A una persona


Nos conocimos un verano,
hace más de tres años
y uno desde que te has matado.
Era una tarde larga y tenaz, de esas
que convierten en cazador al Mediterráneo.
Apenas eras un familiar lejano. Te sudaba la mano
que me estrechaste y tartamudeabas en el sofá.
Parecías memo, un cateto. Ya ves,
no hay encuentro sin condena.

Un día me dijeron que habías muerto.
No había vuelto a pensar en ti
y fueron necesarias algunas preguntas
para asegurarme
que fueras tú, el finado.
Dijeron que te dejaste morir solo en el campo,
en una casa lejos del mar
y que del cuello te colgaban los zapatos.

No se explican qué pasó por tu cabeza
antes de ponerte la cazadora y despedirte de tu mujer,
conducir veinte kilómetros y aparcar bajo el madroño
para después entrar en la cabaña y encender el televisor.
Por las arrugas que dejaste en el sillón,
tuvo que pasar un rato antes de que hicieras café
—dejaste el vaso a medias en la cocina—
pasaras la cuerda por la viga y te subieras a la banqueta
para que el frío acudiera a tus pies.

Y solo eres real desde entonces, como si la longitud
de tus años anteriores no superase tu cuerpo alargado.
Y pienso ahora en nuestro apretón de manos,
en tu sudor recorriéndolas,
y cómo el vacío era más importante
que el aire que llevabas dentro.

Precipitaciones en el norte


Cada noche empeora la anterior.
Una muchedumbre descontrolada
abarrota las calles,
algunos se paran y gritan a las cámaras,
otros corren convertidos en terror.
Pero a este lado
del televisor el silencio
no muestra debilidad.
Se ensaña y no se detiene
porque el silencio aquí
es radical.
Se encierra en el salón
y como un musgo
se aferra a toda su anatomía
de cemento,
aguardando serenamente
para acorralar
cada conversación.
Incluso puede ser mucho
más cruel
y como si un esmalte
se adhiriese a una garganta
y esta garganta fuese
de porcelana,
la asfixiase.

Este silencio
no se termina
porque el silencio es el frío.
Un frío tan negro y rígido
que casi parece carbón,
Un frío inmenso
como vaciado sobre un campo
de flores, apresándolas
y manteniéndolas intactas
bajo una helada
que llega tan lejos
como una cicatriz
que aproxima tantísimo
cada palabra con su abismo.

Este silencio es tan puro
que no se mancha
jamás, como el cielo
sobre los Alpes
cayendo gélido sobre laderas
hasta llegar a mar abierto,
arrebatando todo el oxígeno
por el camino
sin dejar más opción
para salvarse
que enmudecer.

Blog Amenaza de derrumbe

Yoko Ono duerme en los portales


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Temperatura de asombro


 

Cobertura de helado, abrázame más fuerte.

Tengo frío pero busco estar contigo, damisela nevada.


Una brújula en medio del océano congelado me condujo por el sendero de los olvidados.

Marque con una tiza el camino, era de un tono dorado.

El pavimento de un natural glaseado y las montañas, construidas con hielo perfilado… parecía un sueño.

Y yo, un pingüino sureño, llegando del simpático verano.

Esperando ser recibido por tí, la mujer más fría de toda la gélida bahía de focas.

Justo allí, después de pasar lo osos y los elefantes marinos, llegando a la punta del iceberg de los vecinos.

Te encontrabas tú, risueña y feliz con tu sonrisa plateada y ligeramente oxidada.

Te adoro, mi vida. Siempre tan fría, y de piel fuerte con dureza como ninguna.

Adornas este mar desolado, lleno de figuras repetitivas que danzan en las profundidades, sin vida.

 

 

Frío


Cuando pensaba en el frío, pensaba en esa sensación térmica que te hace titiritar, que hace que tus dientes suenen como castañuelas, que te eriza la piel, que te cala hasta los huesos, que te suspende la sangre en las venas, que detiene el funcionamiento de tus órganos hasta morir. No pensaba jamás, que iba a despertar una mañana con tu brazo alrededor de mi cintura tan frío, tieso, e inmóvil.

Mi mano sobre tu brazo frío es una experiencia de nunca olvidaré. Y no es que no olvidaré que moriste en el sueño a mi lado. Que me diste un último beso aquella noche para no despertarte, como una Bella Durmiente al revés. Es que el tacto de mis dedos sobre la superficie fría de tu brazo sin vida, quedó tatuado en mi memoria para siempre.

No hablamos nunca de la muerte. De quién iba a morirse primero. De testamentos. ¿Para qué? Éramos muy jóvenes todavía. ¿Quién piensa en eso a los veinte años? No teníamos hijos, ni gatos, ni perros, ni peces. Solo toda la vida por vivir. Un piso, una cama, la tele, una mesita y dos butacas. ¿Hacía falta algo más?

Me quedé inmóvil en aquella cama, no sé por cuánto tiempo tratando de entender por qué no te movías, por qué no respondías, por qué tu brazo estaba frío, tan frío. De repente salté fuera de ella y me quedé parada frente a ti, acostado de lado, todavía con tu brazo estirado como si lo tuvieras alrededor de mi cintura. ¿Qué era aquello? Mi cabeza no podía descifrarlo, aunque puedo decir que no sentía miedo.

Me acerqué despacio y te toqué. —Mi amor —dije, rogando que fuera un sueño, pero al escucharme supe que no lo era. Lloré. Dí la vuelta a la cama, por el lado tuyo. Suavemente toqué tu pelo y me metí de manera que tu cabeza quedara sobre mi regazo. Acaricié tu cara fría, dormida para siempre, lamentando no poder ver tus ojos una vez más.

Entonces odié las drogas y el alcohol que tomamos esa noche, que no me permitieron decirte adiós.

Frío


el frío es del cuerpo,

de la ausencia,

del pedazo de viernes

que llevamos a cuestas,

el frío es nuestro