Destino


Viernes, 17:45


Marimar trabajaba en un bufete de abogados como secretaria de lunes a viernes. Entraba a las nueve de la mañana y salía a las seis de la tarde. Le gustaba mucho su trabajo, conocía clientes nuevos todos los días, se interesaba en sus historias y se juraba no cometer los mismos errores que ellos para no tener que exponer su vida en un tribunal. Ella había empezado a trabajar muy joven; apenas tenía dieciséis años. La abogada del bufete le dio la oportunidad en su oficina cuando tomaba un curso comercial en el colegio y como parte del currículo debía hacer la práctica en un negocio real. Así fue como se interesó por esta profesión y continuó en la oficina después de graduarse.

La abogada estaba muy contenta con el trabajo de Marimar. Era eficiente y, como ella misma la había entrenado, podía llevar la oficina sin que ella estuviera. Sus trabajos eran limpios, ordenados, sin faltas ortográficas. Llevaba los índices notariales al dedillo. Era simpática, dulce y los clientes la adoraban. Y, por qué no decirlo, la licenciada la veía como a la hija que nunca tuvo. Usualmente, los viernes al mediodía, cerraban la oficina, se iban a comer y a pasar un rato juntas, como amigas. Marimar conocía todos los secretos de aquel bufete; los de los clientes y los de los abogados. Sabía que no podía divulgar nada de lo que pasaba allí, pero entre ellas había confianza y muchas veces conversaban de los casos. La abogada valoraba las opiniones frescas de su secretaria, pues no estaban contaminadas de los embelecos jurídicos. Era una niña inteligente que, con mucho candor, expresaba sus ideas, las cuales eran muy lógicas a la hora de resolver algún entuerto al que la letrada no le encontraba solución.

Ese viernes las cosas eran diferentes. No es que nunca hubiera pasado, pero no era lo usual. Marimar miró el reloj y ya eran las 17:15 y la abogada no había regresado de una vista en la corte. La última vez que llamó fue al mediodía para disculparse porque no iba a poder llevarla a comer. No había recibido ninguna otra llamada o texto, explicando su tardanza. Al parecer se había complicado algún caso. Marimar salía dentro de cuarenta y cinco minutos, pero decidió irse más temprano. Después de todo era viernes y, de ser cualquier otro, ya se habría ido hacía rato. Comenzó a recoger la oficina, guardó los expedientes en el archivo, cerró el computador y fue al baño a retocarse el maquillaje. «Nunca se sabe a quién te puedes encontrar por el camino», se dijo.

 

Don Arístides tenía noventa y cuatro años, pero era fuerte como un roble, a pesar de su avanzada edad. Todavía vivía solo, salía a la calle, caminaba, se alimentaba bien y miraba a las muchachas. A ese estilo de vida le adjudicaba su longevidad. Ya había visto las noticias. Era un cálido día de verano y él estaba esperando que refrescara un poco para salir a comprarse el helado de chocolate que tanto le gustaba. «De vez en cuando un dulce no le hace daño a nadie», pensó. Miró su reloj, ya eran las 17:15. Salió, cruzó la calle y caminó una cuadra hasta la heladería.

—Don Arístides, ¿cómo está hoy? —preguntó Griselda la despachadora del negocio.

—Pues m’ija, como un tronco. Ya tú sabes, no me duele nada —respondió coqueteándole a la joven.

—Y qué le apetece hoy, ¿lo de siempre?

—Pues sí. Dame un helado de chocolate en un cono, pero con dos bolitas. Le tengo muchas ganas, además hace mucho calor.

—¿Me lo dice? Este verano ha sido tremendo. Enseguida le sirvo.

La joven buscó el cono y le sirvió dos bolas grandotas. Hacía años que Don Arístides frecuentaba su negocio y ya le tenía cariño. El anciano acarició deseoso con los ojos, aquel delicioso postre. Pagó y le agradeció a Griselda por el extra que había puesto en su cono.

 

Marimar volvió a mirar el reloj, ya eran las 17:45. Nadie iba a notar que se iba quince minutos antes. Agarró sus llaves, cerró la puerta y se subió a su coche que dejaba siempre estacionado frente a la oficina, mirando hacia el sur de la avenida. Mientras calentaba el carro, se miró en el espejo de la visera para asegurarse de no tener mucho maquillaje y se puso sus gafas de sol. Miró el móvil para verificar si alguien le había escrito. Ya estaba lista. Decidió dar un viraje en U, para ir por el carril contrario hacia el norte.

 

Don Arístides venía contento, saboreando su helado de chocolate como si fuera un niño. Miró su reloj, eran las 17:45, en quince minutos empezaría su programa de televisión favorito de los viernes. Decidió acelerar el paso al cruzar la avenida.

Marimar no lo vio.

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Fotografía por Myriams-Fotos en Pixabay (CC0).

Te elijo a ti


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Foto: Brooke Cagle (CC0).

 

Te elijo a ti, más que a las prisas matutinas

y al reloj que marca los pasos hacia esa calle desierta,

sin propósito ni miradas despiertas.

 

En este sueño sin miedos ni sentido, te elijo a ti.

Porque bailas en la cuerda floja del destino, dejándome caer,

sin esperar más de lo que hoy quiera ofrecerte.

 

Te elijo a ti, por encima de mis sombras y locuras,

por debajo de estas sábanas donde la vida comienza

cuando muerdes mis labios y atrapas mi deseo sin preguntas.

 

 

Te elijo a ti, en medio de esta vida congelada de diciembre,

lejos de las luces de este árbol desnudo de promesas,

llenando de vacíos y esperanza mis heridas de muerte.

