Él corre. Conociendo su crimen, corre. Lo vemos como si fuera una hormiga colorada, gracias a su gorro rojo, distintivo hermosamente idiota si una piensa rapiñar a una señora matándola de un culetazo.
En fin, lo vemos. Vemos como corre y sale a una calle chica. Lo vemos dudar. ¿Izquierda o derecha? ¿Realmente importa? Él no tiene ni idea, pero nosotros sabemos que sí. Vemos que por la izquierda, en menos de veinte segundos, llegarán los policías. También vemos que si él elige la derecha y sube por el tejado de esa casa azul, logrará escapar.
Lo vemos tomando la izquierda, chocando directamente con los policías. Lo vemos arrodillarse y tirar su arma.
Por último vemos al policía enfrente de él. Lo vemos desenfundar su arma y apuntar. Este es el momento en el que decidimos dejar de ver. Este es el momento donde no quieren que veamos.
Etiqueta: crítica
Otro día feliz en el mundo
Siempre me gustó la teoría del caos. No por su lado científico, el cual no logro terminar de comprender, sino por su forma poética.
«El aleteo de una mariposa en no sé dónde puede causar un huracán en no sé dónde, pero más lejos». Siempre el mismo ejemplo. Siempre. Pero, qué desperdicio, che, pudiendo decir: «Las pisadas de un trabajador en Frankfurt pueden hacer caer el pote de dulce de leche de mi mesada», ¿en serio nos vamos a quedar con la mariposa? Estética nomás, pero qué importante que es la estética hoy. Basta con mirar a los costados. Lamentablemente la mayor arma de muchas mujeres no es sus cerebros ni aptitudes, son sus tetas (o culo, dependiendo de la preferencia del consumidor y la/el/los consumidos). Y eso a la sociedad no le preocupa. Es muchísimo más importante concentrarse en la teoría del caos, o en cómo si hacemos zoom (palabra insertada artificialmente en nuestro idioma, el cual tampoco nos preocupa, pero es que se dice así, qué le vas a hacer, es que aumento queda tan feo…), a la foto de un muñequito se repite el mismo patrón hasta el infinito.
«Solo hay dos cosas infinitas, el universo y la estupidez humana» – Einstein (o no sé si es Einstein, en realidad lo leí en internet, pero qué importa si al fin al cabo está por ahí, y por lo tanto alguien tiene que haberlo escrito). No sé si el universo es infinito. Infinitas son las excusas, infinitas son las miradas para otro lado, e infinitas son las razones que tengo para escribir esto y no algo como: «El sol brilla y los pájaros cantan, otro día feliz en el mundo».
Queja poética
Ven a mí,
verbo conjugado.
No me faltes
ni en la prédica
ni en el predicado.
Líbrame
de los males de la época
y de las profusas enumeraciones
que te soslayan.
Voy a usarte
hasta que ocurra la sequía,
con orden y concierto,
con partitura,
con diccionario,
con esmero.
Llega el tiempo
de imponer
sustancia y esencia.
La acción
cuaja:
vísceras y entrañas.
Eduardo, el breve
Una sencilla historia para hacer dormir a niños y niñas grandes.
Eduardo era un bravo guerrero de la corte del Rey Medao, conocido monarca del norte de la península, temido y odiado por amigos y enemigos. Su reino era ancho y eterno como el recorrido del sol en el día y la trayectoria de la luna por la noche. Este soberano era un hombre megalómano, que se rodeaba por igual en su corte, de súbditos de diversa naturaleza humana, grandes y nimios, para ocultar su oscura bajeza, ambición e ignorancia: estaba Demófacles, artista consumado y gran melómano del coro real de las vírgenes cantoras de la Sagrada Iglesia Púrpura; también, Ismejo, el filósofo misoneísta que teorizaba a los cuatro vientos sobre la cuadratura total de la tierra; y por otra parte, Alsirio, artero general de las feroces tropas del reino, colérico y falaz consejero militar del Rey Medao.
Eduardo era un leal patriota de su reino; había servido en todas las campañas de su señor, con valentía y decisión, y era aclamado en todas las latitudes del territorio por sus temerarias cargas de caballería en los distintos campos de batalla en los que había luchado. Eduardo era joven y apuesto, fuerte y hermoso, pero escondía un gran secreto: padecía de la extraña enfermedad de la misoginia, cuestión que lo hacía permanecer soltero y ajeno a todos los encantos y seducciones de las mujeres más bellas del imperio de Medao. Este secreto misterio roía las entrañas de Martín y aunque pareciera irrelevante a simple vista, también preocupaba a su Rey.
