
Juan murió en abril, un día cuatro a las cinco de la mañana, minutos antes del amanecer.
De haber vivido quince minutos más, Juan podría haberse ido con el sol.
La madrugada en que él falleció, el tiempo se detuvo para mí.
Vivo en un eterno sábado sin luz. Sin fiestas. Sin alegrías. La primavera nunca terminó y, aunque eso podría encantar a cualquiera, yo ya no veo encanto en ningún lado. La tierra se sigue moviendo y, sin embargo, yo sigo en el mismo sitio.
Los noticieros dicen que ya es septiembre, que la primavera acabó, que ganamos la guerra (¿cuál guerra?), que el virus no cesa y que la economía está enferma. Pero yo sigo en abril.
Desde que Juan se fue, no volvieron los amaneceres. Todo es noche y oscuridad. La familia y los amigos se preocupan por mí. Dicen que moriré si no me alimento bien. Yo no tengo hambre. Nada me tiene sabor. No se dan cuenta de que ya no estoy viva, ¡morí de tristeza y soledad hace casi medio año!, aunque todavía me vean aquí, aunque me sigan leyendo, aunque me escuchen respirar.
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