 

Sí, te elijo a ti, igual que la vida abraza el aire,

con domingos de café y bicicleta; sin ruidos ni testigos.

Sin un «para siempre», solo tu alma en mi latido.

El marco de una sonrisa


Quiero llegar a un lugar donde nadie me conozca y me pregunten que café deseo y con cuanta felicidad lo quiero.

He aprendido que la alegría no llega sola,

las razones sí.

Emprendo mi búsqueda por la decisión,

Y el inconsciente procede a ocultarla.

Busco a travesar la barrera del destino,

romper la ignorancia de mis fortalezas

y cesar mi título del «hombre de las dificultades».

La curva que adorna mi rostro,

marca el compás de este cuerpo,

no guiando el paso de los pies,

pero indica el camino de mi corazón,

hacia esa alegría que tanto deseo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En el metro de París


Sigue ahí sentado con los ojos cerrados y recostado del cristal de la ventana. Lleva más de cuatro horas. ¿Meditando, durmiendo? Al parecer llevamos el mismo destino. Es de mi edad y estatura, aunque más guapo que yo cuando está dormido. La gente entra y sale del tren sin percatarse de su presencia. No se mueve ni respira. Por fin, se acerca un empleado uniformado y descubre que el pasajero está muerto. Gracias a Dios ya puedo abandonar la cabina, mi cuerpo es sacado del tren pasadas seis horas del infarto masivo.

Amor dormido


Flores cautivas

Nuestro amor
yace dormido
en una fosa olvidada
por el destino.

Y ese destino
seco y desmedido,
no es otra cosa
que un periplo ciego
en la inesperada oscuridad
de las palabras;
hado infértil
que todo lo va apagando,
seduciéndolo,
atenuándose deslucido
como el telón del universo
que extingue de fuego y vida,
aquellas estrellas finales
que yacen muertas
en un fondo umbrío,
diseminadas y silentes
como mariposas
ahogadas en brea.

No pretendí
construir una eternidad
entre nosotros;
hacerlo hubiese
sido apostar
por una suma imponderable
de pretextos:
contigo solo fui
la circunstancia de mi ser,
de mi inconsciencia,
el apartado fugaz
que creyó vivirse
de labios y abrazos,
renunciando melancólico
a la encrucijada del pasado,
a un tris de no ceder y cabalgar
sobre la empedrada avenida del futuro,
madre cruel y voraz del presente
y su inmanente hipocresía
(y tal vez,
solo tal vez,
en el aplomo
de un verso natío).
Vestías de rojo esa noche triste
—lo veía en el cerco de rímel
que ocultaba tu mirada,
en tus ojos,
en el descuido
de la transparencia
del alma—:
esa noche inquieta
que traslucía de rumor
tanta nostalgia.

Mientras,
en la infausta residencia
del desamparo,
agazapado en la penumbra,
te imaginaba desnuda
e iba besando en mi memoria,
el rubor de la flor,
de la cariópside dividida
que alguna vez fue propiedad
de la complicidad y del deseo.

No podría repetir aquí
las palabras que te dije
entre susurros y alegrías,
pero sí puedo contener las sensaciones
que pulsan en mi interior
y que reiteran esta soledad
que se hace carne bajo el sol.

No podría afirmar las variantes
de este sueño de ti
que retoza incierto en mi alma
y que me acompaña
en la voluntad de la pérdida;
podría expresar impreciso
una nota de desencanto,
podría exultar de mí mismo
por el milagro inaudito
de haberte tenido,
pero no quiero padecer
de condescendencia,
porque hoy mi piel fenece
de la ausencia resentida
y no termina la cáustica tristeza
ni siquiera al escribir
estas palabras sueltas
que rolan de destiempo.

Decir, por ejemplo,
que tu recuerdo eclipsa mi ser,
que tuerce la cándida privación
de los besos que hoy
le pertenecen a tu sombra;
dejar de ser consuelo
y enredarse en la mortandad
que dejó sembrada esta gris historia
en los recovecos de mi existencia.

Yo de ti fui
lo que una vez de mí
hiciste ser.

Sin embargo,
solo sé que nuestro amor
yace dormido
en una fosa olvidada
por el destino
y que allí merodeará
hasta que tus manos
se anuncien al amanecer.

Por mi parte,
seré esa transición
que duele en los huesos,
como cuando se decide
a llover en el desierto,
que es nunca,
—créeme—
que es espejismo
por siempre,
—créelo—
que es brote infecundo
por donde se cuelan
los recuerdos
y hace estrago la noche
con sus aullidos.

[Conviértete
en mi herida definitiva,
en mi cicatriz eterna,
en esa inveterada promesa
que muere con el amor
cuando yace dormido.]

Alejandro Cifuentes-Lucic © Texto original para Salto al Reverso / 2014.

Fotografía: «Flores cautivas» (Dibujos en el infierno, del autor).

@CifuentesLucic

@saltoalreverso

Acciones cotidianas


Rompo la rima fácil
y tus creencias.
Quiebro huesos y reglas.
Altero el tiempo con mi pulso.
Raciono sueños.
Endulzo el café de las mañanas
con terrones de frases
en cautiverio.
Limo barrotes carceleros
con los dientes afilados
por el miedo.

Soy la pluma vistosa
del ave desapercibida.
Extiendo las alas,
las sombras y tu nombre.

Trepano pensamientos.
Diseco imágenes.
Fabrico laberintos.
Reparto soles a domicilio.

Sumo las contradicciones
y mi sino.
Lidero la procesión
hacia mi muerte.

Protesto.