Espejismos


Campamentos de Tindouf por Mayté Guzmán

Tomé con ambas manos el cuenco que contenía aquella bebida blanquecina, un tanto grumosa, y bebí. Lo hice lentamente, como si estuviera procediendo a un ritual sagrado. Era la primera vez que probaba la leche de cabra, pero además, el cuenco parecía la corteza de algún particular fruto existente más allá del desierto. En ese momento, me preguntaba cómo era posible que aquellos animales famélicos y desnutridos pudieran siquiera producir leche. O tan solo, reproducirse. ¿Sería acaso el mismo espíritu de supervivencia que mantenía en pie los campamentos de refugiados y a su gente?

El único color predominante en aquella tierra infértil, maldita, era el de la sequía. Con láminas de chatarra oxidada, y algo de alambre de púas, las gentes que habitan en los campamentos de refugiados daban cobijo a unas cuantas cabras, pero especialmente, a sus camellos. Por ello me sorprendía que aquellos animales fueran capaces de producir leche, sin que ésta se evaporase durante las horas en que el calor rebasaba los cincuenta grados. He de reconocer que la vida es necia.

Aquel líquido tenía un sabor agrio, no muy agradable. Cuando el anfitrión dedujo, seguramente tras observar mi gesto, que no tenía idea de qué estaba bebiendo, exclamó: «¡Es leche de cabra, muy nutritiva!». Lo decía alguien que habita en un lugar donde una ración de lentejas, patatas, huevos o pan, eran las fuentes únicas de nutrientes. Todo ello provenía de la ayuda internacional.

El don de la hospitalidad es algo preciado entre aquella población de sangre bereber, y la hospitalidad no se valora por la cantidad de comestibles que se ofrecen a los visitantes, sino porque se pone el corazón por delante.

Aún así, las desigualdades se asoman, incluso en un estado de excepción como aquel que determina la vida de las personas refugiadas. Lo percibí porque en aquella haima*, además de la leche de cabra, habían sido servidos más de una decena de platos con distintos manjares, dulces de todo tipo, frutos secos, dátiles, yogur, galletas, pastelillos, zumos de fruta, cuando en el resto de las haimas a las que fui invitada, lo único que podían ofrecer era el típico té.

El anfitrión explicó que todo eso era producto del mercadeo con los países del sur pues la ayuda internacional solo abastecía los campamentos de lo necesario. Pero el espíritu bereber es comerciante por naturaleza, y la guerra no había mermado en absoluto sus capacidades negociadoras.

Di un par de sorbos a la leche de cabra y dejé el cuenco sobre la bandeja. Mientras hacía la entrevista, por si las dudas, evité mirar cualquiera de esos manjares. No fuese a ser todo aquello, un típico espejismo del desierto, que se esfumase al primer contacto con mi boca.

*Tienda de lona típica de las tribus bereberes

Odio, dolor y sangre


Conocí a Lorenzo cuando tenía diez años. Desde entonces fue mi mejor amigo. En aquella época me gustaba andar descalza sobre la yerba verde. Me daba seguridad el olor a tierra húmeda y sentir bajo mis pies el barro haciéndome cosquillas cuando se metía entre mis dedos. Salía al campo corriendo, con la cara al viento. Cuando me detenía cerraba los ojos para escucharlo y preguntar si tenía algún mensaje para mí. Lo oía silbar contándome historias de hadas y príncipes encantados y que algún día uno llegaría a mi puerta con un zapato de cristal a pedir mi mano.

Me gustaba recoger flores para hacer una corona y ponerla sobre mis cabellos. Las olía primero y les pedía perdón por arrancarlas, pero ellas repetían que con gusto adornarían mi cabeza llena de pensamientos buenos. Una mañana, mientras hacía mi habitual paseo, encontré a mi amigo. Me sorprendió porque caminaba despacio y estaba herido. De inmediato sentí compasión por él y me acerqué sin temor alguno pues sabía que no me haría daño.

—No tengas miedo, estoy herido —dijo.

—Ya lo he notado y, además, no tengo miedo —respondí mientras me acercaba y lo tocaba con suavidad. Luego lo llevé al río para que tomara agua y para limpiar sus heridas—. ¿Qué te ha pasado? ¿Por qué estás herido?

—Vengo de muy lejos, de un lugar al cual no quiero regresar.

—¿No quieres? Pero, ¿qué tiene ese lugar? —pregunté intrigada.

—Mucho odio, dolor, sangre…

—No sé de lo que hablas… —dije con sinceridad pues en mi mundo no había visto nada de eso.

—Tú no tienes edad para saber de esas cosas.

—Cuéntame, por favor —supliqué en mi curiosidad.

—No quieras saber, niña. La vida misma te enseñará.

