Viaje al olvido


Imagen por Luke Stackpoole (CC0).

Paseo por la ciudad gótica y siento que nada ni nadie me pertenecen. Bajo un mismo cielo se ocultan las tristezas y desasosiegos de quienes pasan por mi lado, y yo prefiero no tocarlos, decido no ser, no verme.

Me enseñaron una vez, aunque recuerdo más, que el olvido es la respuesta para todo aquello que pueda resultarme incómodo o doloroso; incluso es mejor que la mala memoria, porque no queriendo recordar, mi mundo se transforma en un crisol de posibilidades remotas y verdades inciertas, pero mías, ajenas a todo lo que alguien pueda enseñarme a la fuerza.

Olvido por un instante que algún día moriré para siempre, es mejor así, y me permito ignorar una mirada o evitar la sonrisa de alguien que quizá necesite la mía. No importa, en esta ciudad cada quién camina solo y a menudo, quien va acompañado no siente la presencia del otro. Prefiere volar su imaginación con los ojos fijos en las vallas publicitarias deseando ser quien no es, o ir donde nunca soñó. Yo sigo el rumbo de mis pasos silenciosos, temo que alguien me descubra y desee seguirme. No tengo nada para darle, estoy vacío, pero no dejé lugar para llenarme.

A través de los auriculares escucho una y otra vez mi canción favorita, una de Sabina. Meneo mi cabeza al ritmo de la música sentado junto a alguien que parece dormido o se lo hace, mejor así. Agradezco la ventana para distraerme y conectar solo con las nubes, el asfalto me inquieta, me muestra que todas las pisadas se parecen, y que la calle nos obliga a caminar del mismo lado, aunque a distintos ritmos. No puedo mirar abajo, yo no soy como los demás, no comparto sus fracasos ni sus logros, nunca desearía esas metas.

Hoy se me olvidó dar las gracias por algo que no recuerdo, y al salir a trabajar un mensaje de texto me reclamó que parecía que ya no la amaba.  Ahora que lo pienso hace tiempo que no le digo «Te quiero», aunque bueno, sigo con ella a pesar de algunos problemas, y ayer me senté a su lado en el sofá, la abracé un rato porque parecía triste, eso debería bastarle.

Bajo una estación antes, necesito aire. Lo primero que respiro es el olor de los puestitos de la calle. Ese festín polvoriento me quita el hambre. Conozco de lejos a la familia que regenta ese pequeño negocio, pero olvidé sus nombres. Quizá alguna vez me ofrecieron un bocado, no recuerdo. Evito mirar y me ahorro un saludo. Además, me deprime la fila de gente estresada que se amontona a pedir su orden, invaden la calzada y entorpecen mi paso. Me abro paso a empujones y a algún que otro pisotón. A quién le importa, se me olvidó si pedí permiso o perdón.

La música en mis oídos me transporta a un mejor lugar, a mi propio mundo de ficción y de felicidad desconectada. En la entrada al edificio está el mismo indigente de todos los días. Ya no me mira, sabe que nunca traigo monedas o que invento una conversación imaginaria por el móvil para parecer ocupado. Pronto lloverá, no sé qué haga ese infeliz para no mojarse, pero yo desde luego no me quedaré para saberlo.

Subo las escaleras que llevan a mi casa, escucho las risas de mi hijo. Relajo mi cara maquillada de ilusión y abro la puerta.

—¡Hola, papá! ¿Trajiste pizza? ¡Es viernes!

Su viernes especial, el viernes de pizza, dulces y película.

—¿Y los dulces? ¡Ay, papá! Se te olvidó…

La decepción en la cara de mi hijo me recuerda quién soy y lo que hago. Pero no pasa nada, él tendrá que superarlo y a mí en unos segundos seguro se me olvida, o quizá no.

Los peces betta


Los peces betta (se matan entre sí).

Recientemente murió mi abuelo;

la familia, antes paz y armonía, es carnicería.

A la otrora casa tranquila, un estanque sin peces koi.

Oceánica, inundadora, abismática. 

Antes carpas koi,

mutamos a peces betta,

insoportables, asesinos.

¡Que no quede nadie vivo!

El abuelo no está,

nadie estará,

la casa es mía,

el rancho también.

El Cadillac me pertenece,

las joyas mías son.

Ella no se llevará nada,

nunca quiso a papá.

Mamá se va mañana al asilo,

despediremos a doña Lupita,

que se vaya sin pensión, sin gracias,

directamente al olvido,

que no regrese jamás.

Si se acercan, los mato,

si me acerco, me matan,

nos matamos, los peces betta nos matamos.

Éramos una familia.

Ahora habitamos distintas peceras,

comunicación y «feliz navidad» detrás de cristales,

porque si me acerco, me pueden matar.

