
El abuelo le da miedo. Los domingos Luna se hace la dormida, con la esperanza de que mamá olvidará la visita a la residencia, pero siempre se acuerda. «Verte lo pone contento», le dice. Sin embargo, Luna nunca ha visto sonreír al abuelo, ni hablar; ni siquiera una señal de reconocimiento en su expresión vacía.
El autobús las deja frente al viejo recinto de muros grises que dan a un jardín instalado en un otoño perpetuo, sin flores ni pájaros. Luna agarra fuerte la mano de mamá.
—Hija, estás helada.
Y rígida, como cada domingo.
Mamá pulsa el timbre. Mientras esperan, Luna huele la humedad. Imagina que así debe oler una casa abandonada y oscura, pero en la residencia hay mucha gente.
Se pregunta por qué si el abuelo es alguien a quien hay que querer, vive en una casa con rejas, como una cárcel. Una vez se lo preguntó a mamá, y lloró. Papá se había marchado hacía poco dando un portazo. Casi no recuerda a papá, pero el portazo aún retumba en su cabeza.
Por el jardín vagan algunos ancianos. Parecen fantasmas. Luna se acerca más a mamá y desea que la visita acabe pronto.
El abuelo las espera en su silla de ruedas, en el centro de una sala triste como un día nublado, de donde han borrado el amarillo, el rojo y el azul, los colores favoritos de Luna.
—Hola, hija.
La voz surge, lenta y apagada, desde un lugar muy profundo. Luna cree que la ha imaginado, pero entonces se da cuenta de que el abuelo las mira.
Mamá se le acerca, le acaricia la cabeza y lo besa en la mejilla.
—¿Cómo estás, papá? —pregunta con dulzura.
Luna no puede apartar la vista de los ojos del abuelo. Por primera vez parecen los de una persona. Amarillos, cuarteados por venillas rojas, y con un extraño cerco negro en torno a un pequeño círculo azul casi translúcido.
«Amarillo, rojo y azul», reflexiona sorprendida. Se ha soltado de la mano de mamá, y observa desde la distancia.
—Luna, ven a saludar a tu abuelo. ¿No ves qué contento se ha puesto?
El rostro anciano parece tan inexpresivo como siempre, pero en sus ojos ve reconocimiento y, con el corazón acelerado, se le acerca. Un movimiento en la ventana llama su atención. Sonríe al descubrir al gorrión posado en la reja.
«A mí también me gustan los pajarillos».
Luna está segura de que el abuelo le ha hablado con el pensamiento. Se gira hacia él, y vuelve a quedar atrapada en su mirada.
—Dale un beso al abuelo, hija.
«Amarillo, rojo y azul», se repite, y se detiene junto a la silla. El abuelo levanta las manos temblorosas. Luna las coge, y se le congela el corazón: el cerco oscuro en torno a la pupila crece despacio, hasta que los ojos se convierten en dos bolas negras.
«A mí también me gustan los pajarillos», escucha Luna en su cabeza.
El abuelo sonríe mientras sus ojos se deshacen.
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