Centrifugando recuerdos (XXXVI)


Circo de Pineta - Cascada del Cinca
Foto: Benjamín Recacha

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Después de quedárselo mirando durante unos segundos, como si fuera un objeto extraño que acabara de descubrir, Luis enciende el cigarrillo. Desde hace unas semanas fuma menos, pero no se ha planteado dejarlo. Suelta una bocanada de humo y observa cómo se diluye en su camino hacia el cielo. Le gusta saborear esos cigarrillos que fuma sin prisa, sin la urgencia que provoca la falta de nicotina en el organismo.

Está sentado en una roca, a medio camino en su ascenso hacia la cascada. Quizás meterse veneno en los pulmones a dos mil metros de altura no sea la manera más saludable de hacer un descanso después de dos horas de dura ruta. Luis lo sabe, pero le apetecía ese cigarrillo, aunque le acabe provocando un repentino ataque de tos.

—Mierda —maldice.

Apaga el pitillo contra la roca y lo mete en la bolsa que lleva para los residuos. Antes no se fijaba tanto, pero ahora no soporta encontrarse colillas, papelitos y envoltorios diversos tirados en medio de la naturaleza, así que desde hace un tiempo procura que la única señal que quede a su paso sean las huellas de sus botas.

Saca la cantimplora de la mochila y le da un generoso trago para aplacar la sed y la tos.

Mira alrededor. Le parece mentira que esos contrastes entre montañas, bosques, rocas, ríos, cascadas, heleros, flores, cielo y nubes sean reales. Saca la cámara de fotos de la funda. Aún no ha renunciado a ella. Le parece que hacer fotos con el móvil es menos auténtico, aunque el resultado para un fotógrafo ocasional como él sea más o menos igual de malo. Encuadra por aquí y por allá, pero no se decide a apretar el botón; tiene la sensación de que cualquier foto que haga se quedará a años luz de reflejar la grandiosidad del espectáculo que está presenciando en directo.

Hace un año estuvo en el mismo sitio. Recuerda su estado de ánimo de entonces y le parece mentira, como si aquel tipo derrotado fuera el personaje de una de esas películas insoportables. Ahora afronta la vida de otra manera y ha renunciado a pasar cuentas con el pasado, o eso al menos es lo que se dice a sí mismo. Mientras contempla la inmensidad del escenario en el que se encuentra, que aunque no sea nuevo para él desborda sus sentidos como si fuera la primera vez que lo admira, vuelve a pensar en Sara. Una cuenta pendiente que no logra superar, por mucho que quiera aparentar lo contrario.

Resopla y se incorpora. Continuar castigando las piernas le ayudará a despejar la mente. Levanta la vista hacia la cascada y se encuentra con el estrecho y empinado sendero serpenteante que garabatea la ladera de la montaña y que, muy arriba y muy lejos aún, desemboca en la blanca cola de caballo. Y pese a estar tan lejos, hace rato que oye el rugido de las aguas salvajes derramándose hacia el vacío.

Se cuelga la mochila, agarra el bastón, y reemprende la marcha por el caminito de tierra y piedra suelta. Los saltamontes se apartan de las peligrosas botas con brincos imprecisos, las mariposas revolotean aquí y allá, las moscas y los abejorros zumban de flor en flor, de vez en cuando se oye el graznido indolente de las chovas y los cuervos, y conforme gana altura se propagan los penetrantes silbidos de alerta de las marmotas.

Hace calor. Salió temprano para evitar exponerse demasiado al sol implacable, que ahora, apenas las diez, ya calienta toda la montaña. A la altura que se encuentra no quedan árboles a cuya sombra refugiarse. Luis tiene la espalda empapada y los chorreones de sudor le caen por la cara y el cuello. Está tentado de quitarse la gorra, pero es la única barrera que impide que el sol le achicharre la cabeza, así que se la deja puesta.

La gran cascada ya está cerca. Mientras la mira, una brisa ligera arrastra minúsculas gotas de agua que escapan de los dominios de su estruendosa madre. Luis recibe la caricia húmeda con placer y afronta animado los últimos repechos de la excursión.

Por fin ha llegado. De pie sobre una roca, la cascada aparece ante él en toda su magnitud. El espectáculo, visual y sonoro, lo deja sin palabras. No vale la pena buscarlas. Ante semejante belleza salvaje sólo cabe sentir. Pese a que el sol calienta implacable, el agua en suspensión que despide la violencia de la cascada en su salto al vacío y al chocar contra las rocas refresca el ambiente hasta el punto de poner la piel de gallina. Luis no está seguro cuánto hay en ello de reacción al contraste de temperaturas y cuánto de respuesta al impresionante espectáculo.

