Se les ve acumularse en la superficie del planeta en plena temporada de lluvias. Para ser devueltas a su respectiva constelación, se han creado enormes catapultas que son capaces de lanzarlas a millones de años luz en el espacio. Yo tengo permitido ayudar cada día sacudiendo un poco el polvo de estrellas que se acumula en sus puntas, aunque solo es posible hacerlo por las mañanas, pues de noche —mi madre lo sabe por experiencia—, su luz radiante podría cegarnos por completo.
Septiembre siempre había marcado en su calendario el inicio de nuevos hábitos, proyectos e ideas. Sara vivía a contracorriente; a diferencia de la mayoría, para ella el año nuevo solo representaba una oportunidad más para agradecer y seguir respirando, pero no perdía el tiempo en “escribir listas interminables de propósitos inútiles”. Y septiembre sí, ese era su mes, la brisa otoñal tocaba la puerta y ella siempre se dejaba envolver por esa tan ansiada sensación de total renovación y sueños que perseguir.
Sin embargo, este septiembre deseó borrarlo del tiempo, creyó que no podría continuar con su vida. Manu, su mejor amigo, había muerto en un accidente de moto dos meses atrás. En unos días hubiera cumplido 36 años y Sara estaría preparando alguna sorpresa como había ido siendo habitual los últimos tres años. Se adoraban, y Sara sabía que él sentía por ella algo más que una amistad, tenía el presentimiento de que, en algún momento, él se lo confesaría, aunque, conociéndolo, le hubiera costado un mundo, porque era de los que temía abrir demasiado el corazón a riesgo de perder lo que más amaba. Pero Manu era valiente, era mucho Manu.
A muchos les hubiera parecido una locura, ¡eran tan distintos! Probablemente le hubieran dicho a Manu que ni se le ocurriera abrir la boca, que para qué romper una amistad tan fuerte, que mejor marcara un poco de distancia con ella para que se “desenganchara”, que se fijara en otras mujeres, que estaba equivocado, que una amistad de tanto tiempo seguro carecería de pasión, que si el panorama era demasiado negro o demasiado blanco, que si bla, bla, bla… Y Manu se hubiera reído interiormente porque al final no hubiera escuchado a nadie, y Sara… Sara le hubiera dicho que sí.
Se habían conocido en la universidad y desde entonces se habían vuelto inseparables. Manu estudió Filosofía y Letras, Sara se especializó en Biomedicina. Uno hablaba del lenguaje infinito de las estrellas mientras que la otra trataba de traducir y cuestionarlo todo. A pesar de algunas diferencias, existía un respeto y una profunda admiración mutua por el conocimiento y la manera que tenía cada quien de entender la vida.
La vida. Sara dejó de encontrarle sentido a esa palabra, olvidó su propósito; cualquier sueño que albergara su triste corazón se desdibujó por completo, el brote de una ilusión se quebraba al segundo, dejándose arrastrar hacia el más profundo de los abismos. Esos últimos meses se había pasado gran parte del tiempo encerrada en el pequeño mundo que constituían su casa y Luna, una pequeña fox terrier color negro. Había adelgazado casi seis quilos y el pelo se le caía con cada intento de cepillado.
No tenía lágrimas, había bloqueado toda emoción fuera positiva o negativa, no quería sentir, no quería llorar, ni mucho menos reír. Había decidido ignorar septiembre, cancelando casi todos los compromisos sociales y laborales. Se lo podía permitir, pues trabajaba por proyectos en una empresa internacional y ella escogía tipo de trabajo y tiempos de entrega. Por lo demás, estaba harta de los discursos de “Ánimo, el tiempo lo cura todo”, “No puedes seguir así”, “Vamos, Sara, haz un esfuerzo”, “Manu no quisiera verte así”, “Salgamos aunque sea a dar una vuelta”… Sara aprendió a zanjar los juicios y opiniones con un seco e iracundo “Déjame en paz”.
Una fría tarde de sábado, Sara salió a pasear a Luna, sintió el impulso de caminar hasta el muelle. Necesitaba respirar aire fresco. El mar siempre había sido su gran aliado en momentos bajos, Manu le había enseñado a observarlo bajo otra perspectiva. Recordó esa ocasión, fue el octubre del año pasado, cuando Manu la invitó a un improvisado picnic bajo el cielo del atardecer con fogata incluida. Justo ahí, en la playa más cercana al muelle.
