Abrí los ojos una tarde del mes de mayo. En realidad creo que ya los tenía abiertos, pero cuando la luz mundana se estrella contra tu cara, después de pasar nueve cómodos meses sumergida en la penumbra del vientre materno, es inevitable cerrar los ojos y, llorar o reír, según sea el caso. Yo no lloré, tal vez mi rostro era de sorpresa, o quizás, mi rostro amoratado y compungido no denotó ningún sentimiento en ese momento. Pero creo que estaba feliz, tal vez a punto de sonreír, pues la persona que me recibió fue ella misma, es decir, mi bella madre. Ella es enfermera, así que está familiarizada con este tipo de circunstancias, aunque tener que recibir a tu propia hija debe, cuando menos, ser una labor traumatizante. En ese momento no se lo pregunté, solo recuerdo que cuando la vi era tan hermosa como me lo venía sugiriendo su voz desde que me instalé allí dentro. Años después me contaría con lujo de detalle nuestra historia.
Lo más sorprendente del caso es que una mujer en estos tiempos en que la gente hace lo posible por repeler el dolor, no habría tenido un parto tan «ágil» como en esas circunstancias en las que nací, menos aún tratándose del segundo parto en menos de diez meses. Así como se los cuento, mi hermano nació diez meses antes que yo, y mi madre quedó encinta —mejor dicho, fue preñada— de mí sin siquiera permitirse descansar la cuarentena. En realidad no es algo de lo que se deba hacer alarde, tampoco soy la persona más indicada para juzgar sobre la irresponsabilidad de semejante eventualidad y, sin embargo, por encima de todos los méritos que pueden atribuirse a una mujer-madre, es importante sumar, en el caso de la mía, esta proeza.
Siguiendo con el relato, les contaba que mi madre es enfermera y una joven madre. A sus veintipocos años tendría que renunciar a ejercer su profesión para hacerse cargo de sus dos pequeñas crías, con todos los inconvenientes que esta circunstancia le acarreaba. En fin, que más de alguna seguro que hizo frente a la misma situación, así que se sentirá plenamente identificada. Ojo, que eso no significa que haya sido o que sea una situación que deba normalizarse.
Aquel día de mayo, como ocurre en la mayoría de los alumbramientos, las contracciones preparto fueron el preludio de mi llegada. Sin embargo, no recuerdo haber tenido tanta prisa por salir, como lo describe mi madre. Pero siempre es bueno escuchar las dos versiones.
Ante el aviso de mi salida, mi padre —que no les sorprenda que en mi relato aparezca solo puntualmente—, pensó que tendría tiempo suficiente para ir a su lugar de trabajo y solicitar que le prestaran un vehículo para llevar a mi madre, conmigo dentro evidentemente, al hospital donde, como es habitual, facilitarían el trabajo de parto bajo la supervisión de las personas especialistas.
En esta parte suelo hacer una breve pausa en la historia, pues me sigo preguntando si puede haber mejores especialistas en un parto que las propias madres y aun así, muchas mujeres siguen muriendo por causas prevenibles relacionadas con el embarazo y el parto.
Por tal motivo, como buena previsora y mujer preparada, mi madre se proveyó de un par de sábanas limpias, una toalla e igualmente, puso unas tijeras en agua hirviendo, emulando la antigua técnica de esterilización, pues habría que cortar el cordón umbilical de alguna manera. Apenas hubo tiempo para disponer de todo aquello antes de que las contracciones fueran más continuas (y las contradicciones también, pero de eso hablaremos en otro momento), por lo que tuvo que cesar su ajetreo para concentrarse en lo que estaba a punto de acontecer: mi nacimiento. Estaba claro que mi padre no llegaría a tiempo, así que mi madre empezó a pujar, con más ímpetu hasta que salí expulsada de su vientre.
Lo ideal hubiera sido que alguien acompañara a mi madre en estos momentos, por ejemplo alguna vecina, amigas o compañeras de la facultad, colegas enfermeras o incluso alguno de sus diez hermanos y hermanas. Nadie estaba cerca, ya fuera por la distancia o porque simplemente, la red de solidaridad de mi madre en ese entonces era lo que se dice, inexistente. No tuvo la confianza ni siquiera para contárselo a sus propios padres. Pensando en esta situación, creo que lo mejor que pudo pasar es que, ni presta, ni perezosa, llegué a sus brazos para hacernos compañía mutuamente.
