Principio y fin


Eran las cinco de la mañana cuando Zoé llegó a su trabajo. Aparcó su vehículo y respiró profundo antes de bajarse. Tenía por costumbre dejar sus problemas personales atrás antes de entregarse a sus labores. Lloviznaba, lo que la fastidiaba porque ese día se había puesto sandalias con tacones. Tomó su bolso, la lonchera y corrió hacia el edificio, intentando taparse de la lluvia que ya apretaba. Todavía era de noche. El rocío de la madrugada despertaba su cuerpo que aún extrañaba su cama. Tocó el timbre para que el guardián abriera la puerta. El hombre abrió, saludándola amablemente. Entró a su oficina, tomó papel toalla y se secó los pies. Guardó el bolso en un cajón del escritorio, encendió el computador y fue a la cocina a poner sus alimentos en el refrigerador. Los pasillos todavía estaban a media luz, solo la estación de enfermeras estaba encendida. Le dio los buenos días a la que estaba de turno y preguntó por su paciente preferida. Una niña con limitaciones mentales, que ella consideraba que estaba mal ubicada en aquel asilo de ancianos.

            Cuando revisó su correo electrónico, vio el listado de los pacientes nuevos a los que debía entrevistar en su jornada. Amaba su empleo, pero se daba cuenta de que ya estaba pasando factura en sus emociones. Vivía día a día con la enfermedad, con el final de la vida. En aquel lugar no reinaba la esperanza. Preparaba a sus pacientes y a sus familias para el inevitable evento. Y no había manera de que no le afectara, por más que utilizara las técnicas de cuidado propio que le habían enseñado en la universidad.

            Completó algunos reportes, esperando que despertaran los pacientes y tomaran el desayuno para visitarlos en sus habitaciones. A eso de las nueve de la mañana, revisó el primer expediente.

            «Camilo Fernández, varón, 83 años. Infarto. Trasladado del hospital San Francisco para rehabilitación. No hay información de familiares o encargados».

            Zoé salió con el expediente, se detuvo en la puerta de la habitación y dio dos golpecitos para no asustar al hombre. Camilo estaba despierto sentado en la cama con la bandeja de alimentos al frente. La miró, pero no dijo nada.

            —Buenos días —saludó Zoé—. ¿Me permite entrar?

            Él asintió. Ella tomó una silla y se sentó cerca de la cama para hablar con él. Notó que no había probado bocado. Zoé se presentó e hizo unas preguntas de rutina para determinar la capacidad mental del paciente. Camilo no tenía problemas para contestar. El encuentro parecía rutinario, como con cualquier enfermo.

            —Señor Fernández, aquí en el expediente no hay información de familiares o su encargado. ¿Podría decirme con quién puedo comunicarme en caso de urgencia?

            —No tengo a nadie, señorita… y es mi culpa —contestó.

            —A alguien debe tener… —dijo algo perturbada con la respuesta.

—No, señorita. No tengo a nadie. A una sola mujer amé en toda mi vida, pero a ella la perdí.

            Zoé no quiso interrumpirlo. Se dio cuenta de que Camilo necesitaba hablar y lo dejó continuar. Había aprendido que su silencio a veces era lo más terapéutico para el paciente.

            —La conocí en unas fiestas de mi pueblo a la que fui con unos parientes. Todo estaba adornado con banderines de colores y muchas luces brillantes, que hacían la noche casi de día. Caminábamos en un grupo de mozuelos cuando la vi. Enseguida quedé enamorado. Había algo en ella que me atraía, no solo era linda, era su mirada alegre, llena de ilusión. Pregunté a mis primos por qué nunca la había visto. Me dijeron que no era de allí, que había venido a visitar a sus abuelos hacía más o menos una semana.

           »Cuando empezó la música me acerqué para pedirle que bailara conmigo. Ella pidió permiso y luego tomó mi mano. Mientras bailábamos me dijo su nombre: Alma. Desde esa noche ella fue eso, mi alma, mi vida —suspiró—. Éramos muy jóvenes entonces, casi niños. Nos escapábamos para vernos todos los días y una cosa nos llevó a la otra. Usted entiende. —Zoé asintió—. Casi cuando se iba del pueblo, vino a verme. Estaba contenta, emocionada. Jamás voy a olvidar aquella tarde. Nos vimos cerca del río donde solíamos hacerlo. Me abrazó feliz, dijo que tenía una noticia que lo cambiaría todo, que podría quedarse conmigo. Estaba embarazada. Aún recuerdo mi reacción. La separé de mi cuerpo, hui de su abrazo. Como un maldito le dije que no quería ese hijo, que se lo sacara. Su cara se transformó en un segundo; su alegría se tornó en una mueca, lúgubre y oscura. Rabioso, la dejé allí sola con su desilusión.

            »Esa noche, sus abuelos fueron a mi casa para preguntar si la había visto. En sus caras vi su preocupación. Había salido hacía muchas horas y no regresaba. Mis primos y yo salimos con ellos, pasamos muchas horas buscándola. No me atreví contar a nadie que habíamos discutido y menos la razón. En la mañana, la encontramos. Ahogada. Se había tirado al río. No pudo con mi rechazo y yo he pagado una cadena perpetua. Nunca me he perdonado. Esta pena la he guardado dentro de mí hasta hoy, porque no lo dije entonces, ni en toda mi vida. Por eso no tengo a nadie, porque no merezco que nadie me quiera».

