(Lee aquí la primera parte)
—You look so fine… I want to break your heart… and give you mine… You’re taking me over…
—Cantas muy bien. —Raquel mira a Luis con una sonrisa sincera pero cansada mientras él da otro trago al botellín de cerveza—. Tu sonrisa y tu voz me llevan a un lugar donde me gusta estar —añade en un murmullo, lo bastante apagado como para que ella pueda disimular no haberlo escuchado.
—Cuando estaba en el grupo, me fijaba mucho en Shirley Manson…, la cantante de Garbage —aclara ante la expresión ignorante de Luis—. You Look So Fine es uno de mis temas favoritos.
Sentados en la misma terraza de los últimos días, contemplan el mar en silencio. Raquel se retira de la cara un mechón agitado por la brisa y lo coloca detrás de la oreja.
—Podría pasarme la vida así, viendo las olas romper contra la orilla.
—Y yo.
Intercambian una mirada cómplice, y enseguida ella vuelve a desviarla hacia el azul inmenso.
—Es curioso cómo nos empeñamos en hacernos las mismas preguntas, una y otra vez, aun sabiendo que no vamos a encontrarles respuesta.
—¿Eso haces al cantar, preguntarte sobre el pasado? —A Raquel le sobresalta la deducción de Luis, y lo mira con sorpresa. Él apura la cerveza—. Yo prefiero no hacerme preguntas, pero es difícil resistirse. La autocompasión resulta tentadora cuando mirar adelante es como hallarse en medio de un desierto y buscar un oasis; sabes que lo máximo a lo que puedes aspirar es a encontrar un espejismo.
—Cuando estaba en el escenario, me sentía viva, libre, llena de energía. Cantar y dejarme llevar por la música era lo que daba sentido a todo.
Vuelven a quedar en silencio. Luis la observa y ve cómo sus ojos se tiñen del azul oscuro del mar al atardecer.
—Si alguna vez te apetece, puedes contarme lo que pasó.
Raquel gira la cabeza y le regala la enésima sonrisa.
—¿Nos bañamos?
Sin esperar respuesta, se levanta de la silla, salta a la arena y se aleja por la playa casi desierta. Al llegar a la orilla, se da la vuelta y saluda a Luis con una mano. Entonces, se quita el vestido y, despacio, se mete en el agua.
…..
Raquel ríe. Es la risa de una niña entregada a la diversión. Le transforma la cara, porque no tiene que hacer ningún esfuerzo consciente por sonreír, y a Luis le encanta; tanto, que durante las dos horas que llevan bailando ha olvidado qué es lo que provoca su desazón permanente. Están sudando a mares, apretujados contra otros cuerpos sudorosos que también ríen y se dejan llevar por la música. La atmósfera invita a la desinhibición, a entregarse sin reparos a la alegría de vivir.
Con los últimos acordes de Song 2 de Blur, Raquel se lleva una mano al cuello para indicar que está sedienta, y ambos se dirigen a la barra. Aprovisionados de cerveza, salen a tomar el aire a la terraza.
—Lo estás pasando bien, ¿eh?
—Me estoy quedando afónica, y mañana voy a tener unas agujetas…
Brindan con los botellines y beben en silencio, aunque enseguida Raquel reconoce el Stone Cold Crazy de Queen en la versión de Metallica y se pone a cantarla.
Tiene las mejillas encendidas y los ojos le brillan, como la piel de la cara y del cuello, perlada de gotitas de sudor.
—Me gustaría besarte —susurra Luis.
Raquel deja de cantar y lo mira con una expresión encendida que él todavía no había tenido el placer de contemplar. Con la mano libre, lo agarra del cuello de la camiseta, lo atrae hacia ella y, con la nariz a un milímetro de la de él, se detiene para saborear ese instante de deseo máximo, justo antes de meterle la lengua ardiente en la boca.
…..
Al alba, el mar y el cielo se confunden en el horizonte, pero poco a poco se dibuja la línea que anuncia la llegada del sol. Raquel y Luis asisten al proceso sentados en la orilla, dejando que la lengua tímida del mar les acaricie los pies. Ella apoya la cabeza en el hombro de él, y él aspira el aroma del sudor, el perfume y la sal que emanan del pelo de ella. No recuerda un olor más delicioso. Tienen las manos entrelazadas sobre la arena húmeda.
—Nunca había visto el amanecer en la playa tan bien acompañado —anuncia Luis.
Ella sonríe relajada. El sueño empieza a reclamar su botín tras una larga noche de bailes, sudor y besos.
—Presiento que tras la noche… vendrá la noche más larga… Quiero que no me abandones, amor mío, al alba…
Luis siente una presión en el estómago. Raquel le agarra la mano más fuerte, y él le acaricia el pelo y le besa la cabeza. Ella no puede seguir cantando, ni siquiera en un susurro, las lágrimas y el nudo en la garganta se lo impiden.
—¿Qué te pasa?
—Nada, no te preocupes. —Se separa un poco de él y hace el esfuerzo por sonreír—. Me lo he pasado muy bien, pero estoy muerta y necesito dormir.
