Está la ciudad que invadió mi curiosidad,
me llegó por partes,
el aroma del maní tostado,
el metro subterráneo,
los vientos entre los edificios de vidrio,
los carros y su multicolor venta,
el café Paula, Le Due Torri,
el paseo Ahumada, Matías Cousiño.
Para ustedes son datos turísticos,
una buena razón para conocer
esta pequeña gran ciudad,
algunos lugares —ya no existen—.
Las voces llenaban los espacios,
el vendedor de los periódicos
disfrazado de Rambo.
Los humoristas,
en las puertas del Banco Chile
después de la hora del cierre,
hasta antes del anochecer,
donde el oficinista olvida
lo duro de trabajar en el centro de la ciudad.
Los vendedores ambulantes, audaces,
tenían al suelo con adoquines como vitrina,
las ofertas llovían y también la policía,
algunos conocían las comisarías por dentro,
otros volaban por las calles resbaladizas.
Había llegado el fast food,
el aceite era el nuevo aroma de Santiago,
golpeteaba las narices y el cerebro,
nadie quedó indiferente a la grasosa visita,
todos lucimos extractos de ella.
A las doce en punto
un ruido atravesaba la ciudad,
reconocías al afuerino de un salto,
desde el Cerro Santa Lucía
reloj en mano disparaba una bala,
de salva por supuesto,
el día se partía en dos, el nuevo comienzo.
Plaza de Armas, herencia española,
Catedral y Correos de Chile,
Portal Fernández Concha,
Portal de las Carteras,
Vicaría de la Solidaridad, herencia dictadura.
Santiago al norte por el río Mapocho,
al sur por su brazo amputado, Alameda,
todo está ahí, desde Plaza Italia
hasta el barrio cívico, estilo de los 50,
esa mirada americana autoimpuesta.
Eso es lo que puedo recordar escribiendo,
algo de historia, poesía y raingambre,
un poco de todo lo vivido en el «centro»
desde que estudiaba inglés por Moneda.
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