No sabemos si pasó una hora, o dos. A ella le sigue pareciendo que podía esperar un poco más, yo sin embargo, no puedo afirmar a ciencia cierta que el mío fuese un nacimiento exprés. Suelo reiterar, para aquellas personas que no lo recuerden, que el alumbramiento, más allá de ser doloroso para las madres, es también un acontecimiento traumático para la mayoría de las crías. Por ello creo que, después de tanta comodidad ofrecida desde el vientre materno, nadie tiene demasiada prisa por salir, ni los más temerarios. Pasar a formar parte del mundanal caos es el tránsito más abrupto y violento que puede padecer un ser humano, afortunadamente, solo se nace una vez en la vida.
—Pero tú, ¿qué te has tomao tú esta noche que te has quedao así? Anda, qué te habrán hecho, ¿eh, gorda? —le espetó el borracho, babeando, a un escaso metro de distancia.
Ana y su inmensa barriga acababan de tomar aliento tras la última y abrasadora contracción de expulsivo, aun así la respuesta tuvo ganas y tiempo de abalanzarse sobre sus cuerdas vocales, como la lengua del sapo sale disparada tras su presa:
—Lo mismo que le hicieron a tu madre —escupió, antes de que una nueva oleada de dolor la retorciera de nuevo. Se agarró del cuello de Sílvia, su comadrona, que la sujetaba, abrazándola, en la entrada de urgencias del hospital, y le decía una vez más:
—Aguanta, tú puedes, sopla, sopla, sopla, así: buf, buf, buf. No empujes, ahora ya no puedes empujar, sobre todo no empujes. Siéntate en la silla de ruedas, cariño, en seguida vamos, ya llegamos. Por lo que más quieras, ¡no empujes!
Y Ana pensaba en cómo se hacía eso de no empujar, si todo su cuerpo tiraba de ella hacia el núcleo de la tierra con cada contracción, con una fuerza invencible e inusitada que retorcía implacable todas sus terminaciones nerviosas, como quien intenta deshacer un nudo de cuerdas sin maña ni atino y tensa aún más la maraña del desorden.
Eso era ella; un nudo de cables de algún electrodoméstico averiado en el que su hijo se había quedado atrapado sin poder salir, como un insecto en la tela implacable de la araña.
Las puertas batidoras que daban paso al pabellón de las parturientas se abrieron, y la silla con Ana, empujada ahora por un camillero, entró en volandas hacia una sala vacía. ¿Dónde estaba Sílvia, su comadrona? Ana miró en todas direcciones, mas no la vio. Como ya esperaba, no la habían dejado entrar, pero constatarlo la desanimó: sin nadie conocido a quien recurrir, se sintió sola y muy pequeña. Temblaba de miedo, aunque por poco tiempo; la siguiente contracción de expulsivo acudía cada cinco segundos fiel a su cita y le hacía olvidar hasta su nombre; aquel terremoto podía con todo y más, hasta con el pánico instalado ahora en sus huesos.
Dos camilleros entraron y la colocaron sobre la camilla. Sin mediar palabra, le quitaron el vestido y le pusieron una bata blanca abierta por detrás. Poco después, entró una enfermera armada con una libreta y un boli que, sin saludarla, empezó a preguntarle con desdén:
—¿Cómo se llama la comadrona que te atendía en casa?
—Sílvia, se llama Sílvia.
—Ya… ¿Y dónde está ahora tu Sílvia?, ¿eh?
—…
—¿Cuándo te has puesto de parto?
—Hace quince horas. Llevo ya más de dos de expulsivo, quizás tres… Uy, me llega otra…
—Por dios, ¿estás loca?, ¿por qué no has venido antes? Todo muy natural lo queréis, algunas mujeres; que si parto en casa, que si parto sin episiotomía, que si parto sin epidural, que si parto con dolor, que si no me hagas esto o aquello…, y ahora mira, mira cómo estás. ¿Qué quieres que tu hijo se muera o qué? —Y tras su retahíla de palabras, se fue, sin más, dejando tras de sí la crecida de un río de incertidumbre.
Ana se retorcía en la camilla, esperando a que pasara pronto la contracción, que arremetía de nuevo con fuerza. Le parecía que estaba viviendo una pesadilla; no podía entender cómo se había torcido todo tanto.