—El mar tiene magia, ¿no crees? —dijo Manu.
—Si tú lo dices… —contestó Sara sin apartar la vista del libro que leía.
—¿Oye, sabelotodo, no te genera curiosidad observar la naturaleza? Esconde increíbles mensajes —dijo Manu entusiasmado, mientras respiraba la suave brisa marítima.
—Está bien —contestó Sara con fastidio, cerrando su libro—. Vamos, dime, ¿qué te dice el mar hoy?
—Está bravo, mmm… Es una metáfora sobre las tribulaciones de la vida. Cuando los problemas llegan, lo hacen con toda la intensidad, ¿cierto? Igual que este oleaje, ¿lo ves?
—Sí —contestó ella esbozando una media sonrisa—, es un modo de verlo, desde luego.
—Sin embargo —siguió Manu—, muy probablemente mañana el mar esté en calma. Digamos que se habrá llevado todos los problemas con él y el sol brillará de nuevo. Como la vida misma, que es tan cíclica…
—Estás muy inspirado hoy, Manu. Deberías escribir sobre eso.
—La vida es una inspiración, el mar me dice que pase lo que pase no dejes de vivirla porque continuará. Todo llega y todo pasa. Fluye…
—La vida es bella, es lo que quieres decir, ¿no? —Sara se recostó sobre su toalla. Observó los cálidos colores del cielo.
—Exacto, siempre lo es, por el simple hecho de estar aquí. Y el mejor tributo que podemos hacer es aprovecharla al máximo, porque es un regalo, igual que tu amistad. —Se acercó a Sara, le acarició una mejilla.
Se miraron fijamente unos segundos, hasta que Manu por fin rompió el silencio.
—Prométeme que siempre tendrás el propósito de ser feliz. —Sus ojos tenían un brillo especial aquella tarde.
—¿Y si no lo hago? —respondió Sara divertida.
—Pues una parte de mí estará muy triste. Significará que no entendiste nada y que, además, eres una burra, ¡ja,ja,ja! —contestó Manu arrojándole un trozo de manzana.
—Lo prometo entonces, pero el único burro aquí eres tú, ¡menuda tontería filosófica traes hoy, señor Sócrates! Basta ya, déjame leer tranquila.
—¡Vas a ver lo que es bueno! —Manu empezó a hacerle cosquillas.
El eco de aquellas risas parecía escucharse de nuevo, en ese sábado de septiembre en el que Sara, por primera vez en varias semanas, dejó caer unas lágrimas. Aquel recuerdo la regresó de nuevo a una inusitada paz, a una sensación de calidez y protección.
La vida. La vida estaba ahí para ella, no estaba escrita en ningún calendario, no podía contenerse ni detenerse en una sola estación. Sara tenía que seguir, tenía que VIVIR, por Manu, y sobre todo por ella. Se valía gritar y estar triste, porque de eso se trataba, de sentirse viva, agitada, y luego tranquila, como el mar.
Manu exprimió todo el jugo de la vida, y le enseñó a Sara a permanecer atenta y a apreciar cada detalle por pequeño que fuera. Él, y ese amor que compartieron en silencio, vivirían tatuados por siempre en el alma de Sara. Su repentina muerte merecía ese homenaje.
La noche caía lentamente; Sara bajó a la playa, se quitó los zapatos, sus pies descalzos sintieron la arena fría y se estremeció. Luna corría hacia el agua, ajena al espectáculo que ofrecía el paisaje otoñal. Sara la observó, sonriendo. Contempló la tímida luz de las estrellas que buscaba asomarse entre los nubarrones. En aquel instante comenzó a comprender ese lenguaje del que Manu le habló tantas veces, el lenguaje del olor a la inminente lluvia, el lenguaje de esa vida que siempre se acaba manifestando, sin tregua, a pesar del viento gélido, a través de la espesa negrura.
