El vuelo infinito


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Imagen por Andrew Worley

Ella —no importa aquí su nombre— siempre imaginó tener una vie en rose hasta que una tarde cualquiera, mientras preparaba una fiesta familiar, se le reventó un globo. Fue entonces cuando recordó el suceso de días atrás, otro se le había escapado por la ventana.

En aquella ocasión intentó atraparlo de forma desesperada, pero el globo, empujado por el aire, se elevó azaroso hasta casi alcanzar una hilera de nubes grises y se perdió de vista, al igual que todo lo que había deseado conseguir en la vida. Él también, alguien inalcanzable y demasiado importante, tanto, que ella se sentía demasiado común.

Él tenía casi todo lo que deseaba y mucho más. Sin embargo, ella se consolaba con pintar sus anhelos en una pared o escribirlos sobre la almohada. Él, de cuyo nombre a veces prefería no acordarse, se despertaba ciego por tanta luz artificial y moría cada día un poco, sediento del paisaje y el calor que, todavía sin saberlo, solo ella, auténtica, tierna y veraz, podría ofrecerle.

Ella necesitaba cerrar sus ojos para estar con él, y él en un solo parpadeo se rodeaba de un enjambre de reinas vanidosas y complacientes. Pero él, a veces imaginaba un mundo más pequeño, el mismo donde vivía ella, una galaxia lejana y cercana a la vez, un espacio tejido de estrellas que abrazara a dos mundos.

Una mañana de abril él presentó su última canción, y ella sintió que le hablaba. Sonrió,  dibujando en su mente la idea de que, quizá, él podría mirarse en aquellos ojos o inspirarse en el fino y delicado cuerpo que no tenía ni de lejos el glamur y la perfección al que él seguramente estaría acostumbrado.

Ella, en sus momentos de calma y sosiego escuchaba esa canción, en un ansia de conocerlo un poco más y él, la tarareaba casi a diario para salir de una realidad aparentemente impecable y completa.

Al final del día, ella guardó el globo reventado en un cajón, como quien a pesar del dolor se empecina en atesorar un corazón roto. Y así, mientras ella trataba de llenar esa hueca ilusión, en otro punto del universo, él llegaba a un reconocido teatro donde una multitud lo esperaba para celebrar el lanzamiento de su primer single. Ella se hundió en el sillón y permaneció atenta a la televisión. Se imaginó allí, caminando ufana de su brazo; mientras él, mantenía una sonrisa arcaica y atendía con un desmedido entusiasmo a la prensa para huir de las enloquecidas fans que peleaban por un autógrafo, una mirada o una foto robada.

Ella lloró colgada en la añoranza de un tiempo en que creyó que sería feliz, mientras con el dedo índice acariciaba su nombre escrito en una página húmeda. Y casi al amanecer, se rindió al sueño, agotada de tanto llorarle al corazón a través de las líneas de aquel diario más ideal que íntimo.

Él, casi ahogado en alcohol, deshizo el nudo de su corbata y se sentó en la cama de aquel nuevo hotel en aquella desconocida ciudad. Apuró el último trago del whisky que pidió minutos antes y con su pulgar repasó las imágenes de su teléfono móvil con desgana, como un condenado que lee su sentencia de muerte.

Cuando despertó, ella tenía los ojos hinchados y trató de evitar la luz del nuevo día ocultándose bajo las sábanas. En la habitación de aquel hotel, él se recostó sobre la cama y miró hacia la ventana. Vio un globo, el único que sobrevivió a aquella extravagante fiesta nocturna. Se había enredado entre las plantas del balcón. Sonrió, dejando caer el vaso que sostenía sobre la alfombra. Recordó las fiestas infantiles de la escuela, el olor a comida casera en el jardín de la vivienda familiar, el suave tacto de su madre apartándole un mechón de su cabello y, años después, el primer beso en su dieciséis cumpleaños. Echó de menos aquella vida y al muchacho que fue.

Ella se dirigió al trabajo como un autómata. La música fluía a través de sus sentidos, era el refugio donde descansaba su alma y donde vivía amorosamente libre con él. Decidió cambiar el rumbo habitual y atravesó el parque descalza. Era temprano y el rocío de la mañana se sentía como un bálsamo bajo sus pies. Deseó quedarse ahí todo el día y de noche, buscaría escapar de aquella vida para siempre. Pensó en él, en su guitarra y en aquella última canción, para ella, de él, para los dos.

Finalmente, él se levantó y metió el globo en su habitación. Lo ató a una silla frente al escritorio y se sentó. Entonces, invadido por un gozo secreto cerró los ojos y la vio a ella. Sus labios desearon recorrerla con las mismas ansias con que escribía otra canción:

Someday, somewhere far from this gray, I will be in the blue of the sky. Can you see the color of this big balloon? This is my life, this is my heart talking about you… loving you even though it does not see you… 

(Traducción: Algún día, en algún lugar lejos de este gris, voy a estar en el azul del cielo. ¿Puedes ver el color de este gran globo? Esta es mi vida, este es mi corazón que habla de ti, que te ama aunque no te ve…).

© Nur C. Mallart

 

La esclava


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Eran las cuatro de la tarde del treinta y uno de octubre. Julieta estaba feliz porque la habían invitado a la fiesta de Halloween de su preparatoria. Ella no era una chica popular y aunque le extrañaba la invitación, no quería dejar pasar la oportunidad de mezclarse con las muchachas que lo eran. Le pidieron que se disfrazara de esclava y se imaginó que era parte de alguno de los juegos de la noche. Así es que se compró uno de esclava romana. Tenía un lindo bustier dorado, una faldita corta y para completar el look,  unas sandalias de tiritas hasta la rodilla.

