La City


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Elvira Martos

Laura


Imagen libre de derechos obtenida en pixabay.com

El metro hace su entrada en la estación. Laura, sentada en el banco de piedra del andén, se incorpora con movimientos pausados y espera a que se abran las puertas. El vagón vomita un reguero de pasajeros, que, como un solo organismo, sortea a varios obstáculos humanos empeñados en avanzar a contracorriente y se desplaza en masa hacia las escaleras mecánicas.

Laura, caminando despacio, entra en el convoy cuando las señales acústicas advierten del inminente cierre de puertas. Con el mismo aire ausente, que contrasta con la sensación de urgencia que transmite la mayoría de pasajeros, toma asiento entre una mujer pequeña y redonda que sostiene entre las piernas un cesto cargado con la compra, y un hombre de piel oscura y ojeras marcadas, que regresa a casa tras otra larga jornada laboral.

Laura se coloca en el regazo el bolso de tela, con bonitas mariposas de colores bordadas, que le regaló Oriol por su cumpleaños. Era detallista. Ese fue uno de los motivos que la llevó a fijarse en él.

Como la espectadora de un anodino programa de televisión, ve cómo sus manos abren el bolso, extraen un libro y buscan el punto donde se ubica el marcapáginas plateado decorado con motivos élficos. También fue un regalo de Oriol.

Resulta extraño, porque son sus manos, es su bolso, es su libro y, sin embargo, ella no es consciente de haber ordenado ninguno de esos movimientos.

Se lleva las manos al pelo, a la larga cabellera lisa y rubia que tanto le gustaba a Oriol. A ella también le gusta. Agarrarse los mechones casi desde la raíz y deslizarlos entre las manos, lentamente, hasta la punta. Eso hace ahora.

Trata de fijar la mirada en el libro, pero sus ojos sólo ven pequeñas letras oscuras que se apelotonan en palabras sin sentido. En realidad, su cerebro procesa otras imágenes, localizadas en otro momento y en otro lugar. Y mientras lo hace, ella no deja de acariciarse el pelo.

Cuando llega a la punta de un mechón, deja que se le escurra entre los dedos y se lleva la mano, muy despacio, a la oreja. El contacto con el pendiente con forma de mariposa es agradable. Una mariposa azul y amarilla en una oreja, y verde y roja en la otra. Son muy infantiles; lo sabe. Pero le llamaron la atención, y Oriol se los regaló.

Era detallista. Le encantaba acariciarle la larga melena, y a ella le gustaba que lo hiciera. No perdía ocasión de decirle lo mucho que la amaba, que era lo mejor que le había pasado en la vida. Se lo decía mientras enredaba los dedos de aquellas manos tan cálidas en sus largos mechones rubios. Y ella se dejaba hacer.

Después de tocarse el pendiente, se coloca el pelo detrás de la oreja, y vuelve a empezar, ahora con la otra mano. Toma un nuevo mechón y lo recorre con dulzura, con gesto aletargado, hasta llegar a la punta.

El metro se detiene en la siguiente estación. La pequeña mujer redonda desciende con dificultad del asiento (y es que apenas toca con las puntas de los pies en el suelo), levanta el pesado cesto y, renqueante, abandona el vagón.

Laura, con un movimiento distraído, se lleva una mano a la cabeza y palpa el bulto. Aunque han pasado semanas, la costra sigue ahí. Ya no le duele. Tampoco le duele el hueco, unos centímetros más atrás, casi en la coronilla, que dejó el mechón arrancado. Ya nada le duele.

A Oriol le encantaba acariciarle el pelo, y a ella también le gusta. Lleva haciéndolo toda la tarde, desde que salió de la ducha, con la misma parsimonia meticulosa. Se agarra el mechón casi desde la raíz y, lentamente, lo recorre hasta sentir cómo los suaves y largos cabellos se le escapan entre los dedos.

El hombre de piel oscura y ojeras marcadas la mira. Por su mente cruza la impresión de que se toca el cabello de manera compulsiva. Piensa que tiene un pelo bonito, pero la forma obsesiva de acariciárselo le provoca rechazo, así que desvía la mirada.

A Laura le da igual lo que piense la gente. Lo que le importa es que ya no le duele nada, y que puede acariciarse el pelo tanto como quiera. Nunca más volverán a hacerle daño; Oriol lo sabe mejor que nadie.

Ahora está tan tranquila que le cuesta asimilar que es la misma persona que unas horas antes se dirigía a casa de Oriol al borde de la taquicardia. Le temblaban tanto las piernas que casi no podía andar. Vuelve a tocarse la costra. Ya no le duele.

