…Y se quedó


Plaza de Jemaa El Fna, Marrakesh (Foto por ahuanda).

Cerrada la noche nos adentramos en la Medina de Marrakesh. Casi sin pretenderlo, nos unimos a un grupo —dos chicas y un chico— procedentes de Argentina, y decidimos buscar alojamiento en colectivo. Pronto ellos se conformaron con la primera pensión barata, ubicada en la planta alta del emblemático Café de Francia, en la Plaza Jemáa El Fna. Nosotros miramos un par de sitios más y al final, como suele ocurrir cuando alguien se adentra en las laberínticas medinas de las ciudades árabes, dimos con un acogedor Riad por azar.

Allí se alojaba también él. Lo reconocí al pasar, cuando nos mostraron la habitación. Se había presentado al lado de su novia en la noche mexicana del año pasado, que se realizó en una discoteca de la parte alta de Barcelona.

—¿Te acuerdas de mi? Nos vimos en el Otto Zutz, nosotros éramos los del catering y ustedes se acercaron a saludarnos. Recuerdo que llevaban la cámara para hacer registro de imágenes.

—¡Sííí, cómo no! Ahora me acuerdo. ¡Qué chido que nos encontramos aquí, qué chiquito es el mundo!

Y nos abrazó como si fuéramos las primeras personas que había visto en mucho tiempo. Así inició una charla que se prolongó durante toda la noche. Nos contó una aventura que sorteó con una suerte increíble. «La suerte en verdad existe y no es solo para los tontos», pensé tras escuchar su relato.

Había viajado con su novia a Marruecos, para hacer lo que muchos de nosotros: resellar su pasaporte en un país ajeno al espacio Schengen, lo que le permitiría prolongar su estancia legal en «modo turista» al volver al espacio europeo.

Hacía una semana que tenía que haber vuelto a Barcelona, pero los guardias de la frontera, al percatarse de que su pasaporte estaba caducado, le prohibieron salir, además con una orden de expulsión a México en cuanto pisara suelo español.

Decía que al vernos sintió un enorme alivio, pues llevaba una semana en la concurrida «puerta del mundo bereber»: Marrakesh. Un conglomerado de gentes de diversos orígenes, tanto del África subsahariana, como de las distintas tribus del interior de Marruecos, aunado a las multitudes de todas partes del mundo que están de paso por aquella efervescente ciudad. Y él, sin saber árabe.

Ese mismo día, había recibido un envío de dinero y ropa por parte de su novia, desde Barcelona. De la embajada mexicana en Marruecos no pudo conseguir nada, excepto la fingida promesa —firmada por escrito— de que una vez en Madrid, abordaría el vuelo hacia México. Nada más alejado de la realidad.

Cenamos juntos y después volvimos a reunirnos en la terraza del Riad hasta muy entrada la madrugada. Durante nuestra estancia en aquel país, estaríamos expectantes de lo que ocurriría a su regreso. Aunque aquello parecía una orden rigurosa, pues provenía de la propia policía militar marroquí, su voz interior le insinuaba que tenía que haber otra alternativa. Y aunque nosotros teníamos la mente más fría —que la suya evidentemente— pensamos que lo más racional sería lo correcto.

El día que él marchaba, nosotros también estaríamos ausentes, pues iniciaríamos la caravana para internarnos en el desierto, rumbo a las dunas de Merzouga. Según nos contó, estaría un par de semanas más por Marruecos antes de abordar el avión que lo llevaría a Madrid. Para entonces nosotros estaríamos de vuelta en Barcelona.

Sin embargo, su historia nos puso en alerta, pues aunque nuestros pasaportes sí estaban vigentes, se trataba de pasaportes provisionales, además de que nuestra situación en el estado español estaba en el limbo burocrático en espera de la resolución que nos concedería la residencia. Pero si a la policía le daba la gana, podía impedirnos la entrada y enviarnos de vuelta a México, sin opción siquiera a recoger nuestras pertenencias. Era una situación poco probable, pero conforme se acercaba la fecha de regresar, la ansiedad se apoderó de nosotros pensando en todos los escenarios posibles, empezando por el peor escenario posible.

En ese entonces aún no se desencadenaba la serie de deportaciones a visitantes que no tuvieran una carta de invitación emitida por un ciudadano español, o bien, que no contaran con comprobantes que acreditaran su solvencia económica durante su estancia en aquel país.

El viaje para nosotros concluyó sin ningún inconveniente y regresamos a Barcelona libres de toda sospecha, pese al estrés que se intensificó los últimos días. Maquinamos un plan para justificar nuestro viaje en caso de que nos cuestionaran al respecto, e informamos en la aduana de nuestro regreso inminente a México con fecha y todo. En apariencia no había más extranjeros, excepto los marroquíes que viajaban en el vuelo, a quienes les aguardaba un intensivo interrogatorio antes de poder ingresar a territorio español. Y eran bastantes. Quizás fue por ello que nos dejaron pasar sin mayores preámbulos.

Días después, sin memoria de lo ocurrido con nuestro paisano, recibimos una llamada telefónica. Era él. Estaba en el aeropuerto de Madrid y decía que no había ninguna autoridad custodiando el avión o vigilando que el pasajero cumpliera con la orden de abordar el vuelo a México. Buscaba consejo porque aún no decidía qué hacer: salir de aeropuerto y volver a Barcelona, donde estaba su novia, sus amigos, su trabajo y los últimos cinco años de su vida, o bien subirse al avión que lo llevaría a México.

De cualquier manera, ya estaba afuera del aeropuerto y solo necesitaba que alguien reforzara su decisión de quedarse. Y se quedó.