
Mis eros de tierra refulgen oxidadas,
en la no primavera y en el no verano,
sus puntas otrora verdes tienen las mismas raíces de las de mar, extienden sus ansias de vida y delirio mediante el color.
Sus almas vomitan oxígeno transparente, colgadas y no colgadas
son islas de deseo y decepción,
las veo respirar como peces
en esta orilla y a horcajadas vibran el último estertor.
Su impaciencia se parece a un poeta al punto de morir.
Escribe afanoso extensos versos
con toda la sustancia de sus mentiras personales,
entre el follaje del papel real.
Ellas no recitan,
porque eso es así,
abonan la pulcritud del suelo,
en su lenguaje milenario nos enseñan el sacrificio como un amuleto de ejemplo.
Al tomar esta fotografía las perpetuo jóvenes entre las viejas,
virtuosas entre las inútiles,
excelsas con el argot primigenio:
nacer,
crecer,
morir,
trascender y ser alimento.
Tengo en mi mente
hojas de todos los colores
que he inventado o he visto alguna vez,
en una película triple HD
en esos televisores ultraplanos en las megatiendas.
Ustedes también han visualizado
más un millar de imágenes,
donde las hojas son la reseña
triste del otoño y de una melancólica
entrada al invierno del terror,
lo digo solo por el frío.
No las abrazo para evitar
el quiebre estético,
es la escena en mis sueños más recurrente, aunque no las sueño dormido,
más bien las idealizo despierto.
Mis eros de tierra mueren
en un campo de batalla adverso:
la vorágine del ruido,
la ensordecedora tristeza del no tiempo,
los pies minúsculos del crujiente ser humano.
Mis eros de tierra gimen
en sus giros de muerte,
el roce del rival más temible
las excita y lastima a la vez,
caen en una cama verde,
en su orgasmo del tiempo
mueren felices.
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