Durante unos segundos Sara y Luis bucean en la mirada del otro. Él nota la excitación que precede a los momentos dignos de recordar. Ella está relajada. Las lágrimas de hace unos minutos ya son historia. Luis se acerca, y cuando los labios están a punto de encontrarse Sara se vuelve para mirar las estrellas. «¿Por qué no?», se pregunta, pero no obtiene respuesta. Luis se queda en la misma postura, frustrado.
—¿No era ese el deseo? —pregunta él.
Ella no contesta enseguida. Tiene la vista fija en la Osa Mayor. El titileo de las estrellas le sigue pareciendo cosa de magia.
—Aún me estoy arrepintiendo de la última vez que besé a alguien —murmura.
—¿Cómo se llamaba el “gilipollas”?
Sara sonríe en silencio.
—¿Qué más da? Era un tío más, uno de tantos que engañan a niñas tontas como yo gracias a unos ojos mentirosos y una sonrisa falsa.
—Yo no soy de esos. Tengo unos ojos vulgares y una sonrisa muy común, así que no podría engañar a nadie.
Sara se gira de nuevo hacia él.
—Lo sé. Pero no es verdad lo que dices… —Vuelve a perderse en su mirada—. Tienes unos ojos bonitos, tristes pero sinceros, y una sonrisa tímida pero cálida.
Esta vez Luis contiene el impulso de besarla. En cambio, se atreve a cogerle la mano. Ella no la retira.
—Tu mirada también es triste. Te esfuerzas en aparentar alegría… —Hace una pausa y está a punto de dejarlo—, pero hay algo profundo que lo impide, y me pregunto si es sólo por lo de ese tío.
A Sara se le encienden todas las alarmas. Cierra los ojos y aparta la cabeza. Un segundo después se suelta de la mano y se incorpora, nerviosa. Primero se queda sentada en la hierba, luego se sube a la roca, y finalmente se pone de pie.
—Es muy tarde. Mañana no voy a poder con mi alma. Lo siento, pero me tengo que ir a dormir. —Las palabras le salen atropelladas. Luis no entiende nada—. Me ha gustado mucho pasar este rato contigo. Mañana nos vemos en el bar, o no, bueno, no sé, ya veremos. Adiós.
—Sara, espera. No te vayas aún. —Luis se incorpora de un salto y va tras ella—. No sé qué he dicho para molestarte, pero créeme que no pretendía…
Sara vuelve a sentir la mano en su hombro, pero esta vez no se detiene. Luis insiste, y entonces se gira. Las lágrimas amenazan de nuevo con desbordarse.
—Déjame, por favor. Ya te he dicho que necesito descansar.
No hay vuelta atrás. La joven arranca a correr. Nota el líquido salado en los labios y el fresco de la noche que se clava en sus párpados húmedos. «Hay algo profundo que lo impide, dice… ¿Quién se cree que es?» Las palabras de Luis le han abierto un camino por la memoria que no quiere volver a recorrer. Sólo desea dormir y olvidar.
—¿Qué he hecho? —murmura Luis mientras la ve alejarse. La impotencia lo invade. Quiere ayudarla, pero no sabe cómo. Enciende un nuevo cigarrillo y empieza a arrastrar los pies en dirección a la tienda de campaña.
Esa noche Sara tiene extrañas pesadillas en que anda perdida y asustada por túneles oscuros sin salida, o huye de siniestras muñecas sin cabeza que pretenden atraparla para que juegue con ellas. Una voz familiar, por largo tiempo olvidada, la llama en susurros, hasta que despierta sudando, pero con un frío gélido metido en el cuerpo y una sensación de desamparo que la deja vacía. Las primeras luces del alba se cuelan por la ventana.
Luis tarda en dormirse. La excitación por la evidente tensión sexual entre Sara y él queda contrarrestada por la extraña reacción de ella. Está muy descolocado y le da vueltas a la cabeza, sin atreverse a tomar decisiones. Así pasa las horas, removiéndose incómodo en el saco de dormir, saliendo a fumar, volviendo incluso al lugar donde intercambiaron confidencias. Se da cuenta de que en la roca permanece una de las muchas colillas que ha consumido esa noche. La recoge y se sienta a contemplar las incontables bombillas que ahora iluminan cada centímetro cuadrado de cielo. Enseguida se sobresalta por el primer haz de luz que lo atraviesa, fugaz. Y otro. Y otro… Y cada vez el deseo es el mismo.