Ya había arreglado todo para que sus padres no se enteraran que iba para esa fiesta. Si les pedía permiso, ellos no la dejarían ir. «Son tan anticuados», se decía. Les dijo que se quedaría estudiando en casa de su amiga Emilia, otra niña tan mojigata como ella. Había decidido dejar «accidentalmente» el celular en su casa para no ser contactada. En complicidad con ella, Emilia no contestaría ninguna llamada telefónica de los padres.

Esa mañana se había llevado su disfraz consigo. Era cuestión de esperar al grupo que vendría a recogerla a la escuela. Su corazón palpitaba excitado. A las cinco llegaron un par de muchachos enmascarados. A ella le pareció divertido y se subió al carro con ellos. Se dio cuenta de que iban alejándose bastante, cuando el que conducía se metió por un camino vecinal que llegaba a un lugar que nunca había visto antes. Entonces empezó a preocuparse.

****

Los dientes de Julieta estaban en el suelo. Una mezcla de sangre con saliva chorreaba por su barbilla. «Este asqueroso sabor a metal me da nauseas», pensaba. Se arrastró por el suelo hasta llegar a la pared. Intentó levantarse pero no pudo. ¿Cuántas puñaladas había recibido ya? Había perdido la cuenta. Cada vez que trataba de escaparse, le asestaban otra y ella sentía cómo se hundía el cuchillo desgarrándole la carne. Un coro de gritos, risas y burlas era todo lo que escuchaba.

—¡Ven, esclava! —dijo alguien mientras le halaba las piernas.

Sus padres se lo habían advertido tantas veces. No se podía confiar en todo el mundo.

Imagen: commons.wikipedia.org

Déjà vu


Yo estaba en aquella boda con un vestidito corto de estopilla amarilla caminando entre la gente. Tenía poco más de siete años según mi mejor recuerdo. Las muchachas corrían de un lado para otro con sus vestidos de satén color marfil y mangas largas de organza. Algunas eran tan jóvenes que usaban zapatos de tacón por primera vez. Las oí comentar sobre el magnifico ajuar que la novia llevaría consigo a su luna de miel y a su nuevo hogar. Decían que su ropa blanca, camisones, batas, pañuelos y enaguas habían sido bordados con sus iniciales por su propia madre y que las sábanas, toallas y manteles con el monograma de los futuros esposos por las religiosas del Perpetuo Socorro. Cuchicheaban sobre lo que pasaría en la noche de bodas. La novia nerviosa llamaba a la madre, quien guardaba la compostura ante tanto desorden. Le preguntaba si había metido en su equipaje sus peinetas de nácar. Ella acariciándole el pelo dulcemente, le aseguró que todo estaba en su lugar. Observó que su hija estaba ojerosa por no haber descansado lo suficiente la noche pasada, por causa de la excitación que el matrimonio le provocaba. Le dijo que ya era hora de prepararse para la ceremonia. Caminaron hacia una recámara inmensa, amueblada con muebles blancos y en la que había un maniquí con un precioso vestido blanco de seda, y aplicaciones que se prendían con azahares. Yo miraba por una rendija de la puerta. ¡Me quedé boquiabierta ante tanta belleza! La madre desabrochó el vestido con mucho cuidado removiéndolo del maniquí mientras la novia se quitaba la bata. Luego la fue vistiendo poco a poco. La sentó enfrente del espejo y le colocó una mantilla larguísima, más larga que el vestido. Luego la besó en la frente y la ayudó a levantarse. Una vez de pie la tomó por ambas manos y la miró de pies a cabeza como para dar su aprobación final. Luego la abrazó muy fuerte. Salieron de la habitación y caminaron por un amplio pasillo, en donde las muchachas entre risas y juegos, se ponían en orden para desfilar. Una mujer les daba unos ramos de rosas blancas. A la novia le dio uno más grande de rosas rosadas, tules y azahares. El padre se acercó orgulloso y la besó en la frente. Entonces caminó llevándola de su brazo. Afuera estaba el novio guapísimo con su traje y un lazo negro en el cuello. Sus amigos esperaban con él también elegantemente vestidos. Una vez terminada la ceremonia empezó la fiesta.

***

Esta tarde mamá quiso enseñarme un álbum de fotografías viejas. Parecía que la nostalgia le hubiera ganado. Cuando iba pasando las páginas vi una foto en blanco y negro de la boda que tanto me había impactado cuando era niña.

—¡Yo estuve en esa boda!—exclamé emocionada.

—¡Imposible!—dijo ella—. No habías nacido. Era la boda de tu abuela.

No quise discutir con ella. Yo estaba segura que había estado en esa boda. Miré la fotografía con detenimiento y allí en una esquinita estaba yo sentada con mi vestidito corto de estopilla.

Hazte disfrutólog@


¿Te apuntas a disfrutar de la vida?

La inmortalidad del cangrejo

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Lunes, nueva semana, nueva recomendación.

En esta ocasión no es un libro, ni una pelí (aunque tengo un par de ellas en el tintero,) ni nada así. Es una actitud. Abre tus ojos, abre tu mente. Disfruta.

Acaba de pasar un puente muy señalado, que siempre ha sido «el de los Santos» y que ahora es casi «la fiesta de Halloween«.

Bien, soy católica practicante y «disfrutotóloga» de la vida. Me encanta el folclore y lo tradicional y aprender cosas nuevas de culturas diferentes. Es decir, tengo unas creencias firmes que practico, pero eso no me hace cerrarme ante experiencias nuevas o diferentes a nuestra tradición.

Todo esto lo digo por que el domingo anterior escuché como, desde el púlpito, el sacerdote de mi parroquia condenaba la celebración de Halloween y nos intentaba asustar con sus consecuencias. La verdad, me parecía un…

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