Abajo, junto a la laguna donde las aguas recién vertidas se toman un descanso, los excursionistas más madrugadores reponen fuerzas. Hay cuatro, todos con manga larga. «Vamos allá», resuelve Luis, al tiempo que guarda la cámara con la que ha tomado algunas fotos sin conseguir atrapar la cascada en toda su longitud.

Retoma el sendero que, zigzagueante, desciende hacia la parte accesible al pie del enorme salto de agua. Un par de minutos después, en pleno descenso, el sudor ya se le ha secado y empieza a tener frío. Sin embargo, decide no recurrir a la sudadera hasta llegar abajo.

Ya está. Se descuelga la mochila y la deja sobre una roca. Casi todo el paraje aparece empapado. Él vuelve a estarlo, pero esta vez por culpa del agua que salpica. Es casi como si estuviera lloviendo. Luis no puede apartar la vista de la cascada. El ruido es estruendoso pero, sin embargo, no molesta. Por fin abre la mochila y recupera la sudadera.

Un par de montañeros emprenden el camino de regreso.

—Hola, buenos días —se saludan.

Junto a la laguna ya sólo queda un chico con un perro que juega a entrar y salir del agua helada, y un poco más arriba, sentada sobre una roca de cara a la cascada, una mujer que, acurrucada, se protege del frío y la humedad con una chaqueta y su capucha.

Luis busca un rincón que le sirva de parapeto y se sienta a tomar un bocado. Poco después el chico y el perro se marchan. Antes de tomar el sendero, el perro, de alguna de esas preciosas razas de pastor, se acerca a olfatearlo y Luis lo acaricia.

—Es un chafardero, pero buen tipo —resume el dueño.

—Es precioso —contesta Luis. Ambos sonríen.

—Hasta luego —se despiden.

Desde su posición, Luis domina parte del camino por el que ha transitado. A lo lejos aparecen pequeños grupos de hormiguitas que van ascendiendo. En un rato le harán compañía. Vuelve a mirar a la mujer de la capucha. Sigue ahí, inmóvil. «Debe estar empapándose», concluye extrañado.

Después de comerse un pedazo de fuet con pan, un buen trozo de queso y un melocotón, decide acercarse a la cascada para hacerle más fotos. La roca donde su vecina parece que se haya quedado dormida es un buen sitio.

Se encarama a la gran piedra de superficie plana y lo recibe una ráfaga gélida de las gotas de agua que despide la cascada al chocar contra la laguna. Está ahí mismo, a unos pocos metros, y la fuerza que transmite hace pensar a Luis que va a perder el equilibrio, así que se agacha y apunta con la cámara en cuclillas.

—Es increíble, ¿verdad?

La voz llega con dificultad a los oídos de Luis. La joven está ahí mismo, pero el ruido ensordecedor del agua se impone a cualquier otro sonido. Gira la cabeza hacia ella, y al principio no puede creer lo que ve. «No, no puede ser. Me está engañando el subconsciente».

Ella sigue mirando a la cascada, y sin esperar respuesta, retoma la palabra:

—No imaginaba que un espectáculo así fuera posible. He perdido la noción del tiempo, es como si me hubiera quedado hipnotizada.

Entonces, atraída por una fuerza invisible, superior al magnetismo de la cascada, gira el cuello hacia el recién llegado, y se queda con la boca abierta. Los dos se miran perplejos.

—Luis… —murmura ella, pero él sólo ve el leve movimiento de los labios.

—¿Sara? —pregunta, incapaz de procesar todavía que semejante maravillosa casualidad se haya materializado ante sus ojos.

La sonrisa radiante de ella es toda la respuesta que necesita, y él también ríe.

—¿Cuándo llegaste? —pregunta Luis.

—¿Al cámping? Anteayer. ¿Y tú?

—Ayer, pero no lo entiendo…

—¿El qué?

—Oye, ¿por qué no vamos a un sitio algo más seco y menos ruidoso? Me estoy congelando y me cuesta escucharte.

Sara asiente sin perder la sonrisa. Luis baja primero y le ofrece la mano, pero ella la ignora.

—¿Crees que necesito ayuda? —pregunta burlona tras poner pie a tierra.

Luis siente la sangre correrle en las venas con la misma fuerza que las aguas bravas que vierte la cascada y se abren camino, rugientes, hacia el valle. El reencuentro con Sara le resulta deliciosamente increíble. Le gustaría abrazarla, pero es todo tan raro que teme hacer algo que pueda estropearlo antes de empezar.

Sara no puede dejar de sonreír. Está feliz porque su loca propuesta se ha hecho realidad, y está segura de que algo aún más improbable tendría que suceder para que las cosas vayan mal.