Cuando el negro va tornándose en azul y las luces titilantes se van apagando, Luis regresa a la tienda. El baile de pensamientos continúa en sueños, hasta casi el mediodía, cuando la insolación lo obliga a despertarse para no cocerse a fuego lento.
Antes de nada se da una ducha fría para despejarse cuerpo y mente. Durante un rato funciona. Por fin está relajado y la luminosidad del día le levanta el ánimo. Tiene hambre. Mira hacia el bar. «¿Se habrá calmado? ¿Le gustará verme?» No tarda en volver a ponerse nervioso. Decide ir a tomarse un café con leche y un bocadillo.
El local está casi vacío. Sólo hay una pareja que comparte risas en una mesa al fondo, junto a una ventana. La pantalla gigante está apagada. Suena ‘Winds of change’, de Scorpions, a un volumen generoso. Tras la barra, el camarero joven canta sin disimulo mientras seca unos cubiertos. No parece haber nadie más. «Quizás en la cocina, o en el baño», piensa Luis, cuya desilusión por no encontrar a Sara es inversamente proporcional a la cantidad de nervios que le atenazan el estómago.
—¿Me pones un bocata de jamón y un café con leche, por favor?
—Enseguida, caballero.
Se dirige a una mesa, pero tras un par de pasos se gira.
—¿Estás solo?
El camarero lo mira con un punto de extrañeza, como pensando «¿Y a ti qué te importa si estoy solo o no?»
—Sí, ¿pasa algo?
—Oh, no, no, nada… Me preguntaba si hoy no trabaja Sara…
El muchacho cambia la expresión. Ahora lo mira con complicidad.
—Ah, ya entiendo. Qué maja es, ¿verdad? —Luis asiente, no muy convencido de querer compartir ese tipo de complicidad— Pues no sé si va a venir. Yo creía que sí, pero quizás le hayan cambiado el turno.
En ese momento entra por una puerta que da a las oficinas un hombre de pelo blanco. Da los buenos días a Luis.
—¿Qué pasa, Juan?
—Oh, nada. El señor, que preguntaba por Sara.
El hombre, que había empezado a recoger los cubiertos, se detiene y mira serio a Luis.
—¿La conoce usted?
—S… sí. —Luis está en alerta, no le gusta esa expresión—. ¿Ha pasado algo?
—Oh, no, nada grave. Es sólo que Sara se ha despedido esta mañana.
—¿Despedido? —repite Luis, como si no entendiera el significado de una palabra que amenaza con derrumbar el edificio de esperanza que había empezado a construir en su interior.
—Sí. —El hombre se da cuenta del mazazo que la noticia ha provocado en el joven y relaja el semblante. Se compadece de él—. Es una pena, porque hacía tiempo que no teníamos a una chica tan trabajadora y simpática con los clientes. Pero ha venido a primera hora para decirme que se tenía que marchar sin dilación, que le había surgido una emergencia familiar y que se iba hoy mismo.
—¿Hoy mismo? —La demolición es absoluta.
—Vaya, lo siento. Veo que no es una mala noticia sólo para mí.
—Pues sí, yo también voy a echarla de menos. Era muy buena compañera —corrobora Juan.
—Gra… gracias —balbucea Luis, al tiempo que da media vuelta y se dirige al exterior como un alma en pena. «Se ha ido», se repite sin poder creerlo.
—Eh, oiga. Entonces, el bocata y…
—Déjalo, Juan. No creo que ahora mismo esté pensando en comer.
El hombre del pelo blanco da un par de palmaditas cariñosas en el hombro a su empleado y retoma la tarea de ordenar los cubiertos.
—Lo que usted diga, jefe. Qué jodido es el amor.
El hombre asiente, con una media sonrisa nostálgica en los labios. Entonces se da cuenta de que la pareja sentada junto a la ventana ha asistido en silencio a la escena y le dedica un gesto de resignación, con los brazos abiertos, las palmas de las manos hacia arriba y los labios fruncidos.
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