
Confieso que rompí el jarrón de cerámica que te había regalado tu hermano cuando volvió de Grecia, ese que estaba en la cómoda tan coqueta que había en la esquina del pasillo de la casa de San Fernando, ¿te acuerdas, madre? Sin querer lo hice, corriendo alocado con mis seis años, o quizá fueran siete, detrás de una pelota que no dejaba de botar y rodar, con la vista puesta en ella y en nada más que en ella, como un burro con anteojeras, y la cabeza gacha con la que embestí aquella pata elegante aunque un poco coja, sea dicho en mi descargo, que hizo tambalearse al mueble y bailar al jarrón sobre la superficie de madera bien barnizada antes de caer y hacerse añicos contra el suelo. Fui yo, madre, por más que lo negase entonces, negación absurda que de nada me sirvió, pero que mantuve tozudamente mientras recibía unos cuantos azotes y reprimendas.
Lo confieso ahora porque no está mal hacer, de vez en cuando, examen de conciencia, como nos recomendaba don Mateo, el sacerdote contrahecho del colegio de La Salle, aunque sin tantas formalidades ni ceremonias, y también porque ahora me duele más que entonces, no los azotes que recibí, sino el recuerdo de la tristeza que mostraste mientras recogías los pedazos rotos con tus dedos que empezaban a revelar síntomas de la artrosis que hoy te devora, y los colocabas amorosamente en la concavidad de la falda, allí agachada, moviendo la cabeza porque no, no tenía remedio el desaguisado, y dejando escapar una lagrimita furtiva, tan pequeña y contenida que se secó antes de llegar al mentón. Y aquel recuerdo me ha asaltado con la nitidez de lo tangible y la contundencia de una pedrada, y por eso ahora soy yo quien deja escapar una lágrima pesada y torpe que atraviesa el pómulo y discurre bajo la barba casi gris de mi mejilla antes de volar y caer en el polvo del paseo, dejando en él una marca dentada y cóncava como una chapa.
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