—¿Qué es lo que no entiendes? —pregunta, ya instalados en el rincón resguardado de la “lluvia” donde Luis había dejado la mochila.

Están sentados uno al lado del otro, con la mochila en medio. Antes de contestar, a Luis se le amplía la sonrisa porque ya no hay duda de que están los dos ahí, juntos otra vez, o juntos por fin. «Si después de este tiempo, y teniendo en cuenta cómo nos despedimos, volvemos a estar aquí, es que nada puede salir mal».

Sara siente el impulso de apartar la mochila y besar esos labios que empiezan a recuperar el color bajo el sol, pero se contiene.

—¿Me lo vas a contar o qué? —insiste.

—Daba por hecho que volverías a trabajar en el cámping. En tu mensaje no concretabas nada, así que ni se me pasó por la cabeza otra posibilidad. Podríamos haber venido en fechas diferentes y nunca habríamos coincidido.

—Pero estamos aquí, ¿verdad?

Sara se quita por fin la capucha y se desabrocha la chaqueta impermeable. Luis no puede apartar la mirada. La encuentra más irresistible que nunca. Sus ojos han perdido la tristeza y transmiten la serenidad de quien ha aprendido a aceptar sus errores y convivir con su pasado.

—Cuando llegué esperaba encontrarte en el bar, tras la barra, o saliendo de la cocina. No imaginas el chasco que me llevé cuando el dueño del cámping me dijo que no sabía nada de ti.

—¿Vicente? Qué majo es. La verdad es que no me ha visto aún. Reconozco que me da bastante vergüenza, por cómo me fui, pero también tendré que afrontar esa prueba.

Muy despacio, Sara agarra la mochila, la cambia de lado y se acerca a Luis, quien, casi temblando, y no es de frío, por fin se atreve a buscar la mano de ella y entrelazar los dedos, como aquella noche bajo la luna.

—Esto es de locos.

Los dos ríen.

—Desde el primer día, ¿no crees? —añade Sara.

—¿Cómo sabías que vendría?

—No lo sabía —responde Sara en un susurro, al tiempo que apoya la cabeza en el pecho de él.

—Ya te digo: de locos.

—¿Sabes una cosa?

—Dime.

—En este tiempo he aprendido algo. He tenido una buena profesora, la mejor. Tú también la conoces. —La mente de Luis recupera automáticamente la imagen de aquella gitana imponente que le desnudó el alma—. He aprendido a creer en la magia.

—No te burles de mí —responde a las risas de ella mientras le acaricia el pelo.

—No me burlo, de verdad. ¿Tú no crees en la magia? ¿Qué otra cosa podría explicar que nos hayamos reencontrado justo en este lugar tan mágico?

—¿Y qué pasaría si huyera? ¿Vendrías a buscarme?

Sara se incorpora y toma la mano izquierda de Luis, con la palma hacia arriba.

—Mmmm, déjame ver…

Luis ríe con ganas.

—Las líneas no mienten. Definitivamente, no vas a huir a ninguna parte sin mí.

Y ahora sí, Sara se lanza a por esos labios que ya han recuperado el color.

FIN

Centrifugando recuerdos (XXXV)


 

Luna llena
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Sara todavía nota una punzada de culpabilidad al pensar en Tere, en la forma como se despidieron aquella triste mañana de agosto, pero sobre todo por la incómoda sensación de haber estado esquivando el conflicto, de haber desperdiciado todas las oportunidades de arreglar las cosas, por falta de valor, por no remover lo pasado. Y aunque cada vez que se han encontrado han vuelto a abrazarse y a reír como siempre, al mirarse, aunque no lo dijeran, veían ese poso de amargura que mantenía las distancias. Entonces, apartaban la mirada y se ponían a hablar de cualquier tontería.

Sara la echa de menos. Aunque sigan siendo amigas, porque en el fondo sabe que ni el peor de los cataclismos podría romper el vínculo entre las dos, echa de menos las noches de confesión y borrachera, las carcajadas y el llanto compartidos, apoyar la cabeza en su regazo, sus caricias… Aquella triste mañana se rompieron muchas cosas, y Sara se reprocha por ello.

Ahora ya es tarde para arreglarlo. Al menos eso es lo que piensa, porque los conflictos, si no se abordan en caliente, acaban enquistándose. Algo así es lo que le pasó tras la muerte de su hermana. Entonces era una niña, no sabía nada de conflictos, ni de traumas, ni mucho menos cómo solucionarlos. Pero sí sabía que no se podía sentir más tristeza, que ya nunca más la vería, y aunque lo sabía, para ella era imposible asumirlo. Necesitaba que alguien se lo explicara. Las lágrimas y los abrazos no eran suficiente consuelo. Y al cabo de unas semanas, ya está, la vida siguió adelante, todo el mundo con su rutina, como si nada hubiera pasado, mientras ella se acostaba cada noche sintiendo un vacío denso en la cama de al lado y se despertaba con el silencio ensordecedor que provocaba la ausencia de su hermana. Y así continuaría por siempre.

