El mosquito frustrado, tenía muy poca, por no decir nula, experiencia como chupasangre. Diríase que estaba en sus pininos. Hacía unas horas que había salido del huevo y su madre le dijo que fuera a buscarse la vida, así sin más preámbulos. Así que el mosquito picoteaba por aquí y por allá, pero no conseguía sangre. Hace un instante picó a alguien y sintió que no podía succionar aquella sustancia viscosa, casi se ahoga, y el pobre mosco huyó con el aguijón lleno de grasa. A saber dónde había clavado el aguijón. Queda claro que el mosquito deberá buscar urgentemente alguien que le dé una clase de anatomía, porque es cuestión de vida o muerte —ya lo había comprobado— saber dónde están las venas de los humanos y cuáles son aquellas de las que mejor se succiona la sangre, es decir, su alimento.
Vuelo en una dimensión desconocida. Me acerqué porque me pareció ver una superficie nítida, casi transparente, como una cortina de agua que se hubiera detenido en el tiempo. Después me percaté que se trataba de eso que los humanos llaman ventana. Era una ventana que acababan de limpiar, así que poco faltó para que me estrellara contra el cristal, de no ser porque el reflejo del sol me hizo frenar en seco.
Cuando me acerqué, estuve husmeando a través del cristal, lo admito. Pero es que allí dentro parecía que lo estaban pasando fenomenal unas pequeñas crías de humanos, mientras la madre los miraba corretear por todo el salón como unos ratoncillos y reía y aplaudía con ellos. No era la primera vez que observaba la vida de los humanos tan cerca.
De pronto, un espantoso ruido me sobresaltó sin darme tiempo de reaccionar. Todo quedó completamente oscuro. Una especie de capa protectora de la ventana descendió detrás de mí, sin darme oportunidad de alejarme. En otras palabras, quedé atrapada en la penumbra, sin salida. El instinto me hizo moverme sin rumbo fijo, pero lo único que conseguí fue estrellarme contra la ventana y esa capa protectora, una y otra vez. De tanto golpearme tengo el aguijón un poco inflamado y un chichón en mi cabeza.
A ratos muevo las alas por esta dimensión desconocida para desentumirme, pero cuando me topo con los muros de mi prisión, tengo que parar. Solo espero que, en algún momento no muy lejano, estos humanos vuelvan a despejar la ventana y entonces podré volar libre, eso sí, con la lección aprendida.
Qué es la vida, sin esas alegrías exaltadas
que estremecen nuestras más íntimas emociones.
Qué es la vida, sin esas exageraciones plenas
que nos paralizan frente a insolentes dificultades
y que en ocasiones son meramente nuevos aprendizajes.
Qué es la vida, sin esa tristeza tan trémula
que nos carcome cada vez que nos sentimos más solos que el mundo.
Qué es la vida, sin esas ligeras sensaciones
que nos incitan a amar y al mismo tiempo a odiar;
en las mismas dimensiones y proporciones;
eligiendo —nosotros— si odiar o amar según el contexto.
Qué es la vida, sin esos choques plenos con la muerte
que nos recuerda que esa es la única certeza para nosotros, los humanos,
y que en ocasiones sufrimos por muchas partidas involuntarias,
rechazando —categóricamente— la ausencia definitiva de quienes amamos.
Qué es la vida, sin la esencia de nuestro pasado,
que sirve infaliblemente para afianzar nuestra identidad
y sostener a las sanas incertidumbres de nuestro presente y futuro.
Qué es la vida: ¡Pues nada!
Un destello de luz, un soplo divino por el cual se nos permite vivir,
desgastar, nuestras locas y apacibles emociones
y dejar huellas indelebles de este brevísimo viaje terrenal…
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