Azules y rojos


Azules y Rojos (collage y pintura), serie Azules y Rojos, pasado continuo

«La familia quedó destrozada y sin recursos al faltar el único sueldo que la mantenía. Pepe, entonces de cinco años, se estremece aún por el doloroso recuerdo de su madre, que cayó desmadejada y rota de dolor en el primer escalón de la escalera de su piso vivienda, llorando entre lamentos y temblores, con el paquete de comida en sus manos, y a su hermano Pedro, de catorce años, al que él siempre había visto tan fuerte y seguro, clamar a gritos llorando: ¡Mi padre, mi padre!».

Habitación 442


Habitación 442 (detalle)

Habitación 442 (detalle)

La amante


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Sola en su cuarto de seis metros cuadrados, abandonada a su suerte sin más compañía que la televisión, la cama, ropa sucia y una cafetera. Adicta al smartphone, leyendo y volviendo a leer los mensajes de él. Contando los «te amo», los «te quiero» y los «juro que pronto dejaré a mi esposa» mientras espera que él le vuelva a escribir.

Encerrada sin más caminos que los laterales de la cama que llevan al baño y a la puerta que da a la calle.

La calle infestada de virus. Sin gente. Vacía.

Vacía como vacía la cama en la que se abrazaban por las tardes. Desolada, como desoladas las últimas tardes sin los juegos prohibidos del amor a escondidas.

Ella, sola, llora en su cama, llora en su baño y llora al pie de la ventana. Entonces lo extraña y lo ama. Y lo odia mil veces porque él está en su casa. Abrazando a la esposa que, según él, ya no ama. Jugando con los niños que no soporta. Sentado en la sala, junto al retrato familiar, con el control de la televisión, viendo películas, recordando vacaciones, riendo. 

Son las nueve treinta de la noche, la familia cenó cereales y frutas, y ahora él está sentado en la sala observando a su familia. Ella cenó una sopa instantánea acompañada del streaming desde su celular. Él está pensando en que ama a sus hijos, que extrañaba a su esposa y que lo mejor es olvidarse de la chica del servicio social, la que dejó toda su vida para irse a encerrar a un cuarto, la que se quedó sin familia y sin amigos. La que vive solamente de algunos pesos y del amor que él le da. Ella piensa que, sin su amor, lo mejor es morirse, que él le ha bloqueado el teléfono, que no puede acercarse a su casa porque está prohibido salir y porque quizá muriendo se olvide del pesar de extrañarlo. Él la prefiere muerta, porque ella es la culpable de todo lo malo que le ha pasado, porque él es pilar de su familia, ejemplo de su iglesia y ella, solo una muchacha que le hizo daño, y mejor que se muera, que se muera de hambre, de virus o de tristeza, pero que se muera ya.

Son las doce de la noche, los infomerciales se apropian de los canales de televisión abierta de la ciudad, un alma ha perecido y una familia nuevamente es feliz junta.

Como de la familia


Crujen las ventanas, crujen los muros. Cruje la casa. Se contrae y se dilata como Alicia, pero no es un cuento. Cruje tan fuerte, como si se rompiera algo. ¿El silencio? Nicolai lo percibe en sueños y se despierta. Sus ojos me preguntan “mami, ¿qué ha sido eso?”. Yo pienso que lo que se rompe es la realidad. Un vistazo a través de la ventana me revela lo contrario. No, la realidad no se quiebra. Al menos, todavía no.

Es posible que la grieta que está en el salón sea producto de semejantes altibajos en el estado de ánimo de esta casa. Cualquier día de estos, la grieta también se ensanchará y nos abrirá otra dimensión. Si es lo suficientemente grande, tal vez pueda explorar en su interior, con suerte hasta encuentre algún tesoro oculto.

Me pregunto si crujirán igual las casas de la gente que vive en climas glaciares, cuando el hielo comienza a derretirse, con ese ruido que te hace pensar que algo va a reventarse.

Cuando hace esos ruidos, imagino a la casa desde fuera, contorsionándose conforme va aumentando o disminuyendo la temperatura, como un gigante que se estira después de despertar de un largo sueño.

Al principio, cuando la casa crujía, se generaba cierta tensión en el ambiente, como esa especie de temor a lo impredecible. Pero nos hemos ido familiarizando con esos estrépitos repentinos. Ahora forman parte de este ecosistema que consideramos nuestro hogar. A veces intentamos interpretar, según la intensidad del crujido, lo que nos quiere decir la casa: si está eufórica, si tiene frío, hambre, si está aburrida e incluso si está enfadada. Sin embargo, poco podemos hacer para satisfacer sus ímpetus, excepto escucharla. Aunque por esta sencilla razón, es una afortunada, no cualquiera presta tanta atención a su casa, como si fuese una más de la familia.

La City


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Elvira Martos