«Pasa página, tú no tienes culpa de nada», le repetían todos, con la mejor intención, pero sin ser capaces de ponerse en su lugar; eso pensaba. Ni siquiera su madre, que decidió que la mejor manera de rehacerse de la tragedia era seguir haciendo camino. A ojos de la niña que era Sara, aquello no tenía sentido. Ahora, tantos años después, y tras la catarsis que supuso, sobre todo, el encuentro con María la Zíngara, empieza a comprenderla. Su padre, en cambio, optó por el silencio, por recluirse en algún lugar profundo de su mente y dejarse llevar. Se sentía mejor en su compañía, al menos cuando lo miraba a los ojos veía en ellos la misma tristeza que la aplastaba a ella.

Sara, apoyada en la valla de madera, levanta la cabeza atraída por la llamada de la luna llena, que empieza a asomar por detrás de las montañas. «Qué bonito», es el pensamiento que brota espontáneo. Y sonríe. Porque aunque hay mucho en lo que pensar, mucho a lo que dar vueltas, mucho de lo que no se siente satisfecha, ahora es consciente de que está en paz consigo misma, de que por fin se ha perdonado y que es capaz de mirar de cara a la vida.

Piensa en María, en cuánto le ha ayudado a curar las heridas. El azar, el destino o la magia, qué más da, la llevaron hasta esa mujer extraordinaria, y la ha seguido visitando para compartir recuerdos y sueños, escuchando desde una silla de enea, paseando la vista por las vidas en imágenes que forran las paredes de la zambra, o incluso bailando. La está viendo otra vez, moverse como un torbellino, con su vestido rojo, taconeando, hipnotizando con sus brazos y esos ojos insondables, y se ve a sí misma girando junto a ella, desprendiéndose del lastre que la atenazaba.

Sin darse cuenta, se descubre dando una vuelta sobre sí misma, sobre la hierba húmeda, con los brazos extendidos, y ríe. La luna ya luce espléndida. Esa misma luna que protagoniza el espectáculo más bello que haya visto jamás cuando se pasea por sobre la Alhambra. Sara suspira. Echa de menos asomarse a la ventana y encontrarse la maravilla que la saluda. Pero no se arrepiente de la decisión que tomó.

En un principio iban a ser sólo unos días, pero acabó quedándose con Merche en la Alpujarra, incluso cuando su amiga regresó a Granada. Después de todo, las vistas desde la ventana del cortijo tampoco estaban mal. Olivos, viñedos, almendros, y la imponente sierra de la Contraviesa.

Esperó a que Tere se reuniera con ellas. Estaba segura de que esos días en la naturaleza, con la ayuda del buen vino de los padres de Merche, serían el remedio a todos los males, que hablarían, reirían, se les escaparía alguna lágrima, y acabarían sellando su amor eterno con abrazos reparadores. Pero Tere no llegó. Las cosas estaban muy revueltas en el hospital, convocaron protestas e incluso una huelga, y Tere se agarró a ello para mantener las distancias. Lo que no imaginaba es que Sara sólo volvería para recoger sus cosas.

—Los padres de Merche me han ofrecido un curro en la bodega.

El anuncio fue como una bomba atómica. Tere se sintió desintegrar. Y aunque se esforzó por no revelar sus sentimientos, la cara hablaba por ella. Sara recuerda perfectamente la expresión desolada de su amiga y cómo tuvo que luchar consigo misma para no echarse atrás.

—De momento es temporal, pero no puedo desaprovechar la oportunidad. Necesito el trabajo… Además, me facilitan el alojamiento, así que…

—Ya… Es genial, me alegro mucho por ti.

Y aunque su boca sonreía, los ojos la traicionaban.

Durante unos segundos se mantuvieron así, mirándose en silencio, sonriendo con tristeza, sin saber qué paso dar a continuación.

—Ven aquí, dame un abrazo —reaccionó Sara.

Tere obedeció, y se abrazaron. Fue un abrazo sincero, pero muy triste, y cuando se separaron, las dos se pasaron una mano discreta por la cara para limpiarse las lágrimas.

—Bueno, pues parece que voy a tener que buscar nueva compañera de piso.

—Oh, ya te digo que es temporal, pero sí, claro, no sé cuánto tiempo voy a estar fuera. De todas formas, Merche vuelve pronto. En cuanto acabe la vendimia la tienes aquí, y yo voy a seguir bajando a Granada, por supuesto. Nos vamos a seguir viendo, no te preocupes.

