Raúl se detuvo al frente de la puerta. Miró para todos lados antes de sacar la llave y abrirla. Se metió rápidamente. Miró por las ventanas para ver si alguien lo seguía, corriendo las cortinas de inmediato. Su corazón latía de manera acelerada. Su boca estaba seca, le sabía a metal. Se llevó las manos a la cabeza moviéndola de un lado a otro. Luego se tapó los oídos.
—Estoy seguro de que nadie me seguía —dijo.
—De nada se puede estar seguro en la vida. Tal vez haya alguien escondido —advirtió el otro.
Caminó sigiloso por el pasillo. Abrió todas las puertas, incluyendo las de los armarios y hasta la del refrigerador. No había nadie. El miedo lo paralizaba por momentos. Sollozaba. Se dirigió al baño, cerró la puerta y abrió el agua caliente del lavabo. El cuarto se llenó de vapor. Entonces metió las manos en el agua hirviendo. Con un cepillo y jabón se las estregó hasta que estuvieron enrojecidas. Agarró una toalla blanca para cerrar la llave. Se secó las manos y con los codos abrió la puerta para no ensuciarlas. Fue a la cocina para prepararse un emparedado. Miró sobre la encimera donde estaban los cuchillos. Faltaba uno.
—¿Dónde lo habré puesto? —se preguntó en voz alta.
—Nunca sabes en dónde dejas las cosas —contestó el otro.
—¿Cómo que no sé?
—Eres descuidado. Siempre estás distraído.
—¡Cállate! ¡Ya me tienes hastiado!
Risa. Esa fastidiosa risa. Furioso, abrió los cajones en busca del cuchillo extraviado. Mientras buscaba las carcajadas eran más y más fuertes. Estaba al punto del completo desespero, cuando recordó que había tomado el cuchillo para ponerlo en el cajón de la mesa al lado de su cama la noche anterior, cuando escuchó un ruido en el patio. Fue un golpe seco, como si alguien se hubiera caído en el patio. Fue al cuarto, miró en la mesa y allí estaba. Lo tomó en sus manos y por un momento dudó si debía dejarlo allí o devolverlo a la cocina. Se decidió por lo segundo. Alguien podía entrar en la noche e iba a necesitarlo.
Raúl volvió a mirarse las manos, le pareció que estaban sucias otra vez. Así que regresó al baño y repitió el ardiente ritual. Tomó el cuchillo y regresó a la cocina para hacerse el emparedado. Con cuidado abrió la envoltura del pan. Sacó el jamón, el queso y la mayonesa. Cuando abrió el pomo, le pareció ver algo que se movía en el interior. Fijó la mirada adentro del envase hasta que vio unos gusanos que se hundían y salían de la crema. Con horror, lo soltó desparramando el contenido por el suelo. Nervioso, agarró el papel toalla para limpiar. Apenas podía aguantar las ganas de vomitar. Arqueaba asqueado, mirando los gusanos que se levantaban a sacarle la lengua. Buscó el frasco de amonio, regando el detergente en el piso hasta el punto de no poder respirar. Cuando empezó a toser, se tapó la nariz y la boca, abrió las ventanas para que saliera el penetrante olor.
—¿No tienes hambre? —preguntó el otro.
—¿Qué te importa?
—Los gusanos son sabrosos. Si le sacas la cabeza te puedes chupar lo de adentro.
Ya no pudo más. Salió corriendo al baño a vomitar la bilis. No tenía nada en el estómago. No acostumbraba a comer nada en la calle, ni en el trabajo. Le daba asco no saber quién manejaba los alimentos y de dónde los sacaban. Había escuchado tantas historias. Cuando terminó se miró las manos y procedió a exfoliarlas de nuevo. En este punto, ya le sangraban las ampollas que con el tiempo se había causado.
—Échate alcohol —ordenó el otro.
—¿Alcohol?
—Sí, todavía tienes las manos sucias.
Raúl buscó en el botiquín el alcohol y se puso en las manos. Sintió un ardor terrible que le quemaba. Abrió la llave del agua fría y las metió, sintiendo algo de alivio.
—¿Por qué me engañas? —preguntó al salir del baño.
—Porque eres un tonto.
Raúl escuchó más carcajadas burlonas. Las manos le quemaban y sintió rabia. Buscó el cuchillo para acabar con la risa que lo aturdía. Fue entonces cuando escuchó el golpe seco de nuevo en el patio. Corrió hacia la ventana, entreabriéndola miró pero ya estaba oscuro. Antes tenía un foco que alumbraba el jardín, pero se había fundido. Estaba seguro de que alguien lo había dañado a propósito.
—¡Maldito sinvergüenza! —gritó, colérico.
—Sal a ver qué pasa.
—¿Cómo voy a salir si hay alguien afuera?
—¿Para qué quieres el cuchillo? ¿No es para defenderte?
—Sí, sí… claro.
Tenía miedo, mucho miedo. Tanto que estaba a punto de llorar. Buscó una linterna en la cocina, abrió despacio la puerta que daba al patio. Se armó de valor, del cuchillo y salió. Con la lámpara alumbró una esquina del jardín. Algo se movía allí. Caminó en dirección a lo que se movía. Otro golpe seco a sus espaldas. Se volteó rápidamente, mirando hacia la casa. Alguien lo espiaba por la ventana.
—¡Ya está bueno! —gritó—. ¡Sal de ahí!
Avanzó hacia la casa. Una bellota cayó del árbol y le dió en la cabeza. Pensó que alguien se la había tirado.
—¿Por qué te escondes en la oscuridad? ¡Da la cara, cobarde!
Raúl comenzó a gritar improperios. Tanto gritó que el vecino salió para ver qué sucedía.
—¡Mire, cállese ! —gritó el vecino—. ¿No ve que ya es tarde?
—¿Por qué no sale, le digo?
El vecino se asomó por la ventana y vio a Raúl con el cuchillo en la mano. Por supuesto que no iba a salir. Ese hombre era peligroso. Tomó el celular y llamó a la Policía. Cinco minutos después, llegaron cinco patrullas iluminando con sus luces azules y rojas el vecindario. Algunos vecinos salieron para mirar qué pasaba. Desde las patrullas, los uniformados pudieron ver al hombre que vociferaba insultos desde su patio. Se bajaron de sus carros y se reunieron para decidir qué iban a hacer con el hombre.
—¡Hay alguien aquí! —gritó Raúl agitando los brazos, pero la distancia y el ruido de los radios en las patrullas no permitieron que los agentes escucharan lo que decía. Lo único que podían ver era el brillo del cuchillo en la oscuridad.
—¡Señor, baje el arma! ¡Ponga el arma en el suelo! —ordenó uno de los policías.
—No lo hagas, Raúl… Es una emboscada. Lo que quieren es que no puedas defenderte —le susurró el otro al oído.
Raúl caminó hacia adelante sin soltar el cuchillo, sonó un disparo y cayó al suelo. Los policías corrieron hacia él para verificar si aún estaba vivo.
—Sigue con vida —afirmó uno de ellos—. Llamen a la ambulancia.
Cuando llegó a la sala de urgencias, el médico que lo atendió lo reconoció enseguida.
—Este hombre está enfermo —apuntó el galeno—. Padece una enfermedad mental.
Imagen: Pixabay
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