
«No encuentro más amor que entre sus brazos y, sin embargo, me guarda en esta madriguera de silencio para salvaguardar el bienestar de sus muertos».
Leonardo Covarrubias
En este pueblo siempre hemos creído en los fantasmas, razón por la cual nos es muy difícil cortejar a las viudas.
Cuando comencé a salir con María Luisa, ella tenía siete meses de haber quedado viuda. Sin embargo, todas nuestras citas tenían que ser secretas y en lugares específicos con rituales ancestrales que nos permitieran pequeños lapsos de intimidad. Cubríamos las habitaciones con sal, colocábamos crucifijos y San Benitos sobre ventanas y puertas, ocultábamos bajo la cama pelos de gato y teníamos prohibido decir nuestros verdaderos nombres a la hora de copular. «Todo sea por el muerto», decía María Luisa.
Así es en este pueblo, todos y todas nos cuidamos de los muertos, de sus ojos y de sus bocas. No sea que vengan a buscarnos y a reclamar lo que «en vida les pertenecía».
A veces pienso que es culpa de la viuda. Ella no lo deja dormir, lo tiene atrapado, no lo libera. Pero otras más, escucho la voz aguardentosa de Filomeno (el pinche muerto) diciéndome que me aleje de ella, que me jalará las patas, que se comerá mis sesos y que escupirá mis entrañas en las cloacas, y cosas así que dan miedo, pero que también dan risa.
Al final y con el tiempo te acostumbras y se vive bien, aunque a veces se sacrifique felicidad a costa de (solamente) un pinche muerto.
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