—Sí, claro. No, si es normal. Estaba claro que antes o después alguna de nosotras acabaría mudándose…

Sara no podía evitar sentirse culpable por abandonar a su mejor amiga. Había pasado poco más de un mes desde que se despidieron de aquella forma tan gélida, y ahora otra vez.

—Bueno, lo que toca ahora es brindar con vino de la Contraviesa, ¿no crees? —propuso Sara, sacando una botella de la bolsa que había dejado sobre la mesa.

—Voy a por las copas —contestó Tere, pensando en vaciar no una, sino todas las botellas que se le pusieran por delante.

La echa de menos. Es un sentimiento recurrente, pero a la vez piensa que las cosas van como van, y que las relaciones son cosa de dos, y que si han acabado distanciándose también Tere tiene parte de responsabilidad. «Es igual, no me arrepiento de mis decisiones, eso ya se acabó. Ahora estoy aquí…, esperando a Luis… Pero ¿y si no aparece?».

La luna ilumina las montañas; las aguas saltarinas que se deslizan más allá de la valla de madera despiden destellos; el blanco de la gran cascada, por muy lejos que esté, se distingue casi como a pleno día. Sara cierra los ojos y escucha el rumor de las aguas. Le relaja.

Se acuerda de aquella noche del verano pasado, en ese mismo lugar, cuando volvió a sentir el cosquilleo en el estómago al notar las manos de Luis en las suyas. «Ojalá venga. Esta vez no huiré». Está segura de ello, como lo está de que si él acaba por descartar su alocada propuesta, por mucho que desee que no pase, hará borrón y cuenta nueva.

«Lo más probable es que no aparezca. Si hubiera decidido venir, por mucho que en el mensaje le pidiera que no me dijera nada, lo lógico sería que en algún momento me hubiera contactado para concretar una fecha… Vamos, eso habría sido lo normal», aunque acto seguido su mente le recuerda lo nada normal que ha sido esa relación desde el primer momento, desde aquel extraño encuentro en la sala de la lavadora.

Y con la idea de que Luis no va a presentarse, que aunque pretenda asumir como lo lógico, no puede evitar que le entristezca, se despide de la luna por esa noche.

Continuará…

Centrifugando recuerdos (XXXIV)


Centrifugando recuerdos

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Al plantarse ante la puerta de la recepción del cámping Luis siente que las piernas le flaquean. Los recuerdos afloran de golpe y a él le entran las dudas. Ha pasado un año, pero de repente es como si todo lo acontecido en ese lapso de tiempo fuera intrascendente. «No sé si es buena idea», se dice al apoyar la mano derecha en la puerta y empujar. «Es una idea malísima», concluye, una vez dentro. Tiene la sensación de que todos lo miran, sabedores de su historia. «Es el que se coló por la camarera, y salió tras ella», juraría que cuchichean dos parejas sentadas junto a la ventana.

Luis avanza dubitativo, lanzando miradas huidizas, casi avergonzadas, a derecha e izquierda. Cuando llega a la barra coloca las manos encima y se pone a repiquetear con los dedos, como si así fueran a esfumarse los nervios. Entonces se abre la puerta batiente de la cocina y le da un vuelco el corazón. Aparece una chica joven y risueña, cargada de energía…, que no es Sara. Es extraño, la decepción inicial se transforma en alivio cuando la ve acercarse.

—¡Hola! ¿En qué puedo ayudarte?

Luis se aturulla y tropieza con las palabras. La muchacha atiende divertida.

—Quiero alojarme —anuncia por fin.

—¿En el hotel? —El complejo turístico incluye, además de la zona de acampada, un pequeño hotel.

«Parezco imbécil», se reprocha Luis, molesto consigo mismo por hacer el ridículo.

—No, no, en el cámping, con tienda.

La empleada lo mira un tanto extrañada, pero sin perder la sonrisa.

—Oh, claro. Espera un segundo.

Mientras trastea en el ordenador, Luis repasa el local, buscando las diferencias respecto al año pasado. Entonces se abre la puerta de la calle e, instintivamente, reacciona con un pequeño sobresalto. Tampoco ahora es Sara. Quien aparece en escena es el dueño del complejo, saludando con familiaridad a los clientes. También a Luis, que se siente morir de vergüenza al recordar la última vez que se vieron. De entrada, no parece que el muchacho despierte un interés especial en el hombre.

—Déjame el DNI un momento, porfa —solicita la empleada.

El dueño del cámping se da cuenta entonces de que se trata de un nuevo huésped y se acerca.

—Bienvenido —declara con una sonrisa y la mano extendida, que Luis encaja con timidez—. ¿Ha tenido buen viaje?