Las primeras contracciones llegaron al mediodía, justo cuando había acabado de comer y se disponía a ver la tele un rato; enseguida supo que aquel dolor no era como el que había notado durante las dos últimas semanas; ahora sentía como si dos forzudos comenzaran a estirar de cada extremo de una cuerda atada a su bajo vientre. No tardó en buscar refugio en la penumbra de un rincón de su habitación; cuando llegó su comadrona, la encontró sentada como un gato, ronroneando, y emitiendo un sonido espontáneo y gutural, parecido a un om, que la liberaba algo del dolor; su útero tomaba aliento y se abría, paso a paso, milímetro a milímetro, con cada arremetida. Las horas de la tarde y de la noche se fueron sucediendo con una cadencia extraña: pese a que las contracciones se precipitaban, descolocándola, se sentía fuerte, suspendida en el tiempo y en el espacio, sumergida en un mar de endorfinas; el miedo era tan solo una isla diminuta avistada de lejos. Cuando hacia las tres de la mañana le dijeron que ya estaba dilatada de diez centímetros, no se lo podía creer: había llegado el momento, el descenso esperado, el descubrimiento de una cara que solo había podido vislumbrar en sueños.
Sintió que alguien le acariciaba el pelo, y se giró: era otra enfermera, que le sonreía con dulzura antes de explicarle que debía permanecer sin moverse mientras el anestesista le inyectaba la epidural en la columna vertebral. Ana no sabía si sería capaz de permanecer inmóvil mientras la derribaba el maremoto de la siguiente contracción.
—Si te me mueves, te puedo dejar inválida; así que tú misma —le advirtió secamente el anestesista.
—Es que no voy a poder evitarlo —le respondió asustada.
— Sí, ya verás como puedes —le animó la enfermera acariciándole la cara y mirándola a los ojos—. Ya verás, contaremos juntas; justo cuando se te vaya la contracción, empieza a contar. Disponemos de unos cinco segundos hasta la siguiente, ¿verdad? Tiempo suficiente para ponerte la inyección.
Ante tantas miradas desaprobadoras, aquella enfermera le parecía un ángel caído del cielo. ¡Qué suerte tenerla a su lado!
—No te vayas —le suplicó, cogiéndole de la mano—. Gracias, gracias por estar aquí.
—No me voy a mover de tu vera, cariño.
Cuando la última contracción retrocedió, Ana contuvo la respiración, tal y como le habían indicado, y cerró los ojos mientras sentía que la aguja descargaba su dosis. Imaginó que estaba en su habitación, su hijo descendía de su vagina suavemente y ella misma lo cogía en brazos; qué hermoso era.
Había soñado e idealizado tantas veces ese momento que dio un respingo cuando en casa, animada por la comadrona, introdujo todo lo largo de su dedo índice en el interior de la vagina y topó con la vida que luchaba por salir de entre sus piernas; era una especie de materia blanda, indefinida y apepinada; ¿de verdad era eso la cabeza de su hijo?, pensó, y una mueca de susto se dibujó en su cara. La comadrona, que se dio cuenta, intentó animarla:
—¿Ya está aquí, ves? No queda nada. Venga, ahora cuélgate de mi cuello y cuando venga la contracción: empuja, empuja, deja salir a tu hijo —le decía Sílvia.
Pero no; ni aquella contracción, ni la siguiente, ni la otra, ni las que vinieron durante las dos horas posteriores sirvieron para materializar el sueño. Empujó, gruñendo y chillando con toda su alma; de rodillas, sentada en una silla de partos, de pie, apoyándose con las manos en la pared, tendida en la cama extenuada… Parecía una guerrera vikinga en plena batalla, luchando por merecerse un lugar en el Valhalla. Pero ninguna posición resultaba válida. De la vagina y sus labios, cada vez más edematizados, no salía ningún niño, solo caían gotas de sangre que se habían mezclado en el suelo con restos fecales, desprendidos por el esfuerzo de los pujos.
Habían pasado ya más de catorce horas desde aquella primera leve contracción y más de dos horas de un expulsivo feroz, infructuoso e interminable. Por alguna razón, la cabeza quedó atrapada en la maraña de cables, en la tela de la araña, en una vagina primeriza y asustada a la que la contrariedad pilló por sorpresa.
