Hindenburg 1937


Ahora que no estás, pienso en esos días en los que vivimos juntos, y recuerdo con cariño aquel viaje trasatlántico que hicimos a Nueva York en 1937. Tan jóvenes e ingenuos, en esos días creíamos que el amor era la fuerza motora del planeta, capaz de llevarnos una mañana hasta la luna y aterrizarnos frente al Hudson, para darnos el tiempo suficiente de beber ginebra en esos bares del puerto de Manhattan que tanto te gustaban.

Yo te recuerdo muy bien. Ese día vestías una gabardina que hacía juego con una bonita boina morada. Llevabas un bolso rectangular, pequeño y negro, zapatillas también negras con punta de bruja y la gargantilla color rosa que de utilizaste durante nuestro último baile. 

Recuerdo que en ese año peleabas con tu madre por tu cabello corto y juró no volverte a hablar si te ibas a Estados Unidos conmigo. Se enojó un tiempo y a mí no me dirigió la palabra por cinco años más, pese a haberte perdonado. Pero todo lo valió. Verte bailar en nuestro pequeño departamento de diez metros cuadrados valió todo el desprecio de tu madre.

Añoro tu risa. Más ahora que nunca. Esa risa que callaba a los jazzistas, que enmudecía a los marinos, que sobornaba a los policías. Esa risa ridículamente hermosa.

También recuerdo la noche anterior a la catástrofe. Bailábamos desnudos frente a la ventana de nuestro cuarto, mientras nos susurrábamos  «Let’s do it» y nos besábamos cada que el aliento nos lo permitía.

Fue en mayo de ese año, cuando sabíamos que el amor era fuego y nos quemaba, que una chispa nuestra voló al cielo e incendió el firmamento, en una horrorosa fiesta de juegos pirotécnicos alemanes, cuando el Hindenburg se hizo cenizas, mientras tú y yo, pirómanos románticos, hacíamos el amor.