Al fijarse mejor en el recién llegado, se da cuenta de que la cara le resulta familiar. Sus ojos se zambullen en el registro de la memoria, buscando coincidencias, y Luis asume que no tiene escapatoria.

—Espera un momento, yo a ti te conozco. —La sonrisa se le ensancha, lo que revela que su memoria ya ha hallado el archivo que buscaba—. Cómo no iba a reconocerte. Anda siéntate y me cuentas cómo acabó la historia.

El hombre señala un taburete junto a la barra y, mientras Luis, con los hombros encogidos, toma asiento, pasa al otro lado, se coloca junto al surtidor cerveza y le sirve una copa. «Esto debe ser viajar al pasado», reflexiona el muchacho. La camarera, que ya ha completado el registro, asiste a la escena con curiosidad.

Luis agarra la copa y experimenta las mismas sensaciones que aquella mañana sofocante en que acudió al mismo lugar en busca de la pista que necesitaba para que su historia con Sara no acabara antes de empezar. Busca las palabras para explicarse sin entrar en detalles, pero detrás de los nervios que aún no lo han abandonado va tomando cuerpo una sensación incómoda que le sube desde el estómago. Hay algo que no encaja. «Si se acuerda de mí tan bien, ¿cómo es que aún no me ha comentado nada sobre Sara? ¿Dónde narices está?».

—Sara… —es su primera palabra, pronunciada con el temor de quien intuye que la respuesta que obtenga no le va a gustar.

—Sí, es verdad. Sara se llamaba la zagala. Era muy buena currante —mira de soslayo a su nueva empleada y le guiña un ojo—; lástima que tuviera que marcharse de aquella manera…

—Entonces…, ¿no la ha vuelto a ver?

La pregunta resulta desconcertante. El hombre frunce el ceño, pero advierte la angustia del muchacho, la misma que la de aquella mañana del verano pasado.

—Pues no… Siento que sean malas noticias. —Cruza una mirada fugaz con la joven. Ambos sienten empatía por Luis, pero a la vez la incomodidad de quien no sabe qué hacer para ayudar—. Tómate otra cerveza fresquita, anda. Invita la casa.

Luis rechaza el ofrecimiento con un leve movimiento de la cabeza. Mira sin ver la copa que, aún casi llena, sostiene con ambas manos sobre el regazo.

—Lo que no entiendo —retoma el hombre—, perdona que te lo diga así de directo, es por qué yo debería saber algo nuevo de esa muchacha.

Luis se vuelve a sentir engañado y manipulado. Durante el último año creía haber hecho progresos en cuanto a su independencia emocional. Creía haber superado aquella estúpida dependencia a las relaciones; pensaba que ya no necesitaba estar con nadie para encontrarle sentido a la vida, que si surgía algo, pues ya se vería. Creía haber aprendido a ser independiente y a valorar la independencia de los demás, incluso en el marco de una relación. Creía estar seguro de que el nuevo Luis no volvería a cagarla con Laia ni que perdería el oremus por ninguna desconocida por la que se sintiera atraído durante las vacaciones.

Hasta que recibió el mensaje de Sara, y todos esos progresos empezaron a diluirse. No comprende el motivo que puede llevar a alguien a recuperar el contacto con otra persona sólo para jugar con sus sentimientos. Su historia con Sara debía permanecer en el recuerdo. Ella siempre retendría un pedazo de su corazón, pero —eso es lo que piensa ahora, tras recibir el jarro de agua fría— está claro que no tenía sentido recuperarla. El problema es que aquel mensaje recibido dos meses antes del verano lo había hecho ilusionar. De repente todo volvía a girar en torno a una mujer; el reencuentro con Sara en el Pirineo acaparaba todos sus anhelos. Enseguida se convirtió en su nuevo proyecto de vida.

Luis levanta la mirada y se encuentra con los ojos del hombre, que continúa esperando una respuesta.

—Oh, déjelo. Soy bastante gilipollas —resume, con expresión de derrota.

Acto seguido, se incorpora, deja la copa sobre la barra y, con paso cansino, abandona el local. Sube al coche y antes de dirigirse a la parcela asignada para montar la tienda, coge el móvil y busca el mensaje de Sara. Lo ha leído montones de veces, pero ninguna con la sensación de fracaso que lo invade ahora.

«Hola, Luis. ¿Qué tal? Soy Sara, supongo que aún no me has borrado de los contactos… Ha pasado bastante tiempo desde ese verano tan raro, pero el caso es que, después de todo, guardo un buen recuerdo de los ratos que estuvimos juntos.

Igual no quieres saber nada de mí, sería lo más normal. En ese caso, olvida lo que te voy a proponer.