En el horizonte, el cielo empieza a adquirir un tono anaranjado.
…..
Luis aparca frente al portal. En la calle se mezclan los jóvenes que regresan de fiesta con quienes salen a comprar el pan y churros para el desayuno, a pasear el perro o a correr.
Raquel mira por la ventanilla, pero lo que ve se oculta en su memoria. En la radio suena Heroes.
—I, I will be King… —Luis se atreve a acompañar a Bowie—. And you, you will be Queen… Though nothing will drive them away… We can be heroes just for one day… We can be us just for one day…
La interpretación consigue atraer la atención de Raquel, que sonríe sin ocultar su tristeza.
—Just for one day —repite, como diciéndoselo a sí misma.
—Si quieres, subo contigo.
—Es mejor que no. Además, me voy a quedar frita en cuanto me tumbe.
Luis se inclina hacia ella y la besa. Raquel lo abraza, y piensa que le gustaría prolongarlo, porque nunca había abrazado a nadie que lo necesitara tanto como ella. Cuando sus labios se separan, permanecen abrazados. En la radio, Little Wing de Jimi Hendrix toma el relevo de Bowie, y Raquel piensa que es una de las canciones más bonitas que se han escrito. La canta al oído de Luis, y él siente un escalofrío.
—When I’m sad, she comes to me, with a thousand smiles she gives to me free… It’s alright, she says, it’s alright, take anything you want from me… Anything… —A Raquel se le escapan las lágrimas—. Aquel hijo de puta… cogió lo que quiso, sin preguntar…
Luis escucha tenso al principio, pero enseguida la abraza más fuerte y le acaricia el pelo.
…..
Durante los días siguientes, Luis no encuentra a Raquel en la cafetería. Le dicen que no saben nada de ella. No puede llamarla ni escribirle porque no han intercambiado sus números de teléfono, así que se acerca a su casa, pero no contesta al timbre. Pregunta a un par de vecinas que salen del portal, pero ni siquiera parecen conocerla.
Se repite a sí mismo que esta vez no ha hecho nada para cagarla, pero no logra sacudirse el sentimiento de culpa. «Me tendría que haber conformado con el café y la sonrisa reconfortante. ¿Dónde voy a refugiarme ahora?», se reprocha desolado.
…..
Raquel regresa a la cafetería una semana después. Ha estado enferma, un catarro que la obligó a quedarse en cama y que, en realidad, ha sido la excusa perfecta para no salir de la cueva. Ahora el catarro casi ha remitido del todo, pero el mal que de verdad le duele continúa ahí, crónico, enmascarado con una sonrisa.
Se pone la gorra y la chapa y se incorpora al trabajo. Y cada vez que la puerta se abre, el corazón se le acelera, deseando que sea y a la vez que no sea Luis. Se siente mal por haberse escondido de él, pero se dice a sí misma que es lo mejor, que quizás no tendría que haber aceptado aquel café, porque así ahora seguiría viéndolo casi cada tarde y hablarían de libros.
—Hola, Raquel. —Es Gina, toca cambio de turno; la jornada ha pasado rápido—. Me alegro de que ya estés mejor.
—Hola. —Se saludan con dos besos. Gina es lo más parecido a una amiga que se puede tener en el trabajo—. El resfriado me ha dejado hecha polvo, pero sí, ya estoy bastante bien.
—Por cierto, ayer un cliente dejó algo para ti. —Raquel da un respingo. No puede ser otro que Luis—. Espera un momento, que lo guardé en la taquilla. Me cambio y te lo traigo.
Raquel nota cómo se le acelera todo el organismo. Se pone a ordenar el mostrador y le pasa la bayeta; luego sigue con las tazas y las cucharillas, que ya había ordenado previamente.
—Toma.
Raquel recibe el paquete envuelto. Es evidente que se trata de un libro. Rasga el papel sin reparar en Gina, que la observa con curiosidad. «Locuras de Brooklyn, Paul Auster». No lo ha leído.
—Joder, ojalá a mí me hicieran regalos así. Un día un tío me dejó un paquete de chicles. El muy gilipollas había apuntado su número de teléfono en el envoltorio.
Raquel no la escucha. Abre el libro y, como intuía, Luis ha escrito algo en la primera página. Lee con ansia y temor.
«No creo en las segundas oportunidades. Sin embargo, sí creo que existen personas capaces de sobreponerse al pasado, con la fuerza suficiente para convivir con él y seguir adelante. Tú deberías ser una de ellas. Hay que tener mucha fuerza interior para vestir esa sonrisa tan reconfortante para quienes tienen la suerte de contemplarla.
Espero que te guste el libro. Es una historia optimista. Tiene partes angustiosas, pero el conjunto deja buen sabor de boca. A pesar de esos personajes llenos de cicatrices, Auster sí cree en las segundas oportunidades.
Gracias por estos días. No dejes de sonreír.
Luis».
Raquel cierra el libro y lo aprieta contra el pecho.
—Que tengas una tarde tranquila —le desea a Gina, con una sonrisa dolorosa.
Fin
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