Medao no tenía descendencia alguna, puesto que una pléyade de envenenamientos, revoluciones, infidelidades y otros desastres de orden menos natural, lo habían dejado —paulatinamente— viejo y viudo, obcecado y demente; y está de más decir que según ese historial, ni la mujer más ambiciosa del reino deseaba desposarse con el déspota soberano. El Rey Medao, a espaldas de sus cortesanos, había resuelto, en caso de morir, entregar el poder total del reino a Eduardo, con la esperanza que éste continuara con la expansión y gloria de sus triunfos ancestrales, codiciando además que su estirpe se esparciera por todos los continentes conocidos.
Como las guerras exteriores habían concluido hacía años y el reino respiraba una relativa paz, Medao concibió un plan maestro: buscó a la más joven y bella concubina del reino —la hermosa y deseada Camila—, y le ordenó presentarse en la estancia de Eduardo. Obligaría a su joven guerrero a desposarse con ella y a tomar por la fuerza el trono, aún cuando ello implicara su propia y súbita muerte.
Cuando Eduardo, después de una larga ausencia en las planicies altas del oeste, retornó a su hogar, se encontró con la ingrata y brutal sorpresa de la presencia de Camila, la joven caudilla enviada por el rey, desnuda dentro de su cama. Un violento ataque misógino inundó la sangre de Eduardo y, sin más provocación que su sola comparecencia, decapitó a la joven mujer, con un certero mandoble de su espada.
Aterrados, sus lacayos le refirieron la verdadera causa de la fatal visita de Camila a la estancia: el Rey Medao la había conminado a concurrir a la morada de Eduardo, quizás con qué febriles propósitos.
Eduardo, no escuchando nada más y aún con el olor de la sangre derramada en su piel, nuevamente montó en infinita cólera y montando su corcel de guerra, al centro de sus numerosas tropas de caballería pesada y ligera, cabalgó endemoniado hacia la capital del reino.
Ya al día siguiente, Eduardo asediaba la ciudad con una incesante sed de sangre y destrucción. El Rey Medao no podía creer lo que sus ojos veían: su plan, en parte en marcha, había tomado un inesperado trance que podía culminar con la hecatombe total del reino. Mandó a su guardia personal a eliminar a Eduardo a toda costa, pero tarde descubrió que ya se combatía en las propias escaleras del castillo principal de su propia fortaleza.
El Rey Medao, desesperado en su desesperanza, huyó a refugiarse en la torre más alta, aquella que cortaba el muro por medio de un foso tremendo, sin fondo, en la ladera cordillerana de la fortaleza. Eduardo le vio y con un impulso muscular sin mayor esfuerzo, corrió detrás del rey, arrasando con sus guardias, con el único deseo de ultimarlo con sus manos. El rey corría a todo el andar que permitía su anciano y lacerado cuerpo, y fue rápidamente alcanzado por Eduardo, quien, con la velocidad de un rayo, le propinó una horrible muerte.
En la cumbre, triunfante y cubierto de sangre, Eduardo se convirtió en el nuevo rey del imperio del fallecido Medao. Miraba con arrogancia todo lo que había conseguido en unas cuantas horas, cuando al mirar hacia abajo desde tanta altura —unos dos mil metros—, sintió un mareo parecido a la pavorosa sensación de la acrofobia y sin poder evitarlo, perdió el equilibrio y cayó al vacío sin que nadie pudiese evitarlo.
* * *
Esta es la triste historia de Eduardo el Breve, cuyo reinado duró tan solo los minutos transcurridos entre su asunción al poder y su caída vertical hacia el abismo provocada por su oculto temor a las alturas.
La vida en el reino, como en todas las cosas de la vida, siguió su tránsito inmutable, pero esta vez el pueblo hizo pesar su voz: no querían repetir la triste historia de ser gobernados por reyes desequilibrados, por lo que convocando un gigantesco cabildo abierto a todos los habitantes del reino, decidieron constituir una inédita senecracia como forma electa de gobierno. Restituida la paz interna, volvieron a sus casas y a sus ocupaciones, sabedores que el gobierno de los ancianos haría un justo y equilibrado papel en la nueva conducción el reino.
Lo que vino después, ya es otra historia.
Alejandro Cifuentes-Lucic © Texto original para Salto al Reverso / 2014Fotografía: «Guerreros Griegos» – Bajorrelieve (Obra de 82 x 62 cm.) Los «Guerreros Griegos» es una composición que recrea el combate entre griegos y amazonas de Figalia, del friso del mausoleo de Halicarnaso (hoy en el Museo Británico de Londres).
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