He pensado en volver al cámping el verano que viene. Si no tienes planes aún, estaría bien que nos encontráramos de nuevo, y, ahora sí, empezar de cero. Prometo no salir corriendo.

Durante estos meses he tenido tiempo para pensar y darme cuenta de muchas cosas. Creo que he aprendido bastante sobre la vida y me gustaría ser capaz de aprovechar lo positivo. Cruzarme contigo lo fue; ahora lo sé.

Quién sabe, igual cuando nos veamos no pasa nada, pero sería una buena forma de cerrar un capítulo que me dejó una espina clavada por lo injusta que fui contigo.

Hagamos una cosa: no me respondas. Sea cual sea tu decisión, no me digas nada. Yo tengo decidido subir al cámping de todas formas. Si te veo allí, genial. Si no, lo entenderé y podré seguir adelante.

Un beso».

Un beso. Cientos de ellos. Los que se dieron bajo la tormenta de Granada. Luis lleva semanas soñando con repetir la escena bajo las estrellas, imaginando cómo sería el reencuentro, qué cara pondría ella cuando lo viera entrar en el bar o quizás lo sorprendería mientras estuviera esperando a que le atendieran, o se la encontraría sentada junto a la lavadora… como aquella mañana en que empezó todo. Pero no. Él ha cumplido con su parte y resulta que ella se ha arrepentido de su propia propuesta.

«No me respondas. Sea cual sea tu decisión, no me digas nada». Durante un instante piensa en llamarla.

—Puede que le haya pasado algo que le ha impedido venir —murmura.

Quiere creerlo, pero al final le puede más el orgullo y guarda el teléfono.

—Que se quede con la duda. Si pensaba que iba a repetir lo del año pasado, lo lleva claro. Una vez y no más.

Está dolido. Se mira en el espejo retrovisor y descubre rencor y decepción, también consigo mismo por haber sido tan estúpido.

—A la mierda. Estoy de vacaciones, así que pienso disfrutarlas.

Enciende el motor, mete primera y pisa el acelerador.

Continuará…

Centrifugando recuerdos (XXXIII)


Centrifugando recuerdos

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Luis conduce con las ventanillas bajadas del todo. La brisa nocturna atraviesa el vehículo, tropezando con el obstáculo humano, y él lo agradece, pues desde que abandonó el Pirineo es la primera vez que nota erizársele el vello de los brazos y la nuca. Ese es uno de los motivos por los que ha decidido emprender el viaje de noche; el otro es que no tenía sentido prolongar la situación. Ya sabe todo lo que tenía que saber y ha hecho todo lo que estaba en su mano para convencer a Sara de que se dieran una oportunidad.

«A lo mejor la gitana no sabe tanto como dice. A lo mejor lo que esperaba Sara de mí es que la dejara en paz de una vez… No sé, pero da igual. Lo que tenga que ser, será», se repite en bucle, tratando de autoconvencerse de que no había otra salida. Y el caso es que con cada quilómetro que se aleja de Granada, lo sucedido esos últimos días le parece más la creación de una mente retorcida con necesidad de entretenimiento.

Ahora bien, cada vez que llega a la conclusión de que más le vale recordarlo como una experiencia tan excitante como surrealista, su cerebro se empeña en recordarle el último whatsapp recibido: «Adiós, Luis. Que tengas buen viaje. Quién sabe, quizás nuestros caminos vuelvan a cruzarse, y entonces quizás esté preparada… Nunca te olvidaré», y el emoticono del beso con forma de corazoncito.

—Quizás… —murmura, con la vista fija en el camino que marcan los faros del coche.

La noche es perfecta para conducir, sobre todo con la conciencia libre de culpas y de recuerdos incordiantes. «Ten paciencia y vive tu vida. Deja atrás esos fracasos con los que te atormentas. Todo tiene su momento, y no hay que intentar forzarlo». Los ojos de la zíngara reconfortan, y al recordar su mirada Luis siente que transmite sinceridad.

—Después de todo, puede que este viaje de locos no haya sido una pérdida de tiempo —se dice, mirándose en el retrovisor.

Esa charla inexplicable en la zambra Luis tiene la sensación de haberla vivido en una especie de realidad paralela; bueno, como todo lo ocurrido desde la noche en el cámping, pero al pensar en María la zíngara le viene a la cabeza el “oráculo” de Matrix, y entonces ya no puede más que reírse de sí mismo.

Enciende la radio. Suena el ‘Losing my religion’ de REM. Se pone a tararearla mientras se deja abrazar por el dulce frescor de la brisa nocturna.

