Ultimátum de una cicatriz


cicatriz

Lo lastimas porque te lo permite. El permiso que tienes para humillarlo llega a su fecha de expiración. Aunque la pasión erótica es indeleble, el respeto se va evaporando con cada lágrima que absorbe su cuerpo en el silencio. Una palabra o la indiferencia hieren más que un golpe.

Ser propiedad de ti o no, ese es el dilema. Juegas con él sin arrepentimientos ni límites, conmigo no harás lo mismo. Fui la primera, pegada como un tatuaje en el alma, producto de tu traición.

No voy a tolerar otra en mi lugar. Ni lo pienses.

Nota: Fotomontaje: Cicatriz 2015, autor Edwin Colón


Cuando todo esté mal y deleznable, mira al cielo y grita —con furia— cinco veces su nombre. Conocerás la indiferencia. El cielo —despejado o nebuloso— no verá tu llanto.

Música


Street musician - Yuri Samoilov
‘Street musician’. Foto: Yuri Samoilov (www.flickr.com)

 

A Joan le gustaba aquella música. Para él fue una sorpresa encontrarse en el metro con un concierto. Dos hombres de aspecto extranjero tocaban el saxo y la trompeta con energía. De vez en cuando cantaban mientras sonaba de fondo la melodía proveniente del amplificador. Estaban alegres y contagiaban de buen humor a algunos pasajeros. La mayoría, en cambio, según observó el chaval, no apartaba la mirada del móvil o del libro. Otros no miraban nada. Le sorprendía que la música no les empujara a interrumpir, aunque sólo fuera momentáneamente, su aislamiento. Él se había puesto a bailar. Su madre lo miró, divertida.

—Va, Joan, que nos bajamos en ésta —le anunció mientras depositaba un par de monedas en el vaso de papel que paseaba uno de los músicos.

—Muchas gracias, señora. Que pasen un buen día.

El hombre, que había acompañado durante unos segundos a Joan en su baile, agradeció la generosidad de la mujer con una sonrisa sincera.

—¿Por qué le has dado esas monedas? —preguntó el pequeño mientras caminaban por el andén en busca de la escalera mecánica.

—Pues porque si no lo hacemos nosotros, los pasajeros, nadie les va a pagar por su trabajo.

—¿Trabajan haciendo conciertos en el metro?

Semejante perspectiva laboral le parecía de lo más atractiva.

—Más o menos.

A los siete años, Joan observaba su entorno con una curiosidad creciente. No dudaba en preguntar cuando algo llamaba su atención. Pronto lo haría de nuevo el sonido de la música en directo. Esta vez, una guitarra eléctrica. Un joven de veintitantos, apostado en el transitado pasillo subterráneo, interpretaba una versión muy meritoria de ‘Money for nothing’. Joan la había escuchado muchas veces en la radio del coche. Se puso a tararearla mientras se acercaban al muchacho, que rasgaba las cuerdas sin demasiada pasión. Laia sonrió al oír a su hijo.

—Espera, mama. Vamos a quedarnos un poco.

—Pero, Joan, tenemos prisa…

Al decirlo, Laia se dio cuenta de lo absurdo que era que un músico regalara su arte en el metro si la gente, siempre esclava del tiempo, no se detenía ni un par de segundos a escuchar. En aquel momento el pasillo estaba atestado de viajantes en tránsito, ajenos al complemento sonoro. Sólo Joan, un niño, apreciaba lo que se le ofrecía, fascinado por la facilidad con la que aquellos dedos largos extraían del instrumento la música que tan bien conocía.

—Mama, quiero darle una moneda. Lo hace muy bien.

El joven intérprete sonrió por fin. Probablemente era el primer comentario agradable que recibía en toda la mañana.

—Muchas gracias, amigo —le dijo, guiñando un ojo, cuando depositó el euro en la funda abierta de la guitarra.

Madre e hijo se despidieron y prosiguieron su camino hacia el exterior.

—¿Por qué no se paraba nadie a escuchar? El chico toca muy bien.

Joan no comprendía la indiferencia de la gente, caminando siempre tan rápido, como si fueran a ganar alguna carrera.

