Melba Gomez es la autora destacada del mes en Salto al reverso. Pueden ver sus obras para nuestro blog dando clic aquí.
Compartimos con ustedes dos de las obras de su blog melbag123.wordpress.com:
Reina corría aterrorizada entre los matorrales. Una presencia la perseguía sin que ella pudiera precisar quién o qué era. Sentía una respiración agitada a sus espaldas, pero cuando se volvía a mirar no veía a nadie ni a nada. Tropezó. Al caer se laceró las rodillas y se torció el tobillo izquierdo. Sus anteojos se le cayeron, pero no podía encontrarlos entre la maleza. Se quedó sobre la hierba por unos segundos temiendo ser alcanzada por el ser que iba tras ella. Reunió fuerzas y se levantó. Al principio cojeaba, pero tan pronto volvió a sentir la excitada aspiración que la oprimía, siguió avanzando hasta llegar al acantilado.
El despeñadero que otrora había sido el lugar en donde podía desahogarse sin que la interrumpieran o abrumaran con preguntas, ahora parecía ser el punto de su final. Se detuvo mirando el mar, su profundidad, las tonalidades de azul. ¡Cuántas veces había disfrutado este espectáculo desde el abismo! ¿Por qué ahora era su enemigo?
Los árboles cedían ante la fuerza violenta del viento. Los pájaros huían asustados de sus nidos dejando las crías a su suerte. ¿Sentían lo mismo que ella? Un frío de muerte le corrió el cuerpo. Estaba cayendo el sol y estaba atrapada. Miedo. Horror en el alma. Un ruido de pasos acercándose la hicieron girar. No veía a nadie, pero preveía que ya la iban a agarrar, que le harían toda clase de torturas. Ya no tenía tiempo. Sin pensarlo más se lanzó al vacío.
Un dron tomó el video de la caída mientras sus hostigadores se burlaban. Obtuvo cien millones de «likes».

Federico y yo terminamos después de seis años de relación. Nunca nos pusimos de acuerdo sobre cuándo nos casaríamos ni hacia dónde viajar para la luna de miel. Ya estaba cansada de esperar a que se decidiera. Lo mejor que podía hacer para sobrevivir esta triste etapa de mi vida era pasar la página. Sencillamente estaba perdiendo el tiempo. Como no es lo mismo sufrir en San Antonio que en Barcelona, me hice del primer boleto hacia la Cataluña. No me encantaba viajar en avión, pues los espacios pequeños me causaban claustrofobia, pero no tenía otra forma de trasladarme a esta ciudad con la rapidez que deseaba desaparecer.
Solo me faltaba el hotel. Busqué unas cuantas opciones en uno de esos lugares en línea —donde te informan el precio y los comentarios de los que ya pasaron por la experiencia—, hasta que di con el Hotel 1898. Este me llamó la atención por el número, que en realidad era una fecha. Siempre me habían gustado los lugares con historia y en este caso me parecía providencial que la hotelera lo había nombrado por el año en que las Filipinas se independizaron de España. Como la libertad era el propósito de mi viaje, sin pensarlo más hice la reserva.
Preparé mi equipaje, llevando solo lo necesario. Allá compraría las cosas que me gustaran y que me hicieran olvidar mi fallida relación. No fue tan malo el viaje a pesar de mi claustrofobia. En catorce horas arribé a mi destino. Un taxi me condujo desde el aeropuerto hasta el hotel. Era media tarde cuando llegué. Me quedé impactada cuando estuve frente a esa maravilla arquitectónica construida de piedra natural. Sobre sus columnas todavía se podía leer como un tatuaje de su historia: «Cia Gral de Tabacos de Filipinas», un recordatorio de que este edificio fue la sede de esa empresa en su momento. Cuando entré a su vestíbulo me quedé anonadada por el buen gusto con el que fue decorado, era puro lujo. Mientras el joven que me atendía verificaba mi información, me puse a disfrutar de las fotografías que adornaban las paredes del hotel. El muchacho me dijo que eran de María Espeus, una reconocida fotógrafa sueca que las había tomado en las Filipinas.
