

Era finales de julio, el sol hacía brillar en ese mes mi cabeza, y las de otros compañeros de aquel viaje, con el pelo tan corto que las asemejaba al granito. Nos habíamos refugiado en una terraza de la parte vieja de la ciudad, al lado de una casa blasonada a la sombra.
La voz de mi compañero, baja y penetrante, consigue impregnar un recuerdo de ese verano. Pronunciaba perfectamente cada sílaba, porque sentía que me iba a contar la aventura de su vida. Después de un sorbo de té, deshila su aventura…
…Pensaba que nada podría sorprenderme en aquel viaje, que nada podría ya ver que mereciese la pena, una vez recorrido el norte del continente con sus ciudades antiguas, catedrales y palacios de cuento y llegado al sur de Europa. Venecia había sido la penúltima etapa. ¡Qué ciudad! Cuantas cosas evoca. Es la urbe que concentra todo la elegancia de otros siglos refinados. No vi nunca mejor juego de luces que en el interior de San Marcos, ni rayos cegadores colándose por ventanales que puedan igualarse al medio día en esa basílica.
Recordando esos destellos dentro de la basílica de la ciudad que una vez dominó todo el mar Adriático y llevo sus leones por todo el Mediterráneo oriental, las oraciones que sonaban en sus altares, me pareció escucharlos la primera vez la vi a ella, en el tren más miserable en que halla yo viajado, un tren maltrecho que nos trasladó por la costa de la entonces Yugoslavia. Al pasar con mis bultos por su vagón, se encontraba pegada a la ventana junto a los viejos cortinones que adornaban esos trenes. Al detenernos unos minutos en un lugar llamado Larisa pasé de nuevo junto a ella, pero no me atrevía nada más que a mirarla, muy fugazmente, pero lo suficiente para que la recordase al día siguiente desde una ventana de mi habitación. Observaba como desayunaba en el hotel de enfrente. Bajé con el propósito de mirarla más de cerca, igual que un pintor hubiera bajado con un caballete para hacerla un retrato. El perfil serio, adulador con los movimientos que hacía sobre la mesa. Con aire de mujer completa y a la vez perdida en otro país.
Al ser los únicos extranjeros en el lugar, fue fácil entablar una conversación. Ni siquiera hubo presentaciones para esperar a oír su voz.
Recuerdo aquellas extraña frases. «¿Sabes lo que en estos lugares se esconde?».»No». La respondí con una entonación sorprendida. «La belleza y la felicidad a unos cánones». Intenté pensar, pero se levantó y comenzamos a caminar. Al llegar al borde de la muralla que en línea recta dominando la ciudad entera, se despegó de mi lado. Andaba muy cerca del borde con su porte de primigenia griega. No sabría decirte por qué de repente me recordó a las mujeres descritas por los griegos, pero mientras el sol cincelaba su vestido negro, esponjándoselo como el mármol, y el aire la acunaba lentamente, creía estar oyendo algún arpa ancestral, una melodía que anunciaba desde las murallas de la ciudad hacía las colinas lejanas que una flota de héroes griegos llegaba desde este. Me es difícil explicártelo, oía en aquel preciso momento, acompañándola a la forma de caminar, un arpa que insinuaba una danza que bailaría alguna célebre antepasada suya en un templo.
Un poco pensando en eso, le regalé al día siguiente una caja de música que compré a un albanés en un puesto en la calle. Esa misma tarde montamos de nuevo en el tren y después de un noche sin parar nos hospedamos en una fonda del puerto del Pireo. Fue entonces cuando hice la pregunta: «¿Quién eres?». «Cambiaría mucho las cosas si te contestase». Me respondió. «Depende de la respuesta». La dije. «Nadie está contento con las respuestas que no espera. Tampoco a veces con las respuestas de siempre, dudamos de lo que queremos. Las respuestas nunca nos dejan del todo satisfechos sólo matan partes de nuestra curiosidad.»
Mi compañero hizo una pausa del relato de aquel viaje para tomar la taza, empezaba a tenerle envidia por haber visto tantas cosas, y haber tenido aventuras en la tierra de Ulises. Reanudó el relato pero lo hizo en un tono más trágico.
Por la mañana no esperaba encontrarme con aquella sorpresa. Al despertarme no encontré a nadie junto a mí. sus cosas estaban allí ordenadas, bajé corriendo con un extraño presentimiento en mi interior. Las pesadillas deben ser la antítesis de una parte de nuestra felicidad, sobre todo de los que están enamorados y no lo saben aún. La vi sentada en una mesa mientras leía. Llevaba un nuevo vestido, también negro, podía vérsela resplandecer desde el final del mismo paseo. Tenía la sensación de acercarme a una mesa iluminada por un foco, donde una maga de dedos largos y blancos estuviera leyendo exquisitos saberes. Me senté a su lado. Desde allí se abarcaba todo el puerto del Pireo. No me dijo nada, yo tampoco.
Las explicaciones a su comportamiento llegaron el último día que la vi, sentados en una playa, yo junto a esa enigmática griega de ojos claros y melena morena, y la nariz apuntando fijamente al mar. Interesada en los impulsos de las olas, desplegando esbeltas amalgamas. Acusando tal vez, duelos y daños como un jarrón de la dinastía Ming curado con hilos de oro. Condensando en el significado interior de su mirada lo que alguien guarda en un estuche durante cien años.
«Las cariátides esperan. Miran al horizonte en esos momentos únicos. Pero esperamos solas en otra época»
Fotografía cedida por: Twitter @poeta_Eva
Debe estar conectado para enviar un comentario.