Obituario de Cecilia Romero Torres


Cecilia Romero Torres, la histriónica danzante que vivía en la colonia Santa Lucía, amaneció colgada de uno de los árboles de tamarindo del patio de su casa.

Bajo el tambaleo de su cuerpo, han sido días de mucho viento, Cecilia dejó colgando de su tobillo izquierdo una carta de despedida amarrada con un pequeño listón rosa.

La carta, sin destinatario particular, decía:

Me voy porque el mundo, ese teatro que tantos aplausos me ha negado, se ha reído de mí por última ocasión. Su broma final fue una estocada directa a mi corazón, me dañó el orgullo y todo el amor que llevaba colectando durante veintisiete años. Habiendo tanto talento, decide que la actriz principal de tan terrible acto sea, maldita sea, mi Rebeca.

Si algo ha dañado mi orgullo, ha sido la ceguera y el atontamiento del amor que no me han permitido ver a tiempo la malaventura que sus brazos me tejían.

Rebeca era todo para mí, era el único público y el único aplauso que necesitaba. Era mi sol por las mañanas, la luz de mis noches y la oscuridad de mi cama. Rebeca fue mi norte, mi tierra, el café de buenos días, el cuento de la buena noche, mi astrolabio en medio del océano: mi ruta. Mi tacto favorito.

Antes de Rebeca me consideraba una muralla impenetrable, un castillo volante, un rinoceronte blanco. Nadie había podido saltarse las paredes, descifrar el laberinto, cruzar el bosque de espinas ni tocar elegantemente la puerta como lo hizo ella.

No negaré que fui feliz. Es verdad, fui el ser humano más feliz del mundo. La mujer más mujer. Recibí los mejores besos y descubrí el calor de las puestas de sol. Y todo el amor y toda la paz y toda la vida que bienviví con ella se esfumaron en dos segundos.

La muerte, visitante indeseada de este plano, llegó por ella. Y la muy vil, caprichosa, egoísta e inhumana me dejó aquí. Sufriendo, sin vida y sin techo. Rebeca era mi casa, su corazón mi corazón y sus piernas mis cimientos.

Ayer noche fueron los cuarenta días de mi Rebeca. Podrá descansar en paz. Espero mi familia me perdone.

Cecilia.

Cecilia R. T. no será velada. Su madre cree que su suicidio fue otro acto de rebeldía y odio hacía la fe cristiana. Nunca le perdonó su orientación sexual y ahora no podrá perdonarle su muerte.

Por mi parte y desde el fondo de mi corazón, deseo que Dios, en su infinita sabiduría y amor, le permita a Cecilia, para toda la eternidad, los brazos de Rebeca.

Experta en decir adiós


Photo by Kristina Flour on Unsplash
Photo by Kristina Flour on Unsplash

Aprendiste a decirme adiós antes de que esta palabra cupiera en tu boca.
  
Me lo dijeron antes tus manos,

cuerdas rotas en tu regazo.
  
Me lo contó tu silencio:

había tres grietas en el techo,

también una baldosa rota por un costado,

en el suelo, tus bambas manchadas de barro,

nueve, o quizás diez,  libros sobre la cómoda;

tres manchas de café en la funda del sofá desvencijado,

sobre la silla, mi abrigo reposaba, esperando,

en la cama, una sábana sin arrugas,

también conté dos mosquitos aplastados,

sórdidos;

y a cada segundo, dos pestañeos

insulsos

en tus ojos extraños;

qué más puede hacerse entre tanto silencio.
  
Aprendí a adivinar tu adiós

como un zahorí encuentra agua en el fondo de la tierra;

solo que yo no quería,

no quería encontrarla

ni beberla

ni mirarla.
  
Al final, para ayudarte

—más de cien quilos de sal pesa tu silencio—;

cargué tu adiós,

y te lo dije yo.
  
Mayca Soto. El gris de los colores.

