
Los dioses se han ido.
No hay quien aguante el peso del mundo
sobre hombros ausentes.
Me asomo al desfiladero.
Esa grieta ancha donde nadie escribe
se parece al infierno.
Los dioses se han ido.
No hay quien aguante el peso del mundo
sobre hombros ausentes.
Me asomo al desfiladero.
Esa grieta ancha donde nadie escribe
se parece al infierno.
A veces esta desesperanza me allana,
me acongoja y casi siempre me regocija.
Digo, entre esas cuestiones pérfidas de la cotidianidad,
la vida transcurre insoluta.
Con espacios vertiginosos de amargura
y tranquilos momentos de límpida alegría.
En esos instantes precisos, donde dos que tres suspiros
no son más que una señal prolija para no amilanarse.
Para no claudicar ante las necesarias e insolentes adversidades.
Esa imperfecta sensación de tóxica tranquilidad
y un animoso descontrol que se desarma con solvente quietud.
Ese desasosiego innato que me apacigua
y esa natural ternura que conscientemente se vuelve disparatada
para amenizar este trance vital…
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