Recuerda cómo se asustó al notar la sangre resbalándole por la cara. Oriol la ayudó a limpiarse, le hizo una primera cura de urgencia y la llevó al hospital. No fue hasta encontrarse tumbada en la soledad de su cama, con diez puntos de sutura en la cabeza, que comprendió lo sucedido. Pero no podía ser; a Oriol le encantaba acariciarle el pelo, y a ella le gustaba que se lo acariciara. Le hacía regalos, porque era detallista y porque ella era lo mejor que le había pasado en la vida.

La voz robótica de la megafonía anuncia la próxima estación. Una niña de largas trenzas con lazos rojos en las puntas, que se sienta en frente de Laura, la mira con curiosidad. Le gusta su pelo y le sonríe, mostrando dos grandes mellas. Pero Laura no la ve. Sus ojos vuelven a mirar a los ojos rebosantes de deseo de Oriol; a sus manos, cargadas de caricias.

Ahora Laura está tranquila, porque ya no le duele nada y sabe que nadie le volverá a hacer daño. Pero sólo unas horas antes estaba al borde de la taquicardia; aterrada ante la posibilidad de que su plan no saliera bien.

Nota el tacto agradable de sus cabellos finos y sedosos entre los dedos. La madre de la niña sonriente le da una palmada en el muslo para que deje de mirar a la muchacha que no para de tocarse el pelo. Pero Laura no la ve. Ella está viendo, otra vez, las manos de Oriol, enredarse en sus mechones, acariciarlos, agarrarlos suavemente, recorrerlos de arriba abajo mientras le vuelve a decir lo mucho que la ama.

Y entonces vuelve a notar el tirón. Ahora ya no le duele, porque sabe que ya nadie le volverá a hacer daño, pero en el recuerdo sí. Las pequeñas letras amontonadas del libro se transforman, se mueven hacia un lado y hacia otro, arriba y abajo, hasta dibujar el rostro crispado, sediento de deseo de Oriol. Y vuelve a ver sus ojos, que le dicen lo mucho que la ama mientras le agarra su preciosa melena rubia y tira de ella con fuerza creciente, hasta que le arranca un mechón.

Ya no le duele. Nadie, nunca más, volverá a hacerle daño. Y Laura ve cómo Oriol se lleva el mechón a los labios y lo besa, fuera de sí, atrapado en el deseo. Y entonces cruza los dedos para que sea suficiente, para que sea la última vez que le arranca el pelo, para que no haya más golpes, ni heridas, ni regueros de sangre, para que no haya más visitas al hospital.

De Oriol le gustaba, sobre todo, lo detallista que era. Pero no echará de menos sus regalos. Ya tiene los pendientes de mariposa, el marcapáginas con motivos élficos, el bolso estampado…

Laura deja de tocarse el pelo y dirige su atención al bolso con mariposas estampadas. Lo abre en busca de nada en concreto. Quizás sólo quiere comprobar, antes de seguir acariciándose la suave y larga melena, que todo está en orden.

Le cuesta creer el haber sido capaz de llevar a cabo su plan. En realidad, no era un plan muy sofisticado. Supo que había funcionado cuando, pocos instantes después de besar el mechón, la cara de Oriol mutó en la expresión aterrorizada de quien no sabe qué le pasa pero sabe que es horrible. También ella se asustó, y fue muy desagradable verlo llevarse las manos, aquellas manos tan cálidas, al cuello, presa del pánico, mientras empezaba a salirle espuma por la boca. Oriol se retorcía de dolor y gruñía. Laura se alejó poco a poco, hasta dejarlo solo en la cama. Un par de minutos después, cesaron las convulsiones. Laura entró en el cuarto de baño, se lavó a conciencia el pelo y las manos, procurando evitar la más mínima salpicadura en la cara, y se duchó.

El metro ha parado en una nueva estación. Laura mira el interior del bolso y respira tranquila al localizar el bote de cianuro. Por la mañana lo volverá a dejar en el laboratorio. Nunca pensó que ser química le ayudaría a eliminar el dolor de su vida.

A pesar de la regañina de su madre, la niña mellada continúa dirigiendo miradas fugaces a la muchacha que, cuando las puertas se cierran, vuelve a acariciarse el largo cabello rubio. Se agarra un mechón casi desde la raíz y, lentamente, lo desliza entre sus dedos.

Está tranquila, porque nadie, jamás, volverá a hacerle daño.

Anatomía para principiantes


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La imagen y el micropoema es de mi autoría.

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