Mi dolor como ídolo


Sin voz ni voto
recreo en silencios
llenos de opiniones a petición de nadie
Sin dueño pero queriendo tener algo de ego
escuchando lo que le dicen
tratando de entrever si le preguntan algo
para no decir solo un sí indiferente
raro
Un sí que puede que sea de verdad o de mentira
pero eso al resto le da igual
porque ya no hay voz
ya no canta
solo susurra con miedo
por no dañar al resto
se hizo daño a sí misma
y ahora el dolor
se convirtió en su único ídolo

Se sacrifica por él
muestra ofrendas en situaciones
donde fuera de lugar
participa en una inercia
donde todo tiene que parecerle bien
porque sino es el error de la ecuación
porque sino se le echará la culpa de opinar
cuando solo quiere opinar
ser una parte más
ser calma en su voz
y no temblar por dentro

El fin del mundo


—Me termino el cigarrillo y nos vamos —me dijo la pelirroja que me acababa de «abordar» en el bar.

Le respondí afirmativamente. Era la primera vez que una mujer de ese «calibre» se interesaba en mí.

—Iré al tocador. Regreso y nos vamos —me susurró al oído mientras pasaba su mano por mi hombro.

Obviamente volví a asentir. ¿Realmente creía que le diría que no? Con ese trasero, obviamente no.

Regresó por mí. Pagué la cuenta y salimos del lugar. 

No habíamos terminado de dar el primer paso afuera del bar, cuando nos fundimos en besos, con los ojos cerrados y los brazos entrelazados, tocándonos todo, saboreando nuestras lenguas e intercambiando palabras de deseo.

A mitad de un «vámonos ya, que necesito tenerte en mi cama», el sonido de lo que parecieran los motores de diez mil camiones provenientes del cielo, nos anunció que el fin del mundo había comenzado.

Dibutrauma del inicio del fin del mundo.

Principio y fin


Eran las cinco de la mañana cuando Zoé llegó a su trabajo. Aparcó su vehículo y respiró profundo antes de bajarse. Tenía por costumbre dejar sus problemas personales atrás antes de entregarse a sus labores. Lloviznaba, lo que la fastidiaba porque ese día se había puesto sandalias con tacones. Tomó su bolso, la lonchera y corrió hacia el edificio, intentando taparse de la lluvia que ya apretaba. Todavía era de noche. El rocío de la madrugada despertaba su cuerpo que aún extrañaba su cama. Tocó el timbre para que el guardián abriera la puerta. El hombre abrió, saludándola amablemente. Entró a su oficina, tomó papel toalla y se secó los pies. Guardó el bolso en un cajón del escritorio, encendió el computador y fue a la cocina a poner sus alimentos en el refrigerador. Los pasillos todavía estaban a media luz, solo la estación de enfermeras estaba encendida. Le dio los buenos días a la que estaba de turno y preguntó por su paciente preferida. Una niña con limitaciones mentales, que ella consideraba que estaba mal ubicada en aquel asilo de ancianos.

            Cuando revisó su correo electrónico, vio el listado de los pacientes nuevos a los que debía entrevistar en su jornada. Amaba su empleo, pero se daba cuenta de que ya estaba pasando factura en sus emociones. Vivía día a día con la enfermedad, con el final de la vida. En aquel lugar no reinaba la esperanza. Preparaba a sus pacientes y a sus familias para el inevitable evento. Y no había manera de que no le afectara, por más que utilizara las técnicas de cuidado propio que le habían enseñado en la universidad.

            Completó algunos reportes, esperando que despertaran los pacientes y tomaran el desayuno para visitarlos en sus habitaciones. A eso de las nueve de la mañana, revisó el primer expediente.

            «Camilo Fernández, varón, 83 años. Infarto. Trasladado del hospital San Francisco para rehabilitación. No hay información de familiares o encargados».

            Zoé salió con el expediente, se detuvo en la puerta de la habitación y dio dos golpecitos para no asustar al hombre. Camilo estaba despierto sentado en la cama con la bandeja de alimentos al frente. La miró, pero no dijo nada.

            —Buenos días —saludó Zoé—. ¿Me permite entrar?

            Él asintió. Ella tomó una silla y se sentó cerca de la cama para hablar con él. Notó que no había probado bocado. Zoé se presentó e hizo unas preguntas de rutina para determinar la capacidad mental del paciente. Camilo no tenía problemas para contestar. El encuentro parecía rutinario, como con cualquier enfermo.

            —Señor Fernández, aquí en el expediente no hay información de familiares o su encargado. ¿Podría decirme con quién puedo comunicarme en caso de urgencia?