—No sé, Joan. La verdad es que tampoco yo lo entiendo. —Laia pensaba en la lógica aplastante del razonamiento de su hijo, difícilmente rebatible—. Supongo que estamos acostumbrados a utilizar el metro sólo para desplazarnos, y como casi siempre vamos con el tiempo justo, ni siquiera nos fijamos en otras cosas.

Laia recordó entonces los buenos momentos que años atrás había pasado en la confluencia de los corredores subterráneos de la plaza Catalunya escuchando a aquel grupo de rock… De Kalle se llamaba, que montaba auténticos conciertos multitudinarios bajo tierra.

—Pero, mama, ¿puede haber algo más interesante que pararse a escuchar a esos músicos tan buenos? Los que tocaban dentro del vagón daban ganas de pasarse la parada y todo.

Laia revolvió orgullosa el pelo de su hijo. “Ojalá no pierdas nunca esa espontaneidad”, pensó, mientras se adentraban en las calles peatonales del barrio Gótico. Le encantaba pasear por allí, aunque fuera de camino a algún sitio, y admirar aquellos edificios que explicaban la historia de la ciudad.

—¡Mira, mama, las gárgolas!

Aunque habían pasado por allí montones de veces, Joan seguía entusiasmándose como la primera vez que descubrió aquellas estatuas grotescas que protegían la catedral. Inventaba todo tipo de historias inquietantes protagonizadas por ellas, que contaba con voz tétrica mientras caminaban.

Tomaron la calle dels Comtes, y al llegar a la plaza de Sant Iu, donde se encuentra la originaria entrada principal de la catedral, la música los envolvió una vez más. En aquel marco perfecto, Laia se dejó llenar por las notas, y deseó sentarse en un escalón junto al museo Marés simplemente a sentir. A Joan no hizo falta que se lo propusiera. Nunca antes había visto a nadie tocar el arpa. Le pareció el sonido más maravilloso del mundo y se sentó a disfrutarlo frente a la mujer que acariciaba las cuerdas con el mismo amor que, sin duda, debía contagiar a cualquiera que pasara por allí.

Pero no. La calle tenía poco movimiento; la gran mayoría de turistas se agolpaban en la plaza de la Catedral, ignorando los tesoros que se escondían en las calles adyacentes, pero los que se adentraban en ellas estaban demasiado ocupados fotografiando los edificios para prestar atención a la arpista. Algunos le dedicaban miradas complacidas, pero pocos se paraban a escuchar y menos aún dejaban alguna moneda.

—¿Te ha gustado? —preguntó la mujer a su espectador, que había aplaudido al acabar la pieza.

Joan asintió sin decir nada, más por la admiración que sentía hacia ella que por vergüenza.

—¿Te gustaría tocar el arpa?

El pequeño no podía creer que se lo estuviera proponiendo en serio. Tuvo que contenerse para no saltar a abrazar a la mujer. En su lugar, asintió de nuevo, esta vez con entusiasmo.

—Ven aquí, que te enseño.

Y eso hizo. Durante los siguientes minutos Joan se sintió inmensamente especial. Al pasar sus manos por aquellas cuerdas mágicas el sonido se propagaba hacia el cielo; incluso parecía que las gárgolas escucharan. Laia observaba sonriente, orgullosísima de su hijo y agradecida sin límite a la generosidad de la mujer. Ninguna moneda podría pagar aquella lección de humanidad.

—¡Mama, mira! ¡Yo también quiero! —exclamó una niña al ver a Joan tocando el arpa.

—Va, déjate de historias, que tenemos prisa —respondió la madre, sin apenas prestar atención a lo que había despertado el entusiasmo de su hija.

Laia miró con aprensión a aquella mujer, otra víctima del tiempo, de la rutina, del hastío. Ella había olvidado qué era lo que les había llevado a apresurarse aquella mañana de julio, pero consideró que ya era el momento de que su hijo dejara a la arpista tratar de ganarse la vida.

—Va, Joan. Esta señora tiene que seguir con su trabajo y nosotros nos tenemos que ir. —Sacó entonces un billete de diez euros del bolso—. No compensa ni de lejos el regalo que le ha hecho a mi hijo, pero acépteme este billete como muestra de agradecimiento y de admiración.

