Iasi, la ciudad gótica


Bajamos del tren con más de treinta años de antigüedad que nos condujo a Iasi, después de seis horas de recorrido. Aún estaba oscuro y faltaba más de una hora para que empezara a clarear el día.

Seguimos andando en busca del apartamento donde pasaríamos esa noche, pues aún nos esperaba un largo viaje antes de llegar al destino final. De pronto, la penumbra aumentó, en lugar de disminuir. Los graznidos también iban en aumento. Bastaba levantar un poco la mirada para ver cómo el cielo de aquella majestuosa ciudad rumana se llenaba de cuervos. Parvadas y parvadas se abrían paso por el cielo buscando un hueco en algún árbol. Si hay una ciudad gótica, es Iasi, la ciudad de los cuervos. Jamás vi un espectáculo tan perturbador como ese, excepto en el clásico thriller «The birds», dirigido por el maestro del género, Alfred Hitchcock.

El color oscuro de los cuervos, a diferencia de las gaviotas protagonistas de la citada película, infundía cierto misticismo, pero también, miedo. Las aves aguardaban sobre cada una de las ramas de la hilera de árboles que delineaban el extenso bulevar Carol I, como erguidos caballeros oscuros. Era impresionante. Con los primeros rayos de sol, las aves levantaban el vuelo, formando una densa nube, como al principio, durante su eventual ocupación de la ciudad y se alejaban, probablemente en busca de comida, hasta la madrugada del día siguiente.

En la madrugada


En la madrugada

las llamas reflejandose en nuestra piel

tu cuerpo desnudo es una poesia

una ofrenda a la Madre Naturaleza

que llena el alma

y con tu pelo desparramado en mi almohada

susurro a tu oido

versos incompletos

Veintiuno


Me llevé en mis labios tu manantial,

la humedad de una noche sin tiempo,

la pasión de tus piernas ansiosas

y la dulzura de tus besos

(el recuerdo de la locura),

la lujuria espontanea de que fuimos rehenes,

el poema de un silencio incorruptible

que selló la tiniebla de la noche,

el nacimiento de la mañana;

aún hago el amor, recordando tu piel

imaginando tu líbido, tus piernas abiertas,

mi centro rozando el tuyo y tu silencio hecho jadeos

tu voz ahogada con mi lengua que buscaba

hasta el más recóndito escondite,

donde hueles toda, donde sudas toda,

donde sabes toda.

Hago el amor contigo cada madrugada,

me bebo de nuevo el manantial;

satisfago la sed que le debo a la memoria.

La pantalla


El sueño le vence. Lleva varias horas delante de la pantalla. Son las tres de la madrugada y ya hace rato que piensa más en la cama que en lo que está haciendo. Pero no puede dejarlo. Tiene que acabar el informe antes de irse a dormir. Lo necesita para la presentación del proyecto. La reunión con los inversores japoneses es a las 9 y si acude sin el informe bajo el brazo ya puede ir pensando en buscar un nuevo empleo.

Le quedan apenas un par de páginas para acabar, pero los párpados se le cierran y le cuesta horrores volverlos a abrir. Decide levantarse para meter la cabeza bajo el grifo. Un buen chorro de agua fría lo espabilará lo suficiente para poder terminar el trabajo.

Se dirige a oscuras al cuarto de baño. Está solo. Desde que Adela se marchara tres semanas atrás la casa está demasiado vacía, y no se acostumbra a la soledad. Adela le gustaba de verdad… La quería… La sigue queriendo… “No quiero continuar viviendo con un fantasma. Te pasas el día monopolizado por tu trabajo. Es como si no existiera para ti. Para mí no es suficiente con que durmamos en la misma cama. Me voy”. Y se marchó. Un lacónico “lo siento, pero…” fue lo único que se le ocurrió como defensa, claramente insuficiente para retener a la que había sido su novia durante dos años. “Soy un cobarde”, se dice mientras nota el chorro refrescante en la nuca.

Cuando regresa ante la pantalla siente energías renovadas. En media hora acabará y podrá dormir un rato. Se pone a teclear a toda velocidad, satisfecho porque ha recuperado la inspiración. “Los japoneses van a quedar impresionados”. En ese momento el Word se cierra de golpe, sin previo aviso. “¡¡¡Mierda!!! Que se haya guardado, que se haya guardado”. Agarra el ratón con una creciente sensación de angustia y un nudo en el estómago. Pero el puntero, lejos de obedecer las instrucciones del ratón inalámbrico, se dirige al icono de ‘Mi PC’. “¿Pero qué coño…?” Se abre la ventana y la flechita blanca se sitúa encima del icono que corresponde a la webcam. “¿Qué mierda le pasa al puto ordenador…?” El miedo empieza a apoderarse de él. Mueve el ratón frenéticamente, pero la flechita continúa sin obedecer. Entonces decide que tiene que desenchufar el ordenador.

Se levanta de la silla en busca del cable, con lo que no puede ver que, en ese momento, la pantallita de la webcam se ha abierto y que en ella aparece fugazmente una figura con una máscara que le tapa la cara. Tira del cable y el ordenador se apaga. Se sienta de nuevo con la respiración aún agitada y de repente toma conciencia de lo extrañamente silenciosa que está la casa. Es de noche, sí. La gente duerme. No hay actividad en la calle, pero se trata de un silencio irreal, como no lo había notado nunca antes. Es un silencio inquietante.

El miedo vuelve a apoderarse de él, pero ya no es simplemente miedo… No es capaz de oír ni su propia respiración… Siente como si estuviera envasado al vacío. El sonido no se propaga en la habitación. Tiene que salir inmediatamente de ahí. Vuelve a levantarse de la silla y cuando se gira para alcanzar la puerta, presa del pánico, un resplandor a su espalda llama su atención. Se gira impulsivamente y ahí está el monitor, encendido otra vez. “¡Es imposible, es imposible…!”, grita, aunque el sonido quede ahogado en su garganta. Entonces repara en la ventana abierta de la webcam y en la figura con la máscara. Siente terror. Decide arrancar a correr, y al darse la vuelta para encarar la puerta tiene el tiempo justo de ver el hacha asesina que cae sobre su cabeza.