Eran las cinco y media de la mañana, los petardos ensordecedores de la verbena de Sant Joan aún resonaban, resistiéndose a quedar extinguidos hasta el año próximo, cuando la comadrona le anunció, tras hacerle un tacto vaginal y auscultar a su hijo, que debían ir al hospital:
—Lo hemos intentado todo, Ana, lo has hecho muy bien, pero tu hijo no puede salir. Es el momento de ir al hospital. Necesitas ayuda, no podemos esperar más, tu hijo empieza a estar cansado, y tú también… Todo está bien y todo va a ir bien. No te preocupes.
—¡Pero yo no quiero ir al hospital, no van a entender que haya querido parir en casa! Y tú ¡no podrás estar conmigo! ¡Me da miedo ir al hospital!
Todo el cuerpo empezó a dolerle más, la angustia crecía en su interior, se resistía a imaginarse en la camilla de un hospital, rodeada de máquinas e instrumentos; todo allá le parecía inhóspito, agresivo, lleno de dedos acusadores. El parto soñado se esfumaba como la última imagen de un sueño justo antes de despertar.
No sabía cómo había podido aguantarse quieta, aquel anestesista había sido realmente rápido. La anestesia barrió aquel dolor infructuoso y lo escondió en el fondo de su memoria, aunque su cuerpo se convirtió en una marioneta: no sentía sus piernas ni el oleaje de las contracciones; ahora era una fiera domada que esperaba la hora de que le trajeran el almuerzo.
—¿Cómo estará mi hijo?, ¿está bien? —preguntó a tres enfermeras que entraban en la sala de partos. —No lo sentía en su interior, no conseguía sentirse conectada a su bebé desde que le dijeron que tenía que ir al hospital; y temía lo peor, pero nadie le respondió.
Vio entrar a un hombre vestido de blanco, que rebosó el paritorio con su autoridad. Ni saludó ni se presentó, ni tan siquiera la miró a la cara. Solo empezó a hacer preguntas breves al equipo médico, y a dar órdenes con premura y sequedad.
Ana se sentía partida en dos: su cabeza, que reposaba en la camilla, era un torbellino de pensamientos y sentimientos que se enredaban y circulaban como un ciclón dando vueltas a la altura de su pecho; más allá de su ombligo: una trinchera; no había más que un escaparate que no podía divisar; solo podía imaginar su sexo hinchado y dolorido, con la cabeza de su hijo atrapada en él como en un embudo.
Al rato, una enfermera se animó a hablarle:
—¿Cuánto te ha costado que te atendieran en casa? ¿Cuánto te han cobrado?
—¿Y qué importa eso ahora? —dijo Ana, con el corazón acelerado, sintiendo que cometía el error de rebelarse; era el pataleo inútil de un conejo a punto de ser degollado.
—Es que no sé por qué os dejáis enredar algunas mujeres. Mira, ¿ves?, aquí te lo hacemos gratis, todo gratis, aunque vengas a última hora y con problemas. Y encima, te atendemos a las seis de la mañana, como a ti. Y eso que es un día festivo. Y sin dolor. ¿Pero qué más quieres?
—Eso, y encima gratis, niña. ¡Qué ganas de pasarlo mal en tu casa! ¡Que ahora ya no hace falta sufrir, chiquilla! Que a parir se viene al hospital, ¡que ya estamos en el siglo XXI! —corroboró otra enfermera.
Ana no les respondió, sintió ganas de llorar, y rabia, pero no lloró. Buscó la mirada de la enfermera amable; no la encontró; el ángel miraba al suelo mientras seguía dándole la mano. No podía más que dejarse tratar mal; la vida de su hijo, y la suya, eran ahora mucho más importantes que cualquier desplante.
Y se repetía a sí misma, como un mantra: «Todo va a salir bien, todo va salir bien». ¿Pero por qué todo el mundo la trataba tan mal?, ¿por qué una mujer no podía querer, o al menos intentar, parir en su casa, con una comadrona experimentada?, ¿por qué no habían dejado pasar a Sílvia? Les hubiera podido explicar cómo había ido el parto, cómo habían luchado su hijo y ella, con qué fuerza había empujado, cómo había aguantado su hijo tanto esfuerzo sin registrar sufrimiento fetal; todo había ido tan bien…
—Pásale el fórceps —oyó que comentaba otra enfermera.
—¿Me van a hacer una episiotomía? —preguntó, pero tampoco nadie le respondió.