Dos de las fotografías me llamaron la atención. En la primera aparecía una anciana con un sombrero de paja sobre un pañuelo que tapaba la cabeza y parte de su cara. Su mirada cansada, triste y sin alma me penetró. En la segunda, aparecían tres viejas, con sombreros de plumas, collares de cuentas, escasamente abrigadas —una de ellas descalza—, sentadas en un banco de madera en la orilla de una carretera. Ninguna sonreía. Parecía que querían decirme algo.
—Señorita, aquí está su llave —dijo el joven de la recepción sacándome de mis cavilaciones—. Su habitación es la 308. El hotel tiene alberca interior y en el noveno piso hay otra en donde se puede tomar el sol. También tenemos salón de ejercicios en la planta baja.
—¡Ah! Sí, gracias —contesté sonriendo—. Me gustaría subir por las escaleras. Este lugar es precioso.
—Por supuesto —contestó—. Deje aquí su equipaje y en un momento lo hacemos subir.
Avancé por las escaleras de madera cuyos pasamanos eran muy suaves. «Gastarán un dineral en mantener estos pisos», pensé. Llegué a la tercera planta y busqué la habitación 308. Cuando abrí la puerta me gustó mucho su interior. Las paredes estaban pintadas de rojo y blanco, adornadas con cuadros en blanco y negro, el techo alto, los pisos también de madera y alfombras de área que armonizaban perfectamente con el resto de la decoración. Inspeccioné el baño y me prometí entrar en la tina por un rato antes de salir a comer. Una cama limpísima, de aspecto muy confortable, me invitaba. Me quité la ropa y me acosté a descansar un rato.
Cuando desperté ya eran las nueve de la noche. Me dispuse a tomar mi prometido baño. Abrí el agua caliente y puse un jabón con olor a rosas. Después me arrepentí. Olía a flores de funeraria. Las burbujas enseguida inundaron la bañera. Me metí, me recosté y me sentí completamente relajada. Cerré los ojos y un rayo iluminó mi cara. Los abrí y allí estaba la mujer filipina de ojos tristes observándome de cerca. Me senté asustada. Sus ojos —que me miraban fijamente— eran transparentes. Mi corazón comenzó a latir apresuradamente. Cerré los ojos de nuevo. «Esta es mi imaginación o todavía estoy dormida. Es un sueño definitivamente», me dije. Cuando los volví a abrir ya no estaba.
Salí de la bañera y me envolví en una bata de baño afelpada. Me reí de mí paranoia. En eso me di cuenta de que no habían subido la maleta. Tal vez estaba afuera en el pasillo. Fui hasta la puerta, pero al tratar de abrir no pude, estaba trabada. Seguí halando la cerradura hasta cansarme. Desesperada golpeé la puerta una y otra vez.
—Estos edificios antiguos siempre tienen un problema —dije en voz alta—. ¿Hay alguien allá afuera? —grité sobrecogida por la ansiedad, sin obtener respuesta.
«¿Y si no puedo salir de aquí?» Sentí ganas de vomitar, la cabeza me daba vueltas. No soportaba quedarme encerrada en ninguna parte. Me daba mucho miedo y aunque sabía que era irracional, no lo podía evitar. ¿Qué podía pasarme en la habitación de un hotel con tan buena reputación? Tratar de razonar la situación no me ayudaba. Seguí golpeando la puerta, esta vez, histérica. Giré y las viejas filipinas estaban detrás de mí mirándome como en la foto. Di un salto y mi corazón conmigo.
—¿Qué quieren? —dije aterrada.