Canción de despedida


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No quiero morir en soledad,

abandonada en esta tierra fría,

quiero morir acompañada

y que me entierren

con mi bandera como mortaja.

Antes de irme quiero abrazarte

y decirte al oído lo que siento,

que en mi alma siempre has estado

grabado a tinta y a fuego.

Mi caminar se hace lento,

llora en mí la guerrillera

que una vez tumbó gigantes

y caminó sobre palmeras.

Tres montañas y una estrella

han marcado mi destino.

Por ellas de fiesta vivo,

por ellas de pena muero.

No digo adiós para siempre,

tal vez mi caminar sea perpetuo.

Si no se pierden mis letras,

si no se pierden mis versos.

Hoy canto para despedirme

temprano —como suelo hacer—,

que no llego antes si me adelanto,

es que no quiero que se me haga tarde,

por dejarlo para después.

 

Imagen: Pixabay

Nunca hasta ahora


Apenas han pasado unas pocas horas desde que te fuiste, sin embargo, ya me parecen años. Quizás haya perdido, al fin, el sentido del tiempo y con él, la cordura de mis ojos al ver las manecillas de cualquier reloj como enemigo, puesto que siempre me han llevado la delantera en tu despedida.

La última vez que estuve a tu lado, estaba tumbada a tu vera. En tu cama, tu calor rezumaba por todo mi cuerpo. Entonces, respiraba tu paz y tu expiración entrecortada. Mirando tus manos, mis ojos acumulaban unas lágrimas que no han querido brotar desde entonces, así como así, así como todos lo han hecho desde esa tarde de sábado en la que me marcas a fuego una fecha. Nunca hasta ahora había tragado tantas. Una cascada de ellas, que no para de fluir y salir hasta calmarse levemente.

Personas se acercan a mí, yo sonrío mientras me dan sus respetuosas condolencias. Qué ironía. Sonrío cuando tengo ganas de llorar. Otro día que odiaré. Otro día en el que me quedé sin darte un abrazo. Aunque esta ocasión sea la última y definitiva. Nunca hasta ahora lo podría haber imaginado. Ahora. Ahora que los busco desesperadamente.

Aquella noche, me hablabas susurrándome cariñosos motes, apenas dos palabras, cada cierto tiempo, cuando parecías volver en ti y a mí. Mientras te rogaba callar para evitar que forzaras más tu voz, esa que parecía desvanecerse con el paso de las horas.

Vi en ti tu vela y su llama apagarse lentamente. Mi corazón no rugió. Fuiste ejemplo de luz y de oscuridad, cuando te apagaste. Todo se quedó manchado con un negro crudo dispuesto a devorarme.

Volví al bicolor haciendo vivo tu recuerdo en mi interior y desde entonces, aquello que me rodea es una estampa de cualquier escena compartida contigo.

Abrí la puerta de una habitación vacía


Una frase para decir adiós.
Un silencio que ha borrado las palabras.

Cuando todos se han marchado,
y quedo solo muy temprano.
Viene, desde lejos, cada uno de esos recuerdos,
porque tú sabías más de mí que yo mismo.

¿Adónde ir cuando quiera buscarte?
¿Adónde regresar cuando llegue la noche?

Dime qué hacer
si mi memoria no logra preservarte lo suficiente.
Dime qué hacer
si olvido ese trozo de vida que también es tuyo.

En mi sueño
aún conservas el cabello largo,
tu mirada no es triste ni vacía.
En mi sueño
el tiempo no se encuentra suspendido
y la muerte es sólo un juego de niños.

Antes que la última flor se marchite.
Antes que la última hoja se seque.
Dime por qué te fuiste tan pronto.
¿Por qué sigue doliendo como el primer día?

En mi sueño
abrí la puerta de una habitación vacía.
En mi sueño
pronuncié un nombre que a nadie pertenece.

