Presupuesto para el epitafio


Ramona dio media vuelta y se dirigió hacia su coche, sin prisas, empujada nada más que por el pulso de su retina. Caminaba recta, desoyendo los murmullos que hervían a su alrededor, y pensó en el presupuesto para su epitafio. Aquella noche de San Juan sería la definitiva. Todo apuntaba hacia una clara resolución de los hechos: era fácil incendiar una casa ajena.

“Todo comienza por un primer chispazo”, pensó.

Así había comenzado su amor por Ricardo: con una ignición que prendió lumbre a una relación que se fue cociendo a fuego lento a través de los años. Pero los sabores se habían vuelto amargos. La mediocridad había salido a subasta y Ramona había resultado ser la candidata número uno. Aunque ella había preferido no pujar.

Ella había preferido escapar.

Lo importante era que estaba de vuelta en el pueblo, que iba a poner en práctica el punto número tres del decálogo del manual de autoayuda y que el purgatorio no esperaba a nadie.

El purgatorio estaba allí mismo, en la Tierra. Casi rozando sus sienes.

Arrancó. Un lento chirrido llegó hasta sus oídos. El coche le estaba reclamando atención. Tendría que llevarlo al taller pero eso sería después del ‘incidente’. O quizá ya no valdría la pena, porque no lo volvería a usar. Se paseó en coche por el pueblo intentando retener las imágenes de todo lo que veía para que, así, la historia se encargase de usarlas como epílogo. Veía los mismos rostros, un tanto castigados por los años, pero pintados por el mismo artista de lo grotesco. Podía adivinar las conversaciones de cada esquina y descifrar el tono de cada monosílabo. Una sensación le quemaba por dentro.

Y alguien más iba a notarlo.

Regresó de su paseo en coche no sin antes pasar por la gasolinera y esperó a que se hiciera de noche como el niño que espera a la Noche de Reyes. No había lugar a confusiones: aquella era la Noche de San Juan, su Noche de San Juan particular y todos los vecinos del pueblo la recordarían por siempre porque su impronta quedaría marcada a perpetuidad.

“Pensamos que nuestros muros son inquebrantables pero no nos damos cuenta de lo vulnerable que es el hombre ante el hombre”, reflexionó.

Tantos despechos, tantas humillaciones, tantos comentarios de todos los gustos y tamaños, tantos prejuicios…

“Paso número cuatro del decálogo del libro de Autoayuda: ‘No caer jamás en victimismos’”.

Se había sentido pequeña por aquel entonces. Ahora sentía que no cabía en ese pueblo. Sus piernas eran troncos recios y vetustos. Las tejas de su rostro ya no sufrirían de sequía nunca más porque estaban a punto de convertirse en escamas, porque estaba a punto de lanzarse a los mares de la venganza. El tejado a dos aguas de la casa que tenía enfrente estaba a punto de arder.

“Las cosas más difíciles se consiguen a golpe de conversación”, se dijo a sí misma. Y se sonrió.

Sacó el bidón de gasolina del maletero del coche, concentró su mente en los pasos a seguir y regresó al coche sin bolsa de palomitas. Miró y admiró.

La noche era chocolate negro. La guinda, un antojo anaranjado y envuelto en humo como el de aquellas velas que nunca acaban de extinguirse.

Pero de repente Ramona se llevó las manos a la boca: se sentía mal. Le sabía a poco. Habrían hecho falta más bidones de gasolina para propagar unas llamas que engulleran todas las casas de piedra y madera de los aledaños, todos los cobertizos y patios y garajes y coches y tractores y animales de ganado y estiércol.

Estiércol. Tanto estiércol había tragado durante años. Pues ahora lo escupía de vuelta con puro dióxido de carbono. Quería que el fuego quemara lo ya quemado y arrasara con el pueblo arrasado. Quería que los árboles no volviesen a hablar nunca más y que los lugareños no volviesen a enverdecer.

Para poder volver algún día y decir:

“Tierras quemadas. Remanso de paz”.

Aunque no hacía falta que lo dijera. Tampoco hacía falta que volviera. Su epitafio —lo había pagado por adelantado— ya se encargaría de rezarlo por ella.