Seguían en silencio. Les pasé por el lado convenciéndome de que esto era un sueño. No podía paralizarme. Tomé el teléfono de la habitación para llamar a la recepción. No tenía tono. Fui hacia las ventanas, pero por más que empujé el cristal hacia arriba, no abrieron.
—¡Ayyyyyyyyy! ¿Qué pasa? —me desgañité. Tomé el móvil con mis manos temblorosas para intentar hacer una llamada. Frustrada me di cuenta de que estaba fuera de cobertura—. Esto no puede estar pasando. ¡No puede estar pasándome a mí!
Unas risas en la habitación se metieron dentro de mi cuerpo. Las carcajadas salían de mi boca. Me miré en el espejo. En lugar de mi rostro estaba el de la vieja descalza. Acomodé el sombrero de plumas y el collar de cuentas con mis manos. ¡La mujer era yo! Tocaba mi —su—cara y los pedazos de piel morena se desprendían. Un líquido baboso y amarillo salía de las lesiones y una oreja se fue resbalando hasta que cayó en el lavabo limoso.
—¿Qué quieres de mí? —cuestioné a lo que quedaba de la mujer, dando golpes al espejo que se quebró, cortándome los puños.
Más risas. Esta vez, fuera de mí, giré y por primera vez vi sus rostros riendo. Tenían pocos dientes y los que les quedaban eran puntiagudos, oscuros, sucios. La habitación se llenó de un repugnante olor a mal aliento. La otra, la de los ojos tristes me agarró por la espalda. Luché con ella, retorciéndome de lado a lado, pero sus fuerzas eran sobrenaturales. Las otras me rodearon hasta que me aprisionaron. Vomité sobre ellas un líquido verdoso, pero mientras más vomitaba, más se reían.
Ataron mis manos y pies con sus de los collares de cuentas. Bailaban una extraña danza, contoneándose a mi alrededor. Acercaban sus apestosas bocas a mi nariz, susurrando palabras ininteligibles. Una de ellas fumaba un tabaco. La peste no me dejaba respirar, tosía.
—¡Me estoy asfixiando! —supliqué.
La vieja cortaba mi pelo quemándolo con el tabaco. Las otras se reían, hablaban entre ellas en ese idioma que no comprendía. La de los ojos tristes se quitó el sombrero y el pañuelo dejando ver su cerebro gris desnudo. Amarró el pañuelo en mi cabeza y me puso el sombrero. Todas las mujeres me miraban y se burlaban. Sentía que sus carcajadas me enloquecían. Mis intestinos se ensortijaban de miedo y mi vejiga reventó de terror. Me hice encima. Sentí vergüenza y horror. Ellas se mofaban de mí, señalándome y haciendo gestos de que apestaba. Una sacó una de las plumas y acercó la punta a mi ojo derecho punzándolo. Un borbotón de sangre salió manchando de cardenal su abrigo. Me desmayé.
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Cuando desperté, una niña me miraba fijamente. ¿Las viejas filipinas me habrían dejado ir? No podía moverme. Sentía como si estuviera clavada a la pared.
—Mamá… —dijo la jovencita—. ¿Así se visten las mujeres en las Filipinas? —preguntó señalándome.
—Supongo que para la época en la que sacaron esa fotografía se ponían esas ropas —contestó la madre—. Si te fijas bien, ella tiene puesto un pañuelo y luego un sombrero encima. Tal vez trabajaba al sol y así se protegía.
—Sí, ya veo… —dijo mientras observaba la foto—. Mira sus ojos… son muy tristes, se ve cansada, como si no tuviera alma.
—Tienes razón, hijita. Debió trabajar mucho la pobre.
—Mi amor —se acerca el esposo—, el hotel tiene alberca bajo techo y una en la terraza del piso nueve en donde podemos tomar el sol. Le dije al servicio que nos subieran las maletas.
—¡Ah! Qué bien —contestó la esposa—. ¿Qué habitación tenemos?
—Nos dieron la 308.
«Noooooooooo….»
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