Encajada,
sobre negro fundido en verde
sin esperanza,
hállase la silla de madera
de nuestros abuelos
—máscaras en la tierra—
lijada a conciencia
y con rabia.
Sobre ella,
descansa el cuerpo de mi madre
rendida.
Sus brazos caídos
a ambos lados,
los pliegues de sus nalgas,
a empujones las piernas
y su hermosa cabeza
tensa hacia atrás
—parece como si la sostuviera su pelo
caído en vertical—
aguantan su peso.
El tacto melodioso
del azul en sus pupilas
yacen ya,
rozando,
el infinito.
Dentro,
en sus entrañas,
su hijo muerto,
olor a procesión por dentro.
De su vagina
—marioneta sexual—
aún penden hilos de sangre
ya sólidos,
se anclan al negro suelo
como para que no se vaya.
Y la cruz,
sobre todas las cosas
y ninguna,
retiene,
imperturbable,
la escena.
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