Santiago de los 80


Está la ciudad que invadió mi curiosidad,
me llegó por partes,
el aroma del maní tostado,
el metro subterráneo,
los vientos entre los edificios de vidrio,
los carros y su multicolor venta,
el café Paula, Le Due Torri,
el paseo Ahumada, Matías Cousiño.

Para ustedes son datos turísticos,
una buena razón para conocer
esta pequeña gran ciudad,
algunos lugares —ya no existen—.

Las voces llenaban los espacios,
el vendedor de los periódicos
disfrazado de Rambo.

Los humoristas,
en las puertas del Banco Chile
después de la hora del cierre,
hasta antes del anochecer,
donde el oficinista olvida
lo duro de trabajar en el centro de la ciudad.

Los vendedores ambulantes, audaces,
tenían al suelo con adoquines como vitrina,
las ofertas llovían y también la policía,
algunos conocían las comisarías por dentro,
otros volaban por las calles resbaladizas.

Había llegado el fast food,
el aceite era el nuevo aroma de Santiago,
golpeteaba las narices y el cerebro,
nadie quedó indiferente a la grasosa visita,
todos lucimos extractos de ella.

A las doce en punto
un ruido atravesaba la ciudad,
reconocías al afuerino de un salto,
desde el Cerro Santa Lucía
reloj en mano disparaba una bala,
de salva por supuesto,
el día se partía en dos, el nuevo comienzo.

Plaza de Armas, herencia española,
Catedral y Correos de Chile,
Portal Fernández Concha,
Portal de las Carteras,
Vicaría de la Solidaridad, herencia dictadura.

Santiago al norte por el río Mapocho,
al sur por su brazo amputado, Alameda,
todo está ahí, desde Plaza Italia
hasta el barrio cívico, estilo de los 50,
esa mirada americana autoimpuesta.

Eso es lo que puedo recordar escribiendo,
algo de historia, poesía y raingambre,
un poco de todo lo vivido en el «centro»
desde que estudiaba inglés por Moneda.

De regreso a la isla


aisla

Ya es hora de que regrese a la isla. Allí donde está mi vida. Donde descansan mis sueños de niña y los despojos de mis abuelos. Quiero regresar y andar por el pueblo con un traje de primavera rosa, descalza sobre la hierba. Deshojar las margaritas hasta tener la respuesta que espero. ¡Me quiere! Oler las azucenas impregnando el ambiente zarandeado por el viento del Caribe. Quiero caminar por la playa, sentir la arena fina haciéndole cosquillas a mis dedos e ir a la orilla, mojarme los pies y mirar al sol de frente, aunque me queme las retinas. Quiero llenar mis ojos de la inmensidad del mar, de ese azul inolvidable que me persigue de noche cuando estoy dormida. Mi isla, mi terruñito.

***

Yo me impuse este castigo. Yo me enredé en este karma. Yo abandoné mi cuna, la hamaca en la que me mecieron cuando apenas caminaba, los paisajes recorridos una y otra vez. Vine a esta tierra extraña que consumió los huesos de mi padre y exprimió las memorias de mi madre.

Las memorias, mis memorias…

Andaba por el Viejo San Juan jugueteando con mi mejor amiga cuando lo vimos. Apenas teníamos quince años y esperábamos el amor, sin saber qué cosa era. Él me envolvió en el misterio de lo no conocido. Y me embriagó con palabras. Y me entregué al cielo del infierno con los ojos cerrados de tanto que confié. Ya no había marcha atrás. Hay cosas que cuando se pierden no regresan jamás. La inocencia se desprendió de mí y aunque la quise rescatar no fue posible. Hasta muy tarde supe, que no solo se llevó la mía. Desfloradas quedamos las dos guardando un secreto inútil. Le quise sacar los ojos y arrancarle el corazón por robarse lo que era mío… y no era. Mi amiga —la única hermana que tuve— se fue de mí porque me negué a escuchar.

Me hundí en una profunda depresión. Poner el mar en medio parecía la mejor alternativa. No confiaba en nadie: no existía el amor, no existía la amistad. Nada era lo que parecía. Me aseguré de que no volvieran a herirme y cerré mi corazón. Me encerré en mí misma y en los estudios, hasta hacer una carrera envidiable. En el pecho llevaba una piedra incapaz de sentir. Ocupé catorce horas de mi día en el trabajo. Hablaba lo necesario, encerrada en mi cubículo. No compartía con mis colegas, no sé si hablaban de mí, no iba a sus fiestas. En la noche al apartamento: un baño, un libro y a dormir en la más absoluta soledad. La piel se me fue secando, tanto que parecía tener la misma edad que mi madre. Ella que rogaba porque algún día hallara el amor, se murió viéndome morir poco a poco. No me interesaba la ropa de moda, ni las canas que cundían mi cabeza. Yo me encontraba en compás de espera… tic tac, tic tac, tic tac… ¿Cuándo se acabaría este sin sentido? La isla vivía dentro de mí. Yo era una isla.

***

Ya es hora de que regrese a la isla. Tengo cáncer. No quiero tratamiento, ni dejar mis horas siendo un expediente en un hospital frío y solitario. Voy a vivir el tiempo que me queda haciendo las cosas que añoro. Buscaré a mi amiga y le pediré perdón. Caminaremos de nuevo por el Viejo San Juan y reiremos como antes. Pasaré horas escuchándola contarme sus historias. Me contentaré de saber que ella sí vivió.  Y al final, moriré sentada mirando el mar, oyendo el ir y venir de sus olas rompiéndose sobre las arenas.

Y ya no estaré aislada.

Imagen: Melba Gómez, San Juan de Puerto Rico, 2016

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Memoria de un poeta


Memoria de un poeta

Memorias


Memorias
Unas dulces
O rotas

Despertaron
Las levantaron
De su sábana enredada

Entonan
Una amalgama de notas
Alegres
Dolorosas

¿Cómo sabían
cuándo regresar?
Desobedientes
Necesarias

Inspiran
Sujetan mis manos
Guían

Siento
Silencio
Camina…

Baul

Deja las calles vacias para mi


Deja las calles vacías para mí
donde la nada está en guerra y
fantasmas flotan a través del asfalto
 
Deja las calles vacías para mí
porque voy a quemar la ciudad
porque voy a bailar con decadentes sombras abandonadas
 
Deja las calles vacías para mí

Deja que el silencio grite mi nombre

Deja que las memorias atormenten mi espíritu

 

(nota : poema inspirado en la cancion «Keep The Streets Empty for Me», by Fever Ray)