—Pero, ¿no tienes amigos? ¿Un amo?

—Un amo sí tenía, pero murió.

Ya no quiso hablar más. Cayó al suelo y se quedó dormido. No quise interrumpirlo pues se notaba que su cansancio era largo y viejo. Mientras dormía me preguntaba qué le pudo suceder. No sabía su nombre, pero enseguida empecé a amarlo.

Escuché a mi madre llamándome para cenar y corrí antes de que despertara a Lorenzo. Comí rápido. Saqué una porción de pan y frutas y regresé a donde lo había dejado. Seguía acostado, pero con los ojos abiertos.

—¿Tienes mucho dolor?

—En el cuerpo no tanto, más es el dolor que tengo en el alma.

Instintivamente lo abracé y algo dentro de mí se estremeció de puro amor.

—No me has dicho cómo te llamas —dije.

—Me llamo Lorenzo.

—¿Te quieres quedar conmigo?

 —Sí, quiero.

Caminó conmigo despacio hasta la casa. Cuando mis padres lo vieron lo recibieron con el mismo cariño que yo. Enseguida buscaron cobijas y un lugar cómodo donde se pudiera reponer. Me dediqué a alimentarlo y conversaba con él largas horas. Cuando sanaron sus heridas salíamos juntos a mi paseo de la mañana. Cabalgaba sobre él, alegre, y podía cerrar los ojos sabiendo que cuidaba de mí.

El tiempo pasó y con él me fui convirtiendo en mujer. Lorenzo era mi sombra, mi protector. Una mañana que venía de vuelta del río un hombre con armadura se acercó en un caballo. Mi amigo enseguida se inquietó y me miró advirtiéndome que no me fiara. El soldado se bajó del caballo sonriendo burlón.

—Hace rato te estoy mirando y no he podido evitar acercarme —dijo—. Desde donde estaba podía percibir el olor de tu cabello.

—¿Y qué hace un soldado por estos lugares?

—¿No has escuchado que entramos en la ciudad.

—¿Quiénes han entrado? —pregunté ocultando mi preocupación.

—El ejército más poderoso del mundo —respondió—. Y he venido a incautar las tierras en las que vives con tus padres.

—¿Cómo sabes que vivo con ellos? No les harás daño, ¿verdad? Ya son viejos…

 El hombre empezó a reír a carcajadas. Mientras más reía, más miedo sentía. De pronto vi a Lorenzo levantarse en dos patas y romperle el cráneo al soldado.

—¡Súbete! —urgió.

Cabalgamos hasta la casa y con horror vi a mis padres tirados en sendos charcos de sangre y sin vida. El dolor y la rabia se apoderaron de mí. Quería que los hombres que dañaron a mis padres pagaran por su afrenta.

—No, niña querida —me dijo Lorenzo—. Cuando me encontraste precisamente de esto huía. Al llegar a ti, toda mi vida pasada cambió con tu amor. No dejes que el odio nuble tu entendimiento ni corrompa tu corazón. El dolor poco a poco amainará y dejarás de sufrir.

Acaricié la crin de mi amado amigo y lo monté. Le pedí que me llevara a un lugar lo suficientemente lejos como para no tener que ver a mi enemigo. Lorenzo corrió hasta el lugar donde me conoció.

—Lorenzo, te dije que me llevaras lejos —reclamé.

—No importa a donde te lleve, nunca te sentirás lo suficientemente lejos si albergas malos sentimientos en el alma y nunca estarás preparada para el amor. Es aquí donde encontré paz y en donde tú la hallarás.

Enterré a mis padres y por cada lágrima que caía sobre la tierra, una rosa blanca brotaba. Me quedé en el hogar en el que crecí rebuscando los buenos recuerdos para sanar y cada mañana daba el paseo con Lorenzo hasta que encontré la paz. Ya estaba preparada para el amor. Fue entonces cuando conocí a Benjamín, un joven labrador que, aunque no traía una zapatilla de cristal, tenía —como mi padre— un alma noble y buena. Nos casamos y trabajaba la tierra que siempre nos daba de comer. Mi amigo le ayudaba en el campo hasta que envejeció.

Lorenzo murió en paz una mañana treinta años después de que lo conocí. Mi esposo y mis hijos me ayudaron a enterrarlo en el lugar donde lo encontré herido de cuerpo y alma hacía tantos años. Él me protegió del mal y me enseñó a sanar cuando estuve herida. Al igual que en la tumba de mis padres, mis lágrimas se convertían en rosas al caer sobre la tierra.

No lo extraño pues en mi paseo de las mañanas lo escucho en el viento y siento su presencia en la tierra húmeda que me hace cosquillas entre los dedos. Algún día me esperará en el río y cabalgaremos juntos hasta su hogar.

 

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