Solo tengo una rutina fuera del trabajo, y es que todos los martes y los miércoles, después de las cinco de la tarde, me fumo un cigarrillo en una de las bancas del jardín de la Cineteca Nacional. Y después lloro.
Los martes y los miércoles son días de llorar a mares. Siempre después de las cinco de la tarde, porque son los únicos días que me permito extrañar con todo mi ser, con mis ojos y mis entrañas, a Gildardo, mi exnovio, con el que estuve los últimos cinco años, con el que planeaba casarme y con quien hubiera tenido a dos hermosos hijos (Graciela y Gerardo). El único con el que podría haber volado hasta Santiago de Chile en globo aerostático y regresar a México a pie.
Sí, así de fantasiosas eran mis expectativas con Gildardo.
Hay tardes en las fantaseo que lo llamo. Imagino que le pregunto cómo está, que le recomiendo libros y que le doy mis últimas críticas sobre las películas de Marvel. Me veo contándole sobre la proximidad de nuestros cumpleaños para después, hacerme la olvidadiza y pedirle que me recuerde el viaje que hicimos a Japón. Que me diga los nombres de las montañas y que me explique nuevamente el porqué del sabor y del color del flan de azuki, y el por qué decía que mis ojos eran más hermosos que todos los cerezos de las islas del sol naciente.
Otras veces sí marco desde la caseta telefónica de la Cineteca. Espero escuchar su voz y le cuelgo. Esas son las ocasiones en las que lloro más.
¿Y por qué la Cineteca Nacional?, fácil, porque las fotografías que adornarían nuestra boda, serían tomadas ahí. Porque ahí nos conocimos, ahí fue nuestro primer beso (cuarenta minutos después de conocernos) y porque en sus gradas Gildardo me pidió que nos casáramos. Por eso vengo a llorar aquí los martes y los miércoles después de fumarme un cigarrillo.
Sí, claro que los edificios tienen memoria. Por eso la Cineteca llora conmigo.

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