espacio en primera línea.

Pero aquél no era el acontecimiento del siglo sólo para la prensa, sino también para todo tipo de oportunistas que no pensaban dejar escapar la ocasión de hacer negocio. Puestos ambulantes de comida rápida, lateros, y puntos de venta improvisados de todo tipo de merchandising se desperdigaban entre la masa humana. La cara de Mariano, «cazado» en alguna de sus numerosas ridículas gesticulaciones faciales, adornaba banderines, pegatinas, llaveros, tazas, camisetas, gorras, pines… Uno de los artículos estrella eran las caretas, algunas realmente sofisticadas. Ya eran cientos los presidentes de imitación con expresión de asombro infiltrados entre la gente, con la intención de increpar al Mariano real.

En el interior del edificio, el juez instructor se debatía entre el orgullo por tener en sus manos el caso más importante de las últimas décadas y el temor por cómo se desarrollaría. Se lo habían adjudicado porque era un viejo amigo del presidente, simpatizante del partido y un ejemplo inequívoco de orden y preservación del sistema. Ciertamente, detestaba las agitaciones sociales y las voces que reclamaban cambios, pero tratar de minimizar aquel escándalo iba a requerir una operación maestra de ingeniería judicial. Rezaba por que no aparecieran más vídeos…

El fiscal general del Estado había pensado en dimitir. No le apetecía en absoluto comerse el marrón de tener que acusar al presidente, pero nadie lo quería, con lo que, de forma «sutil», le habían «recomendado» que cumpliera con su papel sin mostrarse demasiado entusiasta. Así que allí estaba, sentado, comiéndose las uñas mientras esperaba su llegada. Le quedaba el consuelo de comprobar que al juez la situación le pesaba tanto como a él.

Y entonces apareció el imputado. No daba la impresión de estar muy afectado. Caminaba de forma despreocupada, parándose a saludar a quienes le esperaban en la sala. Eran pocos, todos de confianza, pues había que evitar el riesgo de filtraciones a la prensa.

Justo en el momento en que el presidente tomaba asiento, un empleado de limpieza salía de la sala después de haber recogido el zumo que había derramado una de las abogadas. Nadie reparó en el micrófono diminuto que había colocado bajo el banco. Lo había recibido un par de días antes en un paquete anónimo, junto a otro interesante vídeo. Se estaba acostumbrando a ser el destinatario de aquella correspondencia tan valiosa.

—Buenos días. Vamos a dar inicio a esta audiencia preliminar, en la que tomaré declaración al imputado, el señor Mariano…

—Disculpa, Fernando.

—¿Cómo dice?

—Va, Fernandiño, no te pongas tan solemne, que nos conocemos desde que íbamos en pantalón corto.

La sala se llenó de risitas, apenas disimuladas. Al juez aquella insolencia, por mucho que fuera el presidente, le sentó como una patada en los huevos. Que le faltaran al respeto lo ponía enfermo.

—Le recuerdo al señor IM-PU-TA-DO —puso especial esmero en dejar claro que el cargo político le impresionaba poco en aquel momento. En aquella sala él era la máxima autoridad— que se encuentra en sede judicial y se debe a unas normas de comportamiento muy claras. Así que le ruego que no vuelva a interrumpirme o…

—Sí, sí, de acuerdo, pero lo que yo quiero saber es si acabaremos a tiempo para ir a ver al Madrid, que hoy hay Champions.

……………………………………………

El ministro del Interior llevaba toda la mañana destruyendo documentos comprometedores. No había recibido buenas noticias del equipo de inteligencia desplazado a Francia, así que después de tres días de búsqueda infructuosa, y teniendo en cuenta el desastre que el presidente estaba provocando con su interminable declaración en el Tribunal Supremo, había llegado el momento de poner tierra de por medio.

Todo parecía pan comido con la selección del juez, amigo del partido, pero ni siquiera la intervención del ministro de Justicia había podido aplacar el beligerante cambio de actitud del magistrado. Nada más iniciarse la vista se había puesto hecho una furia, y ahora estaba siendo implacable.

La situación se les había escapado de las manos y, desde luego, las filtraciones a la prensa no ayudaban en absoluto. El inútil de Mariano se había convertido, una vez más, en estrella mediática con la ocurrencia de la Champions… Después de cada sesión aparecían nuevas grabaciones, y lo peor de todo es que al juez parecía gustarle el haberse convertido en una especie de héroe de la chusma, aquellos muertos de hambre que se concentraban en número creciente ante el tribunal. Incluso habían iniciado una acampada, al estilo de los perroflautas del 15M. Le pedían que mandara a los antidisturbios, pero bastante tenía él ya con preparar su huida, antes de que la investigación lo salpicara también.

Se había cuidado mucho de participar en reuniones como las que mostraban los vídeos que colapsaban las redes sociales, pero el maldito agente Bond, porque sin duda la fuente era él, los tenía bien cogidos por los huevos y tarde o temprano su nombre aparecería también.

El ministro introdujo la mano en el bolsillo interior de la americana y respiró aliviado al comprobar que la estampita de Nuestra Señora María Santísima del Amor seguía en su sitio. Con la otra mano extrajo del bolsillo lateral el rosario que siempre lo acompañaba. Besó la cruz con gran devoción.

—Gracias, Señor, por proteger a este humilde servidor —murmuró, apenas conteniendo la emoción.