Tanto movimiento y actividad la desconcertaban porque nadie le informaba de qué ocurría; cinco uniformados de blanco moviéndose alrededor de su sexo, blandiendo sus instrumentos metálicos; pero ella no podía ver nada tras la barricada de sus piernas; ni podía ver nada ni sentía nada; y sin embargo, las luces del techo iluminaban el paritorio con pasmosa inocuidad, como si lo que ocurría bajo su influencia: su vida, su parto abortado, su hijo, ¿vivo o muerto?, fuera parte de una insulsa cotidianidad.
De repente, vio el cuerpo de Héctor, su hijo, en brazos de una enfermera. Se lo acercó brevemente; era precioso, tal y como lo había visto en sueños, sin embargo tenía los ojos cerrados, no se movía ni lloraba.
—¿Está bien? ¿Por qué no llora? —preguntó angustiada, pero tampoco le respondieron; se lo llevaron hacia el fondo de la sala.
Tras treinta segundos insoportables, oyó su primer bramido. Empezó a llamarle por su nombre, a gritos; ahora sí, con los ojos llenos de lágrimas.
—¡Héctor, Héctor! ¿Me oyes?
La enfermera salió enseguida de la sala con Héctor en brazos. Poco después, también salió el ginecólogo, sin despedirse. Nunca sabría su nombre.
—Bueno, y ahora te toca a ti, señorita. Con este hilo y esta aguja, vamos a hacerte aquí abajo una obra de arte. Tenemos muuuucho trabajo —dijo una de las enfermeras.
El comentario les pareció muy gracioso y todos empezaron a reír, menos Ana; a pesar del pavor que le provocaba la frase que acababa de oír, se encontraba muy lejos, pensando en dónde se habían llevado a su hijo, en cómo se encontraba, en cuándo podría verle de nuevo…
Se lo trajeron a su habitación pasadas dos largas horas.
Las religiones del mundo tienen características similares y ritos de fundamentos semejantes. En la práctica de las religiones antiguas las sociedades parecerían, ante nuestros ojos, ritos de barbarie y salvajismo. Sin embargo los orígenes de muchas religiones comparten conceptos como el de virginidad, resurrección, castidad, purificación, alimentación del espíritu, integración a la comunidad, así como los sacrificios y los ritos por medio de invocaciones, danzas y representaciones teatrales. Entre esas semejanzas debemos tomar en cuenta calendarios y fechas rituales con el único afán de clarificar el porqué la celebración cristiana del nacimiento del sol se lleva a cabo el 24 de diciembre, -día denominado noche buena y el 25 navidad: el nacimiento de la divinidad en la tierra.
Las religiones paganas, antiguas, basaban su pensamiento mítico en la relaciones de los fenómenos naturales con el dominio que distintos dioses tenían sobre éstos. El imaginario colectivo y las prácticas rituales forman pues, el Estado. Los hombres agradecían a los dioses, tanto los beneficios que la naturaleza podía otorgarles así como la enseñanza de la explotación de ésta por medio de la agricultura –que significa el fin del canibalismo en varias civilizaciones. El sistema de producción es el fundamento de todas las religiones antiguas; bajo un sentido de comunidad en el cual toda la ciudad era recompensada por sus ofrendas y reconocimiento de dichos dioses como proveedores y maestros y, por tanto, los errores cometidos por un miembro de la comunidad sembraba el caos ante los ojos de los dioses. Para restaurar el orden del universo era necesario un castigo que implicaba a toda la comunidad. El Estado teocrático se fundamenta en la normativa de la religión que, a su vez, son las leyes del Estado. El macrocosmos se materializa, se hace terreno. Los dioses son materiales y territoriales.
Así pues, el nacimiento del Sol relacionado con el fenómeno del solsticio de invierno, que de acuerdo al calendario Juliano, éste sucede el 25 de diciembre. “El ritual de la navidad, como al parecer se realiza en Siria y en Egipto, era muy notable. Los celebrantes reunidos en capillas interiores, salían a media noche gritando. La Virgen ha parido ¡La luz está aumentando […] Sin duda en el solsticio hiemal, la Virgen que concebía y paría un hijo el 25 de diciembre era la gran diosa oriental que los semitas llamaron la Virgen Celeste o simplemente la Diosa Celestial; en los países semíticos era una forma de Astarté” (G. Frazer, 1992, p.414) Sin entrar en detalle cabe aclarar que, Atis, sufre la muerte y la resurrección en la fecha del 25 de marzo, coincidentemente con el equinoccio de primavera y que se relaciona, a su vez, con las Pascuas. Muchos cristianos celebraban la fiesta de la resurrección este mismo 25 de marzo. Las fechas que remiten a festividades religiosas del cristianismo primario tienen una fuerte relación conceptual como la virginidad de la Diosa Celeste, el nacimiento del dios Sol, así como también la muerte y resurrección del dios para beneficio del género humano.
