La ira recorre absurdos.
Empeñamos obsesiones sosteniéndola.
¿Ves?
La has perdido en el laberinto
imitando lenguas ajenas.
Crea tu idioma,
salvaje.
La salvación es el reverso del cielo.
El infierno ahorca
la altura. Es un verde
donde la gorda golosa
grita
cachetea el timo:
«¡Los copio!».
Rasga la máscara tras la cual
se guarecía una especie inaudita.
La voz y la duda
son una dupla inseparable
como tus pies.
La duda alerta:
«los carteles anuncian otra cosa».
La voz
nos conduce por el mapa.
Etiqueta: emigración
Remesas

Rosa llegó a California como tantos inmigrantes: llenita de sueños. Estaba segura de que si trabajaba lo suficiente podría conseguir el famoso sueño americano. Primero empezó trabajando en los campos bajo un sol que no se condolía de su delicada piel. A pesar de que usaba camisas de mangas largas y un sombrero, el calor la abatía, sobre todo en los días del mes en que su feminidad se expresaba. Tan pronto tuvo la oportunidad, consiguió un trabajo limpiando casas. Por lo menos, allí había aire acondicionado central y algunas de las señoras a las que les servía la trataban dignamente. Otras en cambio, la trataban como esclava y la insultaban por su procedencia. Rosa se daba cuenta de que a pesar de esos tratos estaba mejor en las casas de familia que en la inmensidad infernal del campo. Se acostumbró a ignorar los agravios dando gracias a Dios por la comodidad de este trabajo. Todo iba bien hasta que conoció a Clark, el hijo rico de una de sus patronas.
Clark era un bueno para nada. Conducía un carro deportivo último modelo que su padre le había regalado por el mero hecho de existir. Rosa lavaba sus ropas escondiéndose para pegar su nariz en ellas, excitándose con el olor de su perfume caro. Él la miraba como si ella fuera un animal exótico y lo provocaba mirarla haciendo los quehaceres. Sus trenzas largas color azabache, colgaban sobre sus blancos y generosos senos. El joven enloquecía de deseos de poseerla. Nada parecido al amor. Era solamente simple y llana lujuria. Como todos los hombres sabía que para conseguir que una mujer respondiera voluntariamente a los avances amorosos debía calentarle el oído. Y eso hizo. La envolvió con palabras de amor y sencillos regalos con los que ella se mostraba más que dispuesta a acceder a sus requerimientos.
Rosa era virgen cuando sucumbió. Se sentía en el quinto paraíso en sus brazos. No pensó un segundo en las consecuencias. Cuando desapareció su regla se dio cuenta enseguida de que estaba embarazada.
—Clark, vamos a tener un hijo —anunció al joven soberbio.
—¿Vamos? —respondió con una hipócrita sonrisa.
—Sí… Sabes que era virgen cuando estuvimos juntos.
—No, no lo sé… Además, quién te va a creer —dijo amenazante—. Si dices algo mis padres llamarán a la migra.
—Entonces te pido por favor que no digas nada —contestó Rosa que se dio cuenta enseguida de que estaba sola. Callaría hasta que su vientre se notara. Trabajaría mucho para acumular dinero para cuando la corrieran de las casas. Durante los meses subsiguientes vestía ropas anchas para ocultar su estado. No se le notaba nada hasta casi los ocho meses. Algunas patronas la echaron, otras, le permitieron trabajar hasta el último momento. Rosa fue preparando poco a poco un cuartito en el sur de la ciudad con lo necesario para su hijo. La renta era baja y tenía suficiente para tres semanas luego del parto. La consolaba saber que el niño sería ciudadano americano con todos derechos.
Cuando nació la criatura una conocida le dijo que debía ir a la corte a reclamar que el padre lo reconociera y pagara por su manutención, pero Rosa tenía miedo. Si Clark decía que ella estaba ilegalmente en el país seguramente la enviarían de vuelta al suyo. No era esa la vida que quería darle a su hijo, por eso calló y tan pronto pudo comenzó a trabajar de nuevo, todavía con más ahínco. Algunas de las patronas no la dejaron regresar, pero otras la recibieron con alegría. No habían conseguido a nadie que les dejara las casas más inmaculadas y además cocinara tan rico como Rosa.
