Pasos


Casi no me di cuenta. Esa mañana puse la cafetera antes de salir a correr como cada mañana. Regresé a darme un baño antes de ir a trabajar. Mi esposo ya había preparado el desayuno y me despedía con un beso de camino para llevar a los niños al colegio. Me sentía un poco rara, indispuesta, costaba caminar. Me dolía la cabeza, los oídos y la garganta. Estaba cansada sin motivo. Había dormido bien, desde temprano en la noche.

Probé un bocado de la tostada que mi marido dejó en el microondas para mí. La eché a la basura, no sabía a nada. Tampoco mi aromático café. Terminé echándolo al lavabo. No tenía deseos de ir a trabajar, pero ese día tenía una junta muy importante. Un poco de maquillaje, un conjunto elegante y ya, era suficiente para la presentación. Agarré el bolso y las llaves del auto y salí. Lista para otro largo día de trabajo.

—Buenos días —saludé al guardián del aparcadero.

—Buenos días —respondió tan amable y alegre como siempre.    

Entré por el sótano y tomé el ascensor hasta el piso cinco, donde estaba mi oficina. Guardé el bolso en la gaveta, examiné y ordené los documentos necesarios y me dirigí a la sala de juntas. Los compañeros estaban llegando y esperábamos al director de la junta directiva. Mientras lo hacíamos, desplegué el plan de trabajo en el calendario de la pared. La cabeza me latía tan fuerte que parecía a punto de explotar. Tenía nauseas. De repente, todo empezó a dar vueltas y solo percibí mi cuerpo navegando en el aire hasta caer y dar un golpe seco en el suelo.

Escuché voces, alguien se acercó a ayudarme.

—Está hirviendo —dijo.

—Llama una ambulancia —ordenó alguien—. Y al esposo.

Oí pasos de un lado para el otro, pero no podía abrir los ojos. Mi cabeza, cómo me dolía… Y los oídos… Y la garganta… Las náuseas.

—¿Dónde está la paciente? —preguntó una voz desconocida y masculina a lo lejos.

—Sígame, por favor.

—¿Qué pasó? —consultó la misma voz ya no tan desconocida y cercana.

—Ella estaba de espaldas a nosotros, de pronto, se desplomó.

—¿Había manifestado que tenía algún malestar?

—Nada. Llegó como todos los días, lista y a tiempo para una junta.

—Bien, tenemos que llevarla en la ambulancia. Tiene temperatura muy alta. Por favor, haga una lista de todas las personas que han estado en contacto con ella desde que llegó.

La sirena de la ambulancia hacía un ruido terrible. No podía hablar para suplicar que la apagaran. Tampoco podía abrir los ojos. Cuando lo intentaba solo veía siluetas enmascaradas. El vehículo se detuvo, bajaron la camilla y entraron a toda prisa, supongo, que a la sala de urgencias.

—¿Signos vitales?

Alguien respondió con una serie de números que no significaban nada para mí, pero todo para el que preguntó.

—Que se siga el protocolo —recomendó.

«¿Cuál es el protocolo? ¡Auch! Eso dolió. ¡Auch! Eso también. Pero, ¿qué hacen? No puedo hablar y decirles que me duele, que lo hagan suave. Me están apretando mucho el brazo».

—Tranquila, vas a sentir el suero, el líquido arde un poquito —anunció una voz muy dulce.

«¡¿Que arde un poquito?! Está quemándome las venas. Me siento incómoda en esta camilla, el colchón es delgado y siento las barras de metal en el coxis y están frías».

—Vamos a cambiarla a una cama de posiciones. Necesita estar reclinada, así se le dificulta la respiración —dijo la de la voz dulce a otra—. ¿Le vas a dar la terapia?

—Sí. Vamos a tratar primero con la terapia y el medicamento. Recemos porque funcione.

«¿Recemos? ¿Qué es lo que me está pasando? Si yo solo tenía dolor de cabeza, dolor de oídos y garganta. Un otorrinolaringólogo habría sido suficiente, ¿no? Llamen uno. Ya tengo que ir a casa. ¡Dios, la junta! ¿Qué habrá dicho el director?».

—No te preocupes por nada, mamita —de nuevo la de voz dulce—. Tu esposo llamó y dijo que se hará cargo de todo.

—¿Para qué le hablas si está inconsciente? —reclamó la otra.

—Creo que te pasaste la clase de enfermería en la que explicaron que los pacientes siempre escuchan, aunque no lo creas. Ella parece que no lo hace, pero ahora mismo, tan pronto le dije lo de su esposo, su rostro se relajó. Sé que me escucha.

—Y yo creo que Dios la va a sanar si es su voluntad. Así es que recemos.

—Las dos cosas, amiga. Las dos cosas.

Las dos mujeres salieron del cuarto. De vez en cuando entraba una o la otra. Podía distinguirlas por sus pasos. Una entraba muy sigilosa, apenas se notaba su presencia hasta que ponía alguna bolsita de suero. No me tocaba, pero sé que se quedaba mirándome por un ratito.  La otra, siempre andaba de prisa, caminaba con un paso más firme y luego decía:

—Que Dios te ayude a sobrepasar esta enfermedad.