La conciencia ha dictado al hombre su esencia inmaterial, su espíritu, mas la búsqueda perpetua del hombre tras el espíritu genera en sus más profundos pensamientos la idea de la trascendencia, la vida después de la muerte que dependerá, necesariamente de una figura divina. El imaginario colectivo de las religiones antiguas especula sobre diferentes espacios materiales así como la conservación de los cuerpos en el misterio de la muerte. En todas estas concepciones particulares los universales se recrean a partir de esencias como la virtud del alma, la purificación, los placeres del alma (intelectuales; inmateriales) por sobre los del cuerpo (la embriaguez, el sexo, la ingesta). Sin embargo la conservación de los cuerpos, que da origen a la práctica del embalsamamiento en las regiones de Egipto indica la intrínseca relación que tiene el cuerpo material en la región donde todos sirven al rey de los muertos, Osiris. “Los millares de tumbas esgrafiadas y pintadas que han sido abiertas en el valle del Nilo prueban que el misterio de la resurrección actuaba en beneficio de todos los egipcios que morían; como Osiris, muerto y resucitado de entre los muertos, del mismo modo esperaban todos rescatarse de la muerte a una vida eterna” (G. Frazer, 1992, p.423) Es importante resaltar de esta cita todos los egipcios que morían que se trata de un rescate comunitario; un rescate porque no se desarrollaba, como en el cristianismo, el concepto de la salvación. Este concepto en la teología cristiana fundamentada en san Agustín pero pregonada por los primeros cristianos, se realiza solamente bajo la esfera individual. Las categorías del perdón, el pecado, el arrepentimiento, el amor incondicional, -entre muchas otras de la misma naturaleza- establecidas por san Agustín en la primera teología cristiana y trabajadas también por santo Tomás en la escolástica, sin olvidar, por supuesto la esencia de los dogmas establecida las tablas de la ley de la tradición Judía, determinan finalmente, los dogmas o bien las leyes divinas para la salvación de cada uno de los hombres. Y es, en el Renacimiento, cuando junto con el humanismo se consolida la religión cristiana como la más poderosa de occidente y que no tardará mucho más en secularizarse… La única posibilidad de ser salvado es a través de Jesús-Cristo, el verbo hecho carne: la ley del ser supremo único y creador, en la voz (el espíritu) de su hijo Jesús, llamado también, hijo del hombre.
El nacimiento del sol es símbolo de una nueva oportunidad en la existencia de los hombres y sus comunidades, símbolo también de trascendencia y –en el caso del cristianismo- inmanencia de Dios en la tierra con el propósito de una salvación individual y con ello la vida eterna prometida. La concepción humana esencial sobre el nacimiento del sol cuando la luz comienza a crecer en el mundo de las religiones de occidente, es cuando el espíritu del hombre, con más fervor, celebra la vida, celebra su existencia y, agradece y ofrenda a su divinidad. Desde las miradas de todos los tiempos el espíritu humano marca, -calendariza- su camino a la trascendencia a partir de su cultura, su fe y sobre la necesidad deificadora que surge desde los recovecos más profundos de su espíritu.
Estos días, en una de mis frecuentes meditaciones, he llegado a la conclusión de que el bebé, antes de nacer, debería poder decidir si quiere hacerlo o no.
Se debería buscar algún elemento técnico, mediante el cual se le informara al bebé, antes de nacer, de los peligros a los que va a enfrentarse si decide venir al mundo. Pienso que el bebé, una vez enterado de la situación que se va encontrar, sería el que decidiese algo tan importante como venir o no a este mundo. Que supiera qué es el euribor, el desalojo, la hipoteca, el paro, etc. Creo que es una crueldad, que una noche de pasión, dé como resultado el que alguien inocente tenga que enfrentarse en el futuro a tantos males que le rodearan, y con el peligro añadido de que al final se decidiese a ser político. Entonces sí la hemos cagado. Futuros padres…
Debe estar conectado para enviar un comentario.