Nos miran


Nos miran.

No son estrellas. Nos miran

desde nuestra oscuridad hasta sus ojos

esperan

como la araña a la polilla.

Polillas que se estrellan contra tu ventana insomne.

Ventanas iluminadas en ciudades muertas.

Luces con dientes de tiburón cantando

la canción del naufragio.

Rochas negras da Costa da Morte

aguardan

—en silencio voraz—

tu golpe seco de pájaro herido;

el clac

con el que se despide la flor marchita;

el olor almizclado a fruta

demasiado madura demasiado podrida.

Están ahí, en el garaje,

cuando sales del coche de madrugada.

Están

en esa llamada a deshora.

Habitan todas tus esquinas oscuras.

Ven,  cierra los ojos —dicen—

y sueña

que no podrás despertar.

Eduardo, el breve


Bajorrelieve

Una sencilla historia para hacer dormir a niños y niñas grandes. 

Eduardo era un bravo guerrero de la corte del Rey Medao, conocido monarca del norte de la península, temido y odiado por amigos y enemigos. Su reino era ancho y eterno como el recorrido del sol en el día y la trayectoria de la luna por la noche. Este soberano era un hombre megalómano, que se rodeaba por igual en su corte, de súbditos de diversa naturaleza humana, grandes y nimios, para ocultar su oscura bajeza, ambición e ignorancia: estaba Demófacles, artista consumado y gran melómano del coro real de las vírgenes cantoras de la Sagrada Iglesia Púrpura; también, Ismejo, el filósofo misoneísta que teorizaba a los cuatro vientos sobre la cuadratura total de la tierra; y por otra parte, Alsirio, artero general de las feroces tropas del reino, colérico y falaz consejero militar del Rey Medao.

Eduardo era un leal patriota de su reino; había servido en todas las campañas de su señor, con valentía y decisión, y era aclamado en todas las latitudes del territorio por sus temerarias cargas de caballería en los distintos campos de batalla en los que había luchado. Eduardo era joven y apuesto, fuerte y hermoso, pero escondía un gran secreto: padecía de la extraña enfermedad de la misoginia, cuestión que lo hacía permanecer soltero y ajeno a todos los encantos y seducciones de las mujeres más bellas del imperio de Medao. Este secreto misterio roía las entrañas de Martín y aunque pareciera irrelevante a simple vista, también preocupaba a su Rey.

Medao no tenía descendencia alguna, puesto que una pléyade de envenenamientos, revoluciones, infidelidades y otros desastres de orden menos natural, lo habían dejado —paulatinamente— viejo y viudo, obcecado y demente; y está de más decir que según ese historial, ni la mujer más ambiciosa del reino deseaba desposarse con el déspota soberano. El Rey Medao, a espaldas de sus cortesanos, había resuelto, en caso de morir, entregar el poder total del reino a Eduardo, con la esperanza que éste continuara con la expansión y gloria de sus triunfos ancestrales, codiciando además que su estirpe se esparciera por todos los continentes conocidos.

Como las guerras exteriores habían concluido hacía años y el reino respiraba una relativa paz, Medao concibió un plan maestro: buscó a la más joven y bella concubina del reino —la hermosa y deseada Camila—, y le ordenó presentarse en la estancia de Eduardo. Obligaría a su joven guerrero a desposarse con ella y a tomar por la fuerza el trono, aún cuando ello implicara su propia y súbita muerte.

Cuando Eduardo, después de una larga ausencia en las planicies altas del oeste, retornó a su hogar, se encontró con la ingrata y brutal sorpresa de la presencia de Camila, la joven caudilla enviada por el rey, desnuda dentro de su cama. Un violento ataque misógino inundó la sangre de Eduardo y, sin más provocación que su sola comparecencia, decapitó a la joven mujer, con un certero mandoble de su espada.

Aterrados, sus lacayos le refirieron la verdadera causa de la fatal visita de Camila a la estancia: el Rey Medao la había conminado a concurrir a la morada de Eduardo, quizás con qué febriles propósitos.

Eduardo, no escuchando nada más y aún con el olor de la sangre derramada en su piel, nuevamente montó en infinita cólera y montando su corcel de guerra, al centro de sus numerosas tropas de caballería pesada y ligera, cabalgó endemoniado hacia la capital del reino.

Ya al día siguiente, Eduardo asediaba la ciudad con una incesante sed de sangre y destrucción. El Rey Medao no podía creer lo que sus ojos veían: su plan, en parte en marcha, había tomado un inesperado trance que podía culminar con la hecatombe total del reino. Mandó a su guardia personal a eliminar a Eduardo a toda costa, pero tarde descubrió que ya se combatía en las propias escaleras del castillo principal de su propia fortaleza.

El Rey Medao, desesperado en su desesperanza, huyó a refugiarse en la torre más alta, aquella que cortaba el muro por medio de un foso tremendo, sin fondo, en la ladera cordillerana de la fortaleza. Eduardo le vio y con un impulso muscular sin mayor esfuerzo, corrió detrás del rey, arrasando con sus guardias, con el único deseo de ultimarlo con sus manos. El rey corría a todo el andar que permitía su anciano y lacerado cuerpo, y fue rápidamente alcanzado por Eduardo, quien, con la velocidad de un rayo, le propinó una horrible muerte.

En la cumbre, triunfante y cubierto de sangre, Eduardo se convirtió en el nuevo rey del imperio del fallecido Medao. Miraba con arrogancia todo lo que había conseguido en unas cuantas horas, cuando al mirar hacia abajo desde tanta altura —unos dos mil metros—, sintió un mareo parecido a la pavorosa sensación de la acrofobia y sin poder evitarlo, perdió el equilibrio y cayó al vacío sin que nadie pudiese evitarlo.

* * *

Esta es la triste historia de Eduardo el Breve, cuyo reinado duró tan solo los minutos transcurridos entre su asunción al poder y su caída vertical hacia el abismo provocada por su oculto temor a las alturas.

La vida en el reino, como en todas las cosas de la vida, siguió su tránsito inmutable, pero esta vez el pueblo hizo pesar su voz: no querían repetir la triste historia de ser gobernados por reyes desequilibrados, por lo que convocando un gigantesco cabildo abierto a todos los habitantes del reino, decidieron constituir una inédita senecracia como forma electa de gobierno. Restituida la paz interna, volvieron a sus casas y a sus ocupaciones, sabedores que el gobierno de los ancianos haría un justo y equilibrado papel en la nueva conducción el reino.

Lo que vino después, ya es otra historia.

Alejandro Cifuentes-Lucic © Texto original para Salto al Reverso / 2014
Fotografía: «Guerreros Griegos» – Bajorrelieve (Obra de 82 x 62 cm.) Los «Guerreros Griegos» es una composición que recrea el combate entre griegos y amazonas de Figalia, del friso del mausoleo de Halicarnaso (hoy en el Museo Británico de Londres).

@CifuentesLucic

@saltoalreverso