Es difícil aceptar que…

Elegía funeral


Hay una distancia de dos pasos
que no puedo desandar.
Entre nosotros,
un vacío infinito
que cada día crecerá más.

Temo resbalar y caerme.
Temo cerrar los ojos,
y perder tu rostro con sus gestos
en la profundidad del abismo.

—La lluvia no deja de caer,
las lágrimas no cesan
en este atardecer anochecido.
Pero la paz dura
lo que dura un instante,
porque sé que el tiempo no me pertenece—

Dijiste que el cielo lo vería.
Dijiste que allá arriba sería diferente.

¡Mamá!
Aún conservo el sonido de tu voz
y las últimas palabras,
que prometo recordar por siempre.

Sinmortigo


Dediqué los últimos minutos de la noche a bañarme, todo lo que fuese posible para intentar borrar los moretones en mi cuerpo, que aunque solo yo los veía, dolían con locura, carcomiendo hasta el más mínimo de mis huesos. Las lágrimas se confundían con el agua que corría, tan siquiera valía la pena ya percibirlas, era demasiado tarde para hacerle caso a mis sinuosidades, vacías quedaron junto a los viejos muebles sin uso, las horas olvidadas y los restos de mis celos.

Una sala vacía y ventanas sin cortinas con los vidrios rotos. Paredes de adobe y silencios prestados, recurrentes volvían cuando no los requiero; los obscuros pasadizos se veían más claros en mis recuerdos, por lo tanto ahí escogeré que se guarden mis secretos.

Abro los ojos para restregar mi cuerpo, se ha teñido la bañera de un rojo intenso, veo como mis pies se adormecen; en medio del remojo de mis alientos, vuelvo a creer en el Dios de los que ya han muerto. Dejo caer mi cuerpo con el peso que cae el orgullo al suelo, cubierto estaba mi diario por la neblina de una ducha caliente, los espejos empañados donde antes solía escribir mis frases elocuentes, esta noche se enaltecen de mis sueños célebres, aquellos que abracé cuando fui demasiado ingenuo.

Divagaba mi mente aún por los corredores que faltaban. La mecedora vieja del abuelo, la bodeguita verde donde habían nacido los perros, una carretera pintada en el patio trasero, torcida como veía mi camino alterno, lleno de calles sin salidas y señales borrosas, más solo que los desiertos, más frío que los polos y más yermo que mis fugaces pensamientos. Los barrotes pintados que simulaban la firmeza de quienes recluía, se veían tan débiles ya, dejándolo todo indulto, dispuestos a liberar las prisiones, las cadenas, los sinsabores de una vida a merced de quien la dispone, súbdito electo de los nuevos testamentos.

El agua se había agotado, ya casi no quedaban gotas salientes, así como casi ya no quedaba vida en este cuerpo. El violonchelo de la vecina, los gatos en el techo, sonidos que acompañaban a entregar mi carta de renuncia, musicalización perfecta a mis misterios, pensaría en retomarlos cuando vaya a dar la bienvenida a quienes más quiero, cuando me corresponda ser el anfitrión de mi propio entierro y les pueda hablar sin tartamudeos. Esperé tanto por ese momento, que ahora que lo tengo me cosquillea los dedos y me pone a dudar. ¿Será esto lo que realmente quiero? Pero ya era muy tarde para los arrepentimientos, se había abandonado el último de los reflejos, ya no sería yo quien les dijese ‘lo siento’, sería más fácil que Gregorio dejará de ser insecto; mi burocracia era absoluta y testaruda, me había llegado el momento.

Bauticé mi reencuentro con un licor infrecuente por ahí de las tres, cuando no es lo moralmente correcto, rellené mis venas con alcohol para sanar más rápido por dentro, aprovechando combustiones para incendiar los aposentos; me recosté a esperar que el tiempo surtiera efecto. Cerrar los ojos nunca había sido el acto más genuino, para quedar despierto.

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Imagen «Autorretrato», autoría propia.