            Cuando Camilo terminó su triste relato, Zoé tenía el pecho oprimido. Le era difícil ocultar sus lágrimas, tampoco sabía qué decir a aquella alma atribulada. Tomó la mano del anciano entre las suyas en señal de solidaridad. Al final, solo podía ver tres vidas desperdiciadas por un error muy grande: la de Alma, la de Camilo y la de la criatura que estaba por venir.

            —Vendré mañana a verlo —prometió Zoé, regalándole una sonrisa al infeliz.

     Cuando salió de la habitación, Zoé temblaba. Se fue a su oficina, nerviosa, y tímidamente acarició su vientre lleno de vida. En ese momento, tomó la decisión que cambiaría su historia. Agradeció vivir en una época en la que ser madre soltera no era un delito. No pagaría una cadena perpetua preguntándose qué habría sido de ella si hubiera tenido a este hijo que ya palpitaba dentro de su cuerpo. Ella sí tendría quién la quisiera, alguien a quien llamaran en caso de urgencia. Ya nunca más estaría sola.

            Al siguiente día, cuando Zoé fue a visitar a Camilo su cama estaba vacía. Confesar su pena lo había liberado.

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Imagen: «Underwater, baby, mom, pregnancy», por xusenru en Pixabay (CCO).

Adagio: El adiós concedido


El caparazón se rompió al final de la tarde, eso creía. En realidad eran las cuatro de la mañana. Se levantó horas después en sobresalto y sacudió su cabeza, casi en un intento desesperado por deshacerse de las voces de sí mismo, en diferentes periodos, con distintas personas, en variados escenarios. Muchas eran las temáticas pendientes, con otros y consigo mismo, ese día decidió no perdonar a Dios.

Sin bañarse o siquiera arreglarse salió de su casa. El estrepitoso viento de aquella mañana de martes, se encargó de acomodar su cabello. En sus boscosas cejas llevaba las dudas y la incertidumbre, se les veía agotadas. Sus pestañas forcejeaban ante la cónica brisa que le recordaba el sueño, ese que había perdido horas antes de su abrupto desafío. Su corazón palpitaba tal cual metrónomo y semicorcheas, simulando en sus adentros una orquesta de adrenalina en tono de suspenso. Llegó al parque y como estatua se sentó.

Repasaba en su mente aquellos ejercicios que había leído, esos que le permitirían abrir su cerebro. Se sentía atontado y hasta un poco paranoico. Un borracho de barbas blancas le tocó su hombro. Sin activación alguna de su sentido de alerta, le miro fijamente a los ojos, comprendió el dolor que cargaba de años, los pesares que llevaría a su casa al final del día, pudo ver en sus pupilas rostros de asustados infantes. Sin palabra alguna, así como llegó se alejó, cojeando a la deriva de la muchedumbre y las palomas; las cuitas que llevaba en su abrigo, simulaban insignias de guerra y desalojo.

Su cansancio desapareció después de ese momento atenuante, le hizo caer en cuenta de si mismo y de las decenas de personas que frente a él transitaban por minuto. Casi pudo dibujar un pentagrama con su mente, cada figura aleatoria eran las notas que por tanto tiempo había buscado, los tempos y el acorde olvidado, todo se había escondido en el anonimato de aquella escena tan abstracta. Un loco en pijamas y descalzo en medio parque, vislumbrando blancas y negras en las cabezas de sus ocupantes.

Sin prestar atención de su turbulenta apariencia, tomó su pluma y su cuaderno y empezó a escribir. A borrar y a escribir de nuevo. A escuchar en sus adentros, la melodía que le haría libre. Recordaba con recelo los gritos y la humillación que había vivido, los éxitos que tanto esfuerzo se había echado a cuestas gracias a su propio aliento. Sabía que era hora ya de remover sus armaduras, a sabiendas que sus dagas penetrarían directo en su carne, que muchas de ellas podrían tener la intención de ser mortales. Si quería avanzar debía ser valiente y alzar la voz, el do sostenido, el simbolismo en su arte; debía aprender a decir no y desnudar sus decisiones. Entendió a duras penas quien era y debía defenderlo contra quienes le detuvieran, formuló en su cabeza la sinfonía exacta para deshacerse del miedo, de la ira, de la pena y de toda esa mierda. Todo lo que le rodeaba con consentimiento.

Despidiéndose de sus viejos conflictos, puso el punto final. Su mejor composición estaba allí, pariendo de sus puños apretados y sus dedos gastados, le miraba con un asombro misterioso, había aprendido de diplomacia hacia sus obras. Sigilosamente rió. –Lo he hecho– se quiso susurrar a sí mismo al oído. Miró su alrededor y se echó una bocanada de aire a la boca, respiro sin apuro por vez primera aquel día. Alegróse de su vida en ese instante, miró su pasado en retrospectiva, con la redundancia que se debía. No era tiempo ya para seguir arrastrando lo acaecido, los días muertos y a quienes con ellos se habían ido. Abrazo su presente, aquel soplo de tiempo, arrugando a su vez ese papel con su obra más exuberante; arrojándola al vacío del basurero más cercano, se alejó con calma y sonriendo hacia su casa nuevamente. Debía prepararse para recibir el año nuevo.

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Imagen «A la espera del tiempo», autoría propia.