Poco tiempo después conoció a Sebastián el jardinero. También era indocumentado. Enseguida él se enamoró sinceramente de ella y le ofreció casarse. No les era posible conseguir un matrimonio legal por su estatus migratorio, pero el sacerdote les dio su bendición. Así comenzaron su vida juntos, siguiendo los mismos sueños que le habían llevado a cruzar la peligrosa frontera. Recibieron dos hijas. Trabajaban sin cesar. Parecía que habían logrado lo que esperaban, hasta que una redada de inmigración acabó con todo. Sebastián fue deportado luego de un trámite legal que nunca llegó a comprender. Nunca se volvió a saber de él. Rosa se quedó sola con tres hijos sin el apoyo del marido. Era cuestión de tiempo que también la deportaran, pero no podía ponerse a pensar en ello. Tenía que trabajar muy duro para mantenerlos. Olvidándose de sus necesidades como mujer, se dedicó en cuerpo y alma a sus hijos. Limpiando casas, lavando ropa, planchando, cocinando para otros. Nunca era lo suficiente, pero se las iba arreglando. Los niños crecían rápido y no tenía más remedio que comprarles ropas de segunda mano. Comían en la escuela, donde estaban casi todo el día. Luego se quedaban en el apartamento con las puertas cerradas por si inmigración venía a buscar a Rosa.
Juan, el mayor, se cansó de estar encerrado. Quería como todos los muchachos de su edad andar por las calles. Pronto fue presa fácil de los narcotraficantes que le ofrecieron dinero para que transportara drogas. Era un trabajo fácil y le daba dinero para andar vestido dignamente y no como un payaso con ropas pasadas de moda. María Isabel, la segunda, se hizo novia del muchacho más popular de la escuela. Elizabeth, la menor, andaba para arriba y para abajo con un ganguero. Rosa nada sabía de lo que pasaba con sus hijos hasta que detuvieron a Juan.
—¿Pero mi’jo, qué has hecho? —preguntó Rosa destruida.
—Es que estoy cansado de vivir encerrado, de ponerme ropa barata, de estar solo, madre —respondió el estúpido muchacho.
—¿No te das cuenta del ejemplo que le das a tus hermanas?
—Si estuvieras más en la casa te darías cuenta en que andan ellas también.
—¿De qué hablas?
—María Isabel anda con un muchacho de la escuela, pero Elizabeth anda con un ganguero peligroso.
—¡Ay, madre mía! ¿Pero cuándo pasó esto?
—Mientras estabas fuera de la casa.
—¡Estaba trabajando! ¿Cómo me han hecho esto? —dijo mientras lloraba amargamente.
Salió de la cárcel juvenil de prisa, por temor a encontrarse con un agente de inmigración. Ahora parecían estar en todas partes. Se fue directo a la casa para hablar con sus dos hijas. Estaba tan molesta que cacheteó a Elizabeth y le prohibió terminantemente seguir viéndose con el ganguero. Luego tuvo que irse a trabajar.
—Me voy de la casa —anunció Elizabeth a su hermana.
—No puedes hacer eso —contestó la hermana—. Romperás el corazón de mamá.
De nada sirvieron las súplicas de María Isabel. El ganguero vino a buscarla y ella se fue con solo un bolso de ropa. Total, esa era pura ropa vieja, él le compraría cosas nuevas, le había prometido. Cuando Rosa llegó, su hija le contó que su hermana se había ido.
—Pero ¿cómo si ella es menor de edad? —dijo llevándose las manos a la cabeza.
—Habrá que llamar a la Policía —aconsejó María Isabel.
—No puedo… me llevarán y ustedes se quedarán solos.
—¡Madre! También tenemos derechos.
—Ustedes sí, pero yo no. Me llevarán como a su papá.
Poco después Elizabeth falleció en un ajuste de cuentas de las gangas. Juan fue condenado a diez años de prisión por transportar y vender sustancias controladas. Los sueños de Rosa estaban aplastados. Un mal día volviendo de su empleo, un policía le preguntó por sus papeles. Rosa trató de correr inútilmente. Fue apresada y llevada a la cárcel para ser deportada. De nada sirvió que los medios de comunicación hablaran de su caso, de la injusticia que se cometía contra esta mujer que se había dedicado a trabajar por más de veinte años. «No es una criminal, solo vino a mejorar su vida», repetían en la prensa, radio y televisión. Todo fue inútil. En un transporte por carretera, la devolvieron a Tijuana sin más.
María Isabel continuó sus estudios y se graduó. Se casó con el novio que tenía desde que estaba en la escuela. Ambos se dedicaron a liderar un movimiento pro derechos humanos de los inmigrantes. Al menos el sueño de Rosa funcionó para ella. La buena hija cada semana le enviaba una remesa para que pudiera vivir en México sin carencias.
Hasta que el presidente de los Estados Unidos confiscó todas las remesas para construir el maldito muro.
Debe estar conectado para enviar un comentario.