La mujer la miró con cariño.

—Su hijo es un niño muy sensible. Normalmente son los más jóvenes quienes aprecian más la música en la calle, pero lo hacen de pie, manteniendo una distancia prudencial. Ver a su hijo ahí sentado, sintiendo la música, me ha llegado al corazón. —Dudó un momento—. Le acepto el billete porque veo que valora de verdad lo que hago. Muchísimas gracias. Y vuelvan cuando quieran; me encantará verlos entre “el público”.

Se despidieron y reanudaron la marcha. Joan estaba radiante.

—¿Has visto, mama, qué bien lo he hecho?

—Has estado genial.

—La señora me ha enseñado muy bien… —Reflexionó un instante antes de proseguir— Yo quiero un arpa para mi cumpleaños.

A Laia se le escapó una carcajada. Iba a contestarle algo, pero en ese momento se les acercó un chico de unos treinta años. Llevaba una mochila colgada de un hombro.

—Buenos días, señora. Disculpe que la entretenga. Verá… —Sonreía, pero con una expresión resignada. Los ojos transmitían cansancio, un cansancio profundo, pero tenía buen aspecto—. Necesito algo de dinero para comprarme un bocata. Si es posible, le agradecería cualquier cosa que me pueda dar.

A Laia le sorprendió que un hombre joven, aparentemente sano y bien educado, tuviera que recurrir a la mendicidad para poder comer. Pensó que quizás había tenido algún problema.

—¿Te ha pasado algo? ¿Eres de fuera y has perdido la cartera?

El muchacho le dedicó otra sonrisa triste.

—Ojalá fuera eso, señora. Soy de aquí de toda la vida. Nací en el Poblesec, vivo en el Poblesec y creo que moriré allí también. Verá, lo único que me pasa es que no tengo trabajo, no hay manera de encontrar nada, y tengo que pedir para comer.

Laia asintió, comprensiva.

—Pues voy a mirar lo que tengo, pero me temo que sólo te voy a poder dar algunos céntimos. Me sabe fatal…

—No se preocupe, señora. Cualquier cosa está bien. Yo se lo agradezco de corazón.

Joan había asistido a la escena en silencio, pensativo. Pero por fin decidió intervenir.

—¿Y por qué no tocas algún instrumento en la calle? Así la gente te echará monedas…

Laia sintió que se la tragaba la tierra.

—¡Joan!

—No se preocupe, señora. No me molesta. —El chico sonreía, ahora divertido—. Tienes mucha razón en eso que dices, y no te creas que no lo he pensado más de una vez. Pero soy tan torpe que me da más vergüenza hacer el ridículo aporreando una guitarra que pedir.

—Pues, ¿sabes? Allí hay una señora que toca el arpa muy bien. A mí me ha enseñado un poco, así que a lo mejor, si tú se lo pides, te puede enseñar a ti también.

Laia se quedó sin palabras. Se le hizo un nudo en la garganta. Se sentía feliz por la bondad de su hijo y a la vez impotente por su ingenuidad, por no poder explicarle que el mundo era incomprensiblemente injusto.

Depositó las pocas monedas que había rescatado de la cartera en la mano del joven, que se esforzaba por mantener la sonrisa en los labios, pese a que dos lágrimas se abrían paso a cada lado de la cara.

Ardid


Tu escudo impenetrable me lastima. Tiemblo al pensar que me abandonas. Canjeo pesadillas por insomnios al mejor postor. Y tu curiosa inteligencia sigue pariendo cucos impasibles que me rasgan la conciencia. ¿Por qué sigo contigo? Tu indiferencia me drena la energía. Secas el pozo de la dicha asesinando con ingenio, a mansalva, mi inspiración.

Hablando de príncipes azules…


El príncipe se quedó dormido. En esta ocasión, después de haberla despertado con un beso. La princesa lo miró insatisfecha. Se enojó tanto la doncella que lo asfixió hasta que sus mejillas se tornaron azules. Jamás su alteza volvió a trasnochar y vivir la vida loca. Ahora sí era su príncipe azul.