Domingo


Seguramente habrás leído a Benedetti
mucho antes que yo,
tendrás los ojos más abiertos,
y a esta hora, los labios
menos bigotudos y más despiertos.

Quizá tus besos dejen
esa hipersensibilidad dental
de meter la cabeza
en el congelador.

Quizá sea aproximadamente
durante ese segundo,
en el que me convierta
en un ignorante de las cosas
y un imbécil del tiempo.

Llueve.
Y todo es para ti tan Benedetti,
que no puedo decirte
nada más que no sea mirarte.

Será entonces cuando me achante,
me calle, y me marche a casa
a pelar la pava, contigo, unas papelinas
y algo de vino, a ver si te escribo
un paraguas para tu confeti.

 

– Enrique Urbano

Cenicienta


Ponte a pensar
en las cosas despistadas
que se dejan los momentos
en las horas.

Ahora en todas las llaves suicidas
en busca de otro bolsillo,
o en aquellas monedas intrépidas
que cayeron al precipicio
desde el ascensor.

Ni qué decirte
de las migas de pan
entre los cojines del sofá.

Cuantas historias
se habrán perdido
buscando un zapatito
de cristal.

Cuantas esquinas 
malgastadas
en un baile 
de salón.

Cuanta lengua hecha bruja
y cuanto corazón encantado
gimiendo lunas.

Basta. 

El cuento se ha acabado,
Ahora nos toca a nosotros
querernos,
como se quieren los ogros.

 

Enrique Urbano.


De tu boca a la mía

hay una distancia esdrújula,
como esas moscas incómodas
de las callejas oscuras
de nuestra ciudad.

Al garbeo entre ellas,
no resulta abrupto
darse cuenta de todo el amor
que nos ha robado la edad.

Como si coincidir sirviera
de boca sudadera
al caramelo adelgazante
de la vida.

Porque una coincidencia
varía aguda
el ángulo obtuso
de tus labios,
la amplitud del pecho,
y la transpiración
de pies y manos.

Cuando coincides,
las pestañas se suicidan,
como un juego romántico
que te da el aire,
como una bala instalada
en el cerebro
sin perforarte el cráneo.

Eso por no hablar,
de la insaciable virginidad,
que pierdes en la piel,
cada vez que te vistes.

 

Enrique Urbano.

Pequeña Vida


¿Te has parado a pensar
en los gnomos
de barbas azules,
que corretean
desnudos las nubes
solo por costumbre?

Si te has fijado,
cuando se enfadan,
llueve azúcar glass
al punto de nieve
de tus pasteles.

Cree con ellos la gente,
que el ámbar impar
de los abetos,
y de los semáforos,
es la aceleración necesaria
del alma huyendo del diablo.

Y no digo yo, pobre de mi,
que sean infelices,
pero mira las lombrices;
¿vas a negarme
que andar por la vida
sin ojos,
no sirve de cultivo
al letargo
de morirse poco a poco?

El estrés de vivir por vivir,
o este yo sin yo,
que se limita a sentir
por vivido todo lo vivido,
ha llegado a entender por fin,
que hay vida que vive muerta.

Luego, dices que te sorprendo,
cuando hablo del nido
de luciérnagas
que llevas en el pelo.


– Enrique Urbano.

Desayuno


Es curioso observar la manteca fundida
revolcándose por la superficie lunar del pan,
infiltrándose entre sus cavidades prietas
hasta desafiar el acantilado de su corteza.

Mas si pronto pensamos diluviar aquella playa
con una mermelada que la abrace fría,
hasta lograr templarla.

Y como si de un pintoresco paisaje se tratase,
dos cerros verdes y rojos flanquean,
como una manzana con trenzas,
y una pera hecha trizas.

Los cuerpos del trigo reventados por la metralla,
flotan cabeza abajo en el océano limitado
del universo de mi taza.

Amanece dando círculos el café,
en una adiestrada corriente negra,
que huele como huelen las sábanas en la piel,
y las naranjas abiertas.

Hoy desayuné como un Rey,
para después morirme de pena.

Enrique Urbano.

Mulïer, en Huelga de Amor


Les dejo uno de los dos poemas que recité aquella noche en aquel sin lugar.

A todas ellas, por nacer.

– Enrique Urbano.

Loco yo


A veces, cierro los ojos,
y veo los suyos,
aparecen como disparos oscuros
en la noche clara de mis pestañas,
como fuegos artificiales
sobre un telón echado.

Con miedo, los abro,
y parpadeo intermitente
hasta recuperar
la succión del paso lento
de una mancha de gente.

A veces, al tragar,
mastico con sus dientes,
y en la punta de la lengua,
con una saliva helada,
alivio la tensión de mis labios
sedientos de hambre.

Pero realmente revienta
el llanto en mis manos,
con el tímido sudor de nadie,
que no sabe cómo explicarme
si he perdido la cabeza.

A veces, sería más sencillo
desbarbarse uno,
amarrarse los pantalones,
abrillantarse la nariz,
sonreír poniendo a prueba
la elasticidad del frenillo,
beber agua a todas horas,
y ser feliz, muy feliz,
más feliz que una perdiz.

¿Acaso son felices las perdices?
Vamos hombre,
no me jodas.

– Enrique Urbano.