—Entonces —me preguntó—, ¿a dónde va el día cuando se acaba? Si es tan grande para iluminar todo el mundo, ¿cómo hace para desaparecer tan rápido?
No —le respondo—. No desaparece, solo cambia de atuendo. De noche se viste con un manto oscuro, pero al amanecer se engalana con la claridad del cielo, del sol o las nubes.
—¿Significa entonces que siempre es el mismo?
—Pues sí y no.
Me quedé con la respuesta a medias, porque no sabía cómo continuar con mi relato. Era verdad. Un día era un recurso para medir el tiempo, y éramos nosotros, los seres vivos, quienes transitábamos por él, movidos por la rotación del planeta. Muchas veces en mi vida me he detenido a reflexionar en esta misma idea. Así que me quedé meditando el final de la respuesta.
Observé, además, que me miraba con incertidumbre, pues no estaba del todo convencido de mi fugaz explicación.
—¿Y por qué…?
«Agárrate, porque esta pregunta tiene pinta de ser más audaz aún», me dije a mí misma.
—¿… por qué, si el día siempre es el mismo, celebramos los días pasados, como el día de nuestro cumpleaños?
Mis argumentos se derrumbaron con semejante razonamiento.
—Verás. El día es como nosotros. Somos los mismos, pero diferentes. Entonces el día en que naciste, o el día en que nací yo, fueron momentos especiales del día, tan especiales, como cuando tú y yo estamos de buen humor.
Y así, eludiendo mi definición nada científica del día, vencido por el cansancio, me ha dicho que le gustaría quedarse despierto para ver cómo cambiaba de atuendo el día. Me dio un beso de buenas noches y cerró sus ojitos para dormir.
—Sí, otro día será —le dije despacio, mientras salía de puntitas de su habitación.
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