No tenía ni idea de qué mal me aquejaba. Nadie lo dijo, al menos que yo lo oyera. Ayer estaba bien. Ayer, creo. No sé cuánto tiempo ha pasado. Esto ha sido como una noche eterna. Me siento mal, sigue doliéndome la cabeza, los oídos, la garganta… La garganta, es como si se cerrara… Toso… «¡No puedo respirar!».

Sonaron los monitores, escuché muchos pasos, esta vez no pude discernir los de mis cuidadoras. Todos venían de prisa.

—¿Vitales? —preguntó un hombre que nunca había escuchado.

Alguien respondió con números, muchos; no los entendí. Movieron cosas a mi alrededor. No podía abrir los ojos para ver qué hacían. Quería llorar. Tenía mucho miedo. Sé que algo andaba muy mal.

—Hay que inducir la coma y entubarla —ordenó el de la voz que no reconocía.  

«¿Por qué?», me preguntaba. «Tengo que ver a mis niños, jugar con ellos, besar a mi esposo, hacer el amor con él, ir al mercado y visitar a mi madre». Hablaba conmigo misma, nadie me preguntaba nada, no podía hablar, no respondía a ninguna pregunta. Tenía obligaciones que cumplir y escuchaba lo que ocurría alrededor, pero nadie parecía darse cuenta. Creían que estaba dormida.

Unos hombres me voltearon en la cama, ya no estaba inclinada. Algo me dieron que ya no sentía ni escuchaba. Silencio.

Imágenes de tiempos pasados, a cámara lenta como en los sueños, empezaron a inundar mi cabeza, que ya no dolía. Mi padre y mi madre en la playa con mis hermanos, todos riendo de nuestras estupideces.

Mi mejor amiga confesándome que ya no era virgen. Su boda, que no fue con el que la desvirgó, sino con otro más guapo y hasta ahora había sido muy feliz. ¿Sabrá que me enfermé?

Mi primer trabajo, aquel jefe manisuelto al que empujé y cayó sentado en el cubículo de atrás. Nunca lo reprendieron, en cambio a mí, me pusieron la cajita para recoger mis pertenencias sobre la mesa. De todos modos, me fui feliz, ver a aquel gordo, hijo de puta, tirado de nalgas en el suelo, como Humpty Domty sin poder pararse, fue un espectáculo glorioso.

Mi primer novio, hermoso y mujeriego. El segundo, no tan hermoso, pero controlador. Y mi tercero y la vencida. Con ese me casé, en una boda linda, de día y en la playa, y de mucho significado. Nuestras promesas eran un pacto cumplido a cabalidad hasta ahora. «¿Estaría esperando a que saliera de esta noche?». No sé por qué dudé, siempre había estado para mí. Conmigo recibió a mis hijos, cuidó de mi padre hasta que murió y ahora me ayudaba con mi madre. Él era mi vida.

Recuerdos que ni siquiera recordaba. Algunos ni me parecían míos. Flotaba en aquella oscuridad, que solo era interrumpida por pasos, voces incomprensibles, susurros y ruidos apenas perceptibles.

—Está respirando por ella misma —dijo la de voz dulce—. ¡Llama al doctor!

Enseguida supe que la otra estaba con ella, sus pasos firmes salieron de prisa en busca del doctor. Pasó poco tiempo, de nuevo los pasos, muchos pasos, distintos unos de otros. No distinguía entre los de una y la otra.

—Va a salir de esta, te lo dije. Había que confiar en Dios.

Unos brazos fuertes me voltearon y pude abrir los ojos, aunque lo único que veía eran mascarillas y batas médicas azules.

—Tranquila —dijo un hombre—. Voy a remover el tubo. Vas a sentir una molestia, te dará nauseas.

«¿Molestia?». Otra vez los eufemismos. Y sí, vomité un líquido verde, asqueroso. Respiraba y podía ver a toda aquella gente alrededor mío, notaba sus sonrisas en los ojos, era lo único que veía a través de un plástico que llevaban en la cara. Traté de hablar, pero la voz no me salía.

—Vas a estar bien en unos días. Es que acaban de removerte el tubo y la garganta está resentida —explicó, era ella, la de la voz dulce. Parecía una niña, delgadita, de baja estatura. Sonreí agradecida.

En eso entró la otra, la de los pasos firmes; una morena regordeta, de cara redonda y mayor.

—Te ves mucho mejor, ya tienes color en la cara —dijo contenta—. ¿Tienes hambre?

Negué con la cabeza.

»Bien, tendrás que hacer un esfuerzo. El doctor ordenó caldos claros por unos días. Luego suplementos y cuando puedas comer un poco, te irás a casa. Mira que tienes un hombre muy enamorado que llama todos los días, muchas veces.

Así pasaron los días en los que fui mejorando. Cuando dormía, me despertaban los pasos de mis ángeles, cada una distinta, pero perfectas para mí. Gracias a ellas regresé a mi hogar, siempre recordándolas y rezando para que jamás se contagiaran de ese mal que pudo acabar con mi vida.

***

Dedicado a todos los ángeles que han dado sus vidas para salvar las de otros.