            —No tengo a nadie, señorita… y es mi culpa —contestó.

            —A alguien debe tener… —dijo algo perturbada con la respuesta.

—No, señorita. No tengo a nadie. A una sola mujer amé en toda mi vida, pero a ella la perdí.

            Zoé no quiso interrumpirlo. Se dio cuenta de que Camilo necesitaba hablar y lo dejó continuar. Había aprendido que su silencio a veces era lo más terapéutico para el paciente.

            —La conocí en unas fiestas de mi pueblo a la que fui con unos parientes. Todo estaba adornado con banderines de colores y muchas luces brillantes, que hacían la noche casi de día. Caminábamos en un grupo de mozuelos cuando la vi. Enseguida quedé enamorado. Había algo en ella que me atraía, no solo era linda, era su mirada alegre, llena de ilusión. Pregunté a mis primos por qué nunca la había visto. Me dijeron que no era de allí, que había venido a visitar a sus abuelos hacía más o menos una semana.

           »Cuando empezó la música me acerqué para pedirle que bailara conmigo. Ella pidió permiso y luego tomó mi mano. Mientras bailábamos me dijo su nombre: Alma. Desde esa noche ella fue eso, mi alma, mi vida —suspiró—. Éramos muy jóvenes entonces, casi niños. Nos escapábamos para vernos todos los días y una cosa nos llevó a la otra. Usted entiende. —Zoé asintió—. Casi cuando se iba del pueblo, vino a verme. Estaba contenta, emocionada. Jamás voy a olvidar aquella tarde. Nos vimos cerca del río donde solíamos hacerlo. Me abrazó feliz, dijo que tenía una noticia que lo cambiaría todo, que podría quedarse conmigo. Estaba embarazada. Aún recuerdo mi reacción. La separé de mi cuerpo, hui de su abrazo. Como un maldito le dije que no quería ese hijo, que se lo sacara. Su cara se transformó en un segundo; su alegría se tornó en una mueca, lúgubre y oscura. Rabioso, la dejé allí sola con su desilusión.

            »Esa noche, sus abuelos fueron a mi casa para preguntar si la había visto. En sus caras vi su preocupación. Había salido hacía muchas horas y no regresaba. Mis primos y yo salimos con ellos, pasamos muchas horas buscándola. No me atreví contar a nadie que habíamos discutido y menos la razón. En la mañana, la encontramos. Ahogada. Se había tirado al río. No pudo con mi rechazo y yo he pagado una cadena perpetua. Nunca me he perdonado. Esta pena la he guardado dentro de mí hasta hoy, porque no lo dije entonces, ni en toda mi vida. Por eso no tengo a nadie, porque no merezco que nadie me quiera».

            Cuando Camilo terminó su triste relato, Zoé tenía el pecho oprimido. Le era difícil ocultar sus lágrimas, tampoco sabía qué decir a aquella alma atribulada. Tomó la mano del anciano entre las suyas en señal de solidaridad. Al final, solo podía ver tres vidas desperdiciadas por un error muy grande: la de Alma, la de Camilo y la de la criatura que estaba por venir.

            —Vendré mañana a verlo —prometió Zoé, regalándole una sonrisa al infeliz.

     Cuando salió de la habitación, Zoé temblaba. Se fue a su oficina, nerviosa, y tímidamente acarició su vientre lleno de vida. En ese momento, tomó la decisión que cambiaría su historia. Agradeció vivir en una época en la que ser madre soltera no era un delito. No pagaría una cadena perpetua preguntándose qué habría sido de ella si hubiera tenido a este hijo que ya palpitaba dentro de su cuerpo. Ella sí tendría quién la quisiera, alguien a quien llamaran en caso de urgencia. Ya nunca más estaría sola.

            Al siguiente día, cuando Zoé fue a visitar a Camilo su cama estaba vacía. Confesar su pena lo había liberado.

underwater-1537466_960_720

Imagen: «Underwater, baby, mom, pregnancy», por xusenru en Pixabay (CCO).

Raíces


Marina López Fernández
http://www.enelhuecodelaescalera.wordpress.com

La casa del azul naciente


Marina López Fernández
http://www.enelhuecodelaescalera.wordpress.com

Donde hubo luz…


Donde hubo luz, tinieblas quedan,

nada más que la profundidad de los abismos.

Es todo cero y nada más…

Nulo, fugaz, inexistente,

amargo como el genio del encierro,

despierto, adelante y atrás

observador, lleno de ventajas;

indefenso sabedor del fin

del barranco imperfecto

de la inevitable caída…

Donde hubo luz tinieblas quedan…