Callas. Existes solamente en la quietud de este universo silencioso. En ese tiempo donde vuelo, lejos del bullicio de una multitud sin brújula que atraviesa mi alma transparente tratando de llevarse tu color, tu risa, mi sueño.
Duermo. En ese espacio cincelado de locura siempre te encuentro, cerca o lejos, ayer, mañana o siempre… Y cuando llegue el día no despertaré, habito esa mirada perdida entre el amor y la dicha.
Respiras. En cada curva de esta piel verás crecer un jardín infinito. Imagino el aroma que desprende tu beso, esa flor que desnuda mi cuerpo.
Sueño. Soplaré esta nube maldita del calendario, mojando de lluvia los días en que no estás, dejando una marca en cada paso donde te pienso. Para que no te pierdas, para que se escriban las hojas de este corazón.
Somos viajeros atrapados en una coincidencia llamada tiempo. Te veo y no sé dónde estás. Te quiero y ya no importa.
Soy de este lugar vacío, sin mapa y sin destino. Sin ti.
Cuando Pablo subió las escaleras del viejo edificio frente al mar, la emoción que sintió fue tan grande que le hizo temblar las piernas.
El nuevo Colegio al que Pablo asistiría estaba enclavado en el litoral de la Capital. Era una vieja estructura de tres pisos construida al mejor estilo y pretensión de lo que alguna vez prometió ser un moderno monasterio. La planta estaba dividida en un plano de cuatro cuadrantes, al interior del cual habitaban igual cantidad de amplias salas de clase con grandes ventanas de madera de celosías fijas y fallebas de hierro acodilladas en sus extremos, que daban vista a un inmenso pasillo que las arropaba a vuelta redonda desde donde se podía apreciar la belleza inmarcesible del Atlántico.
Según fue caminando hacia su sala de clases en el tercer piso la divisó a ella hacia la esquina noreste del edificio. Delgada, muy delgada. Con el cabello castaño claro. Largo. Lacio. Bailoteándole al viento. Sentada con arrojo sobre el muro ente el pasillo y el abismo. Intrépida. Osada. Bella. Hermosa. Deliciosa. Brillante. Y acompañada de tres chicos mayores que ella.
A los 16 años, las chicas no miran a los chicos de su curso. Miran a los mayores. Y Pablo apenas se acercaba a los 15.
Así, cada mañana Pablo caminó hacia ella buscando su mirada. Buscando el contacto sagrado. El que eleva. El que responde a la ojeada dulce de un joven enamorado. Y pasaron los días. Y Pablo soñó con ella. Y las semanas. Y Pablo soñó. Y los meses. Y Pablo siguió soñando. Y los años. Tres años. Y Pablo cada día el buscó su mirada. Y ella nunca lo miró.
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En el verano de 1990, cuando habían pasado 15 años desde que la vio por primera vez, Pablo y ella se bañaban juntos en la piscina. Hacía unas semanas se habían encontrado en el salón donde ambos se recortaban. Hablaron. Recordaron el Colegio. Acordaron un encuentro. Salieron. Cenaron. Bailaron. Tomaron.
Ahora, mientras el agua discurría por los cabellos castaños, largos y lacios de ella, él la abrazaba y la miraba con dulzura a sus ojos. Ella respondía tierna a su mirada.
De vez en cuando decido caminar solitario, en esa ruta que me lleva hacia ningún lugar y que, a la larga, es hacia donde en realidad quiero ir. Solitario voy en mi ruta, mas solo no estoy del todo. Gente se cruza en mi camino y, a veces, intercambiamos un gesto, una palabra o, simplemente, una mirada.
Nunca había pensado en el significado intrínseco que posee cada intercambio que hago con todos aquellos que se cruzan conmigo de manera fugaz. Hasta ese día. Ese día en que, de todos los cruces fugaces que he tenido, tú, precisamente tú, quedaste marcada en mi alma como si fueras una profunda cicatriz sobre la piel.
No sabría explicar el porqué de nuestro breve encuentro, sin embargo, tu presencia durante ese momento, la forma en que cruzamos y sostuvimos nuestras miradas el uno sobre los ojos del otro, esa sonrisa que compartimos, todo eso en menos de dos segundos, fue lo más real que he podido sentir en mucho tiempo desde que comencé a caminar por esta ruta.
Tan real fue, que mi consciencia se derrumba en este mismo instante por no haber hecho nada más que ser cómplice de un momento tan fugaz. Se siente como si el mismo infierno me quemara en vida como castigo por mi inútil actuar. Ha sido luego de ese momento que muchísimas imágenes han venido a mi memoria, viejas y algo borrosas, y me recuerdan a ese yo que nunca intentó cruzar una puerta luego de que le mostraran que estaba abierta.
Me arrepiento. Me arrepiento por no haberme detenido aunque fuese una vez, por no sostener aún más la mirada, por no dirigir una palabra siquiera… en fin, por no haberlo intentado.
Te convertí en una oportunidad que se diluyó en un mar de muchas. Lo que antes han sido otros para mí, lo he sido yo para ti esta vez, es decir, un cruce, un momento fugaz.
Tus ojos, mis regalos. Fueron ellos quienes se abrieron para mostrarme todo tu interior. No necesité nada más que eso para hallarme en plena certidumbre y abrir mis puertas también. No es que no pueda hacerlo, es sólo que nunca imaginé que alguien pudiese desnudar mi alma tan fácil como apagar una vela con un aislado soplido.
Y tengo este remordimiento de sentir que tú viviste el mismo momento que yo. Que sabes que esto no fue un cruce normal, esporádico y sin sentido. No te conozco, pero aun así te sentí tan real como el suelo que pisaba mientras caminaba. Dos segundos fueron suficientes para conocernos y enamorarnos, para darnos cuenta de que todo lo que necesitábamos en ese momento éramos tú y yo. Nada más.
Si una nueva oportunidad apareciese frente a mí, créeme, haría de ese momento fugaz una historia inmortal. Por ahora, sólo puedo agradecerte por esos breves y eternos dos segundos… nuestros segundos… que fueron suficientes para entenderlo todo.
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