Paseo por el barrio de mis padres donde crecí. Son las seis de la tarde y es de noche. Otoño y frío y viento. Busco en el andar-anclar mis recuerdos en las tiendas que aún perduran; las busco como el marinero al faro en alta mar. Resisten el estanco y la farmacia; es lo que tienen las drogas, siempre están ahí; siempre seremos yonquis o enfermos aunque nos creamos sanados. Ahora Don Carlos, el farmacéutico, no está. Es su hijo Carlos el que despacha la botica. Recuerdo la delicadeza con la que cortaba los códigos de barra de las cajas para luego pegarlas en las recetas como si fueran cromos… Y pienso si su hijo hará lo mismo y si él algún día acabó la colección. Hay que tener cuidado de no tropezar porque las raíces de los árboles, ahora grandes, han levantado las aceras como si el pasado reclamara su espacio. Por eso, a esta hora, ya no pasean los habitantes de este barrio. Son mayores y temen caer. Por eso las calles están solas y ya solo pasean los amarillos de las hojas de la mano del viento. ¿Qué tal? Bien, y tú qué tal. Bien. Es un viejo amigo. Nuestra conversación no supera tres palabras; y después de los abrazos nos miramos extraños sin saber qué decir. Congelados en el tiempo como los cromos de Don Carlos. Adiós, me alegro de verte. Adiós. Y huimos porque ya no sabemos a qué jugar ni cuándo dejamos de hacerlo. Cruzo la calle hacia los edificios nuevos pero algo me retiene… es un olor a verde, un olor como a hierba recién cortada, un olor tan familiar como el café recién hecho al entrar en casa. Han podado unos laureles y desde sus ramas la savia nueva brota. Invisible. Brota imparable camino a la primavera. Mañana seguro que vendrán algunas madres, de las de antes, para coger algunas hojas. Y secarlas. Y echarlas en las lentejas… algún día. Como el otoño con la vida.
Etiqueta: Imparable
Diéresis
Se mojan las palabras bajo la lluvia.
La intención de sus trazos persiste impermeable,
y el papel se desentiende de la humedad evidente e imparable.
Como cáscaras de avellanas, portas un aroma poderoso,
tal cual las fragancias que se tornan deidades en madera,
así mismo procede la esencia que crece en tus profundidades.
Dicen que las mejores azúcares son aquellas que bailan con el paladar,
las que logran acariciarte la lengua y besarte justo en el centro del gusto;
yo me declaro culpable de soñar con el arrebato sorpresa de tu vino,
el degustar lentamente las confituras de tus labios,
y escuchar con intensa atención a tu mente pensar en voz alta.
El papel de las notas que dejo en tu casillero
está hecho de las flores que brotan del cactus trepador;
haciendo eco a su gran nombre,
mi ser decide marchar con sigilo por los corredores de primavera
que me llevarán a verte,
escuchar tu dulce voz,
y sentir que la lluvia soy yo;
y tus ojos, el sol.
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