Por Guillermo Orthiz
Mi habitación se ha convertido estos últimos meses en una atalaya —o más bien un calabozo—desde la que me he percatado de una realidad que escapaba a mi entendimiento. Con la puerta cerrada, las cortinas filtrando la luz que entraba por la ventana, y los ecos amortiguados del televisor de la planta baja, me echaba sobre mi escritorio, y lo honraba llevando mis pensamientos al papel. Sin llegar a creérmelo del todo, una de las formas de vida más antiguas del planeta estaba amenazando a miles de millones de humanos, obligándolos a ponerse en cuarentena. La soledad, la indecisión, la incredulidad y el aislamiento social desgarraron a dentelladas la falsa sensación de inmortalidad e imbatibilidad de la que nos armamos para ignorar lo que es igual de natural que la propia vida; la muerte. Por suerte, internet, ese fuego prometeico de nuestra era, y la globalización han impedido que nuestras casas resultasen en unas crisálidas de seda en las que encerrarnos y desvincularnos del mundo hasta que el verano ahuyentara las pesadillas, como un atrapasueños. Sin embargo, hay gente que ha sufrido sobremanera esta crisis, está parada en seco de una vida que giraba y giraba como una rueda de hámster, siempre en movimiento, ya no por ver sus perspectivas de futuro cercenadas de un batacazo, o los lobos de la coyuntura relamiéndose en las sombras, esperando a la noche, sino porque no podían salir a la calle a ver a los amigos, tomarse una cerveza o disfrutar de los paseos que antes menospreciaban por el frenesí apremiante de su día a día. Y lo más chirriante es que han acabado cogiéndole tirria y aversión a sus hogares, sus santuarios inviolables dentro de este mundo de caos. ¿Cómo es esto siquiera posible? ¿Qué conduce a alguien sano a una enfermedad mental solo por aislarse de la sociedad un par de meses? ¿No estábamos en la cúspide de la evolución, en el momento más álgido de la autosuficiencia?
Quizá la respuesta la tenga a mi lado. Desde hace un tiempo tengo una colonia de Lasius flavus, una especie de hormiga amarilla milimétrica, que tengo guardada en una caja de Ferrero Rocher, con agua, azúcar, e incautas moscas atrapadas por ese espejismo mortal de la libertad que son las ventanas. La razón por la que estos seres diminutos han sobrevivido millones de años en la Tierra, a pesar de su tamaño, es bien sencilla: han formado enormes comunidades que se defienden de depredadores, y de los elementos, sabedoras de que en la unidad reside la fuerza. Científicos, biólogos y naturalistas saben que las especies que se agrupan, y crean lazos afectivos entre los miembros, tienen más posibilidades de sobrevivir que otras especies solitarias. Con los seres humanos se dio el mismo caso, quizá un poco más complejo debido a su inteligencia. El mundo al que se enfrentaron los primeros homínidos tuvo que ser aterrador, algo salvaje, traicionero y despiadado. Las madres humanas, en periodos de gestación, eran mucho más vulnerables que los hombres, por lo que, para asegurar la progenie, llegaron a un acuerdo. Vivirían en comunidad, y se protegerían de los ataques que pudieran sufrir todos juntos. Este es el germen de la sociedad. De ahí en adelante, llegaron la sedentarización, la agricultura, la domesticación animal, la religión, las jerarquías y todo lo que propició un mayor control del medio que nos rodea. Todo apuntaba a que en el conjunto estaba la eterna salvación como especie; a que entre los congéneres la vida sería más fácil, y no tendríamos que volver al peligroso trasiego del nomadismo. Y así fue, no estaban para nada equivocados. Pese a que hemos intentado autodestruirnos en infinidad de ocasiones, la población mundial sigue creciendo imparable. Miles de millones de humanos imponiendo su hegemonía, ante una naturaleza vindicativa e indómita que sigue sin creerse lo estúpida que fue al consentirlo. ¿Cuál es el límite ahora? ¿Quizá el Universo? La Luna ya fue mancillada por la huella humana. Necesitamos más espacio, o las sombras de la prehistoria ennegrecerán otra vez nuestros cielos. Pero algo ha pasado. Un virus, un microorganismo salido de un murciélago, nos está hablando de tú a tú, está poniendo a prueba nuestra capacidad aletargada de supervivencia. Y es ahora, cuando todo se tambalea, y está suspendido en esa vorágine, cuando nos damos cuenta de que la única posibilidad que tenemos como especie es mantenernos unidos. Hay excepciones, por supuesto, pequeños disidentes que se sienten a gusto en la soledad más absoluta. Hikikomori recluidos en sus habitaciones, ajenos a los desmanes de una humanidad que les es extraña y violenta. Pero ¿en qué punto pasan sus actos de ser locura, a ser rebeldía? No todo el mundo está preparado para soportar las presiones de una sociedad que no para de exigirte, lo cual acaba espantando a los más sensibles. Estos, muy a su pesar, siguen en contacto con el mundo; anclados a los límites de la rueda, girando con ella a menor intensidad, sin llegar a caerse. Son víctimas necesarias. Errores que demuestran la perfección del sistema. Alexander Supertramp, en la película de Hacia Rutas Salvajes, ya lo expresó con una de las frases más demoledoras en la historia del cine: «La felicidad solo es real cuando se comparte». Quizá no todo el mundo sea feliz, pero todo el mundo comparte su vida de alguna forma, y eso es lo que nos define. En estos tiempos de turbulencia, nuestra psique colectiva, entrelazada por los mecanismos genéticos de cientos de miles de años de evolución, nos ha puesto sobre aviso. Cuidado ––nos dice––, pues es en el prójimo en quien debéis confiar. Y esa es, en la creencia de este observador, lo que nos hace enloquecer ante la idea de estar en casa, solos y aislados, acongojados por la ausencia de la sensación de seguridad que nos ofrecía antes la sociedad de la que nos rodeábamos instintivamente. Quizá, en el fondo, nunca hayamos dejado de ser esos homínidos pusilánimes que se escondían en los bosques y las cuevas, temerosos de separarse del grupo y quedar a merced de las criaturas que los acechaban. La humanidad ha cambiado en muchos aspectos, pero, en el fondo, los humanos seguimos siendo los mismos animales que una vez fuimos.