Nunca conocí a mi madre. No que no la conociera físicamente. Siempre estuvo allí: desde el mismo momento en que nací, nueve meses antes, desde que fui concebida. Me refiero a que no supe nada de lo que guardaba dentro de sí: sus secretos, sus miedos, sus anhelos, sus ilusiones. Nunca supe cuál era su color ni su canción o su película favorita. Jamás la vi reír a carcajadas, ni la vi sonreír de pura felicidad. Era una extraña, sombría, a la que en muchas ocasiones desee preguntar si era su hija adoptiva.
No era como la mayoría de las madres de mis amigas. Ella trabajaba mucho, quizá demasiado como para detenerse a contestar mis preguntas. En un día cualquiera, me levantaba para el colegio a eso de las cinco de la mañana —para dejarme vestida y desayunada—, y luego irse a esperar por el transporte, que casualmente pasaba justo al cruzar la calle. Tenía que hacer dos cambios en la ruta hasta llegar a su destino: de la casa hasta Bayamón y de allí a San Juan.
Mi madre era enfermera. Solo sus pacientes conocían su ternura. Era trabajadora, responsable, pero siempre enigmática. Le gustaba ofrecerse de voluntaria, aunque se estuviera ahogando de trabajo. Tomaba cursos universitarios para mejorar sus conocimientos y de ser una enfermera práctica, pasó a ser enfermera diplomada. De todo esto me enteré en la ceremonia de jubilación a la que me invitó, en la que sentí que todo el tiempo hablaban de otra persona.
La mujer que veía venir por las tardes —vestida de blanco de pies a cabeza— no se parecía a esa. Había un dejo de hastío en su mirada cansada. Sin quitarse el uniforme, calentaba una que otra cosa para la cena y luego de servirnos se quitaba los zapatos para recostarse en el sofá a mirar su «novelita» televisiva. Se metía en aquella pantalla, tal vez fantaseando con el amor romántico o con un caballero millonario, que la salvara y la sacara de su laboriosa vida. Creo que eran los únicos momentos en que se daba el lujo de soñar. Ya a las siete de la noche me mandaba a la cama y se iniciaba su calvario de escucharme llorar hasta quedarme dormida.
Mi madre y mi padre apenas se veían. Todos vivíamos en la misma casa —incluyendo a mi hermana mayor que era un fantasma—, pero el horario de trabajo de ambos era tal, que apenas coincidían. No tengo idea si hacían el amor, aunque era muy pequeña y no me daría cuenta, creo. Eso sí, a la hora de disciplinar, se ponían de acuerdo y no había modo de que pudiera engañar a uno o al otro.
Mi mamá solo hablaba con mi hermana. Se encerraban por horas en su cuarto y si yo estaba presente hablaban en jeringonza. No se dieron cuenta cuando aprendí el dichoso lenguaje en clave y comencé a enterarme de las cosas que ocurrían en la familia extendida, que era bastante numerosa.
Una noche en la que se exhibía en el colegio la película The Sound of Music, ya cuando estábamos vestidas para salir, llamaron al teléfono. Cambio de planes, me dijo mi madre. Según le contaba a mi hermana —en jeringonza—, mi tía estaba en el hospital con un infarto. ¿La razón? Mi prima se había acostado con un sacerdote y estaba embarazada. Claro que yo no podía preguntar por qué por acostarse se había embarazado, se darían cuenta de que las entendía. Estaba segura de que, cuando mis tías —que no sabían jeringonza— se juntaran, me enteraría de los detalles. Y así fue. Mi tía falleció del disgusto y mi pobre prima embarazada se convirtió en la apestada de la familia. De no haber sido por su padre, la habrían echado de la misma funeraria.
Entre el chocolate y el pan con mantequilla, las tías hablaban del sacrilegio que la prima había cometido.
—¿Cómo se metió con un hombre de Dios? —decía una, alarmada.
—Esa muchacha siempre ha sido incorregible. ¿Se acuerdan cuando se metió con el hombre casado? —dijo la otra.
—¡Ella mató a la madre! —sentenciaron.
Yo observaba a mi prima arrodillada frente al féretro, vestida de negro, con una mantilla negra, con los ojos derretidos de tanto llorar y la cara hinchada. Era la viva imagen del arrepentimiento. Lloré con ella, no por mi tía, sino por su desgracia. Creo que fue entonces cuando me rebelé a la idea de que las mujeres éramos las responsables de los pecados de los hombres. ¿O qué? ¿El casado no podía serle fiel a la mujer? ¿El sacerdote no tenía un compromiso con Dios?
Mi madre también hablaba y me molestó. Ella me llevaba a la iglesia en la que predicaban que no se debía juzgar al prójimo. La vi acercarse al cadáver, ignorando a mi prima, para tomar una foto de mi tía muerta. Por semanas anduvo taciturna. Cuando fue a buscar las fotografías del funeral se encerró a llorar amargamente. Lo hizo varias veces hasta que un día vi que se deshizo de ellas. Me hacen mal, me dijo.
Poco tiempo después mi hermana decidió irse a estudiar a los Estados Unidos. A mí me daba igual. Era mucho mayor que yo y apenas me hacía caso.
Se preparó todo y mi madre partió con ella en un viaje para dejarla instalada en la universidad. Cuando regresó, sus silencios fueron peores. Mi única compañía era el perro y mis amigas del colegio. En uno de mis cumpleaños, la mamá de una amiga me invitó a su casa para jugar, creo que se daba cuenta de mi soledad. Cuando mi mamá llegó del trabajo y no me encontró se puso furiosa. Llamó a todas mis amigas y cuando me encontró, insultó a la señora que me había sacado de mi casa sin su permiso. Supongo que ese fue uno de los cumpleaños más tristes de mi vida, sobre todo porque me avergonzó.
En esa época me di cuenta de que mi mamá y yo no teníamos nada en común, solo que ella sufría en su soledad y yo en la mía. Cada vez estábamos más distanciadas. Según entraba en mi adolescencia, más me rebelaba contra ella. Cuando la veía llegar del trabajo, me encerraba en mi cuarto para no tener que verla ni cruzar palabra. No le contaba mis cosas, no la hacía partícipe de nada. Mi mundo era mío, como el de ella era suyo.
El día de su cumpleaños desapareció. Mi padre la estuvo buscando, desesperado. Sus amigas también. En todo el día nadie supo de ella. Cuando apareció ya era de noche. Siguió a su cuarto y se encerró. Nunca nadie supo dónde estuvo, pero tampoco la vi más contenta después de su hazaña. Quizá su espíritu ya agonizaba por falta de afecto, por cansancio, o frustración.
Así la vi envejecer, entre sonrisas fingidas solo para desconocidos, hasta que poco a poco, abrazando un muñeco de trapo, su alma escapó de su cuerpo y en sus ojos no quedó nada.
Imagen por Comfreak (CC0).
Debe estar conectado para enviar un comentario.