…………………………

La última cosa que le apetece hacer es ir a trabajar. Sólo quiere quedarse en la cama, todo el día, o dos, o tres, y esperar a que el tiempo borre la vergüenza que siente. Aunque por mucho tiempo que pase, Tere no cree que las secuelas que ha dejado la visita de Luis puedan borrarse. Nunca había visto a Sara así, tan derrotada al escucharla despacharlo desde la ventana, y eso que derrotada la ha visto unas cuantas veces.

Tampoco ella se había sentido nunca como en ese momento. Los celos y una rabia inmensa la poseyeron. Podría haberle jurado a Sara que lo hizo por ella, para protegerla, pero las dos saben que habría sido mentira.

Al verla allí, impotente, incapaz de tomar una decisión, se sintió la persona más horrible del mundo. Había actuado por puro egoísmo, sin poder (ni querer) ocultar el rencor hacia aquel extraño que amenazaba con arrebatarle lo que más quería, aunque nunca fueran a ser más que amigas… y ahora quién sabe, puede que ni siquiera eso.

Tere se levanta por fin, se da una ducha rápida, se toma un café con leche, con café de ayer y sin calentar, y se va al comedor para acabar de vestirse. Ya ha amanecido y, como cada mañana, asomada a la ventana, la Alhambra le da los buenos días. Parece que hoy no hará tanto calor. Mete la ropa del trabajo en una bolsa, se pone una camiseta de tirantes y se dirige al recibidor para calzarse las sandalias antes de salir.

—Vas tarde, ¿no?

Tere, al borde del infarto, grita y da un salto. Cuando se da cuenta de que es Sara, sentada a la mesa, está a punto de lanzarle el bolso.

—¡Dios! ¡Casi me matas del susto!

Pese a no estar contenta, Sara ríe.

—¿Qué haces ahí? ¿Esta es tu venganza?

Tere tiene la esperanza de que le diga que sí y entonces se fundan en otro abrazo reparador y todo vuelva a ser como antes.

—No es ninguna venganza. No podía dormir, así que he adelantado los preparativos. —Señala la mochila, que descansa sobre una de las sillas—. Me voy ya.

Tere no quiere que lo haga, pero a la vez le alivia el saber que va a estar sola, que no va a tener que disimular su vergüenza ni, al menos durante un tiempo, va a haber ocasión de volver a hablar sobre lo ocurrido esos últimos días.

No sabe si Sara espera que haga algo, que se vuelva a lanzar a sus brazos y le suplique que se quede, o que le diga que adelante, que largarse sin aclarar qué ocurre entre ellas es lo mejor que puede hacer. «Lo habíamos arreglado y justo entonces va y aparece el memo ese». Tere cierra los ojos y chasquea la lengua, pero no, no quiere discutir.

—Conduce con cuidado —declara, con una sonrisa forzada, y prosigue su camino hacia la calle.

Sara mordisquea una magdalena con desgana, la misma que le produce afrontar todo lo que está sucediendo. Oye la llave abriendo la puerta.

—Te echaré de menos.

El repiqueteo en la cerradura cesa de golpe. Silencio.

—Tenemos cosas que aclarar, pero quiero que sepas que te echaré de menos, así que espero que decidas venirte unos días.

No es lo que Sara tenía previsto decir, pero al final, y a pesar de la desconcertante actuación de la tarde anterior, el amor que siente por su amiga es superior a cualquier decepción que pueda causarle. Y se alegra de darse cuenta de que es así.

Después de horas dándole vueltas al asunto, preguntándose qué derecho tenía Tere a responder por ella, le alivia llegar a la conclusión de que durante todos esos años juntas ha acumulado suficientes comodines como para permitirse semejante cagada.

Pero también ha estado dándole vueltas a las palabras de Luis. «Lo sé todo», dijo, y de repente se sintió más expuesta que nunca; tanto, que dejaban de tener sentido todas sus precauciones, sus miedos, sus inseguridades. «Dice que esperará lo que haga falta». Durante la noche una parte de ella estaba dispuesta a mandarlo todo al carajo y salir tras él. Demasiado impulsiva. Pero algo ha cambiado. El motivo para no reaccionar ya no es ella misma, sino lo acontecido con Tere, que sigue en el recibidor sin decidirse a marcharse. Con todos los sentidos alerta y la inquietud de no ser capaz de aguantar con entereza lo que tenga que escuchar.

—Te dije que me iba —continúa Sara—, que no era el momento de aventuras, así que no te puedo reprochar lo que hiciste. —Está inusualmente serena. Tere tiene que hacer un gran esfuerzo para evitar que le castañeteen los dientes—. Pero no puedo dejar de preguntarme por qué lo hiciste. Esa decisión me pertenecía. Me arrebataste incluso la decisión de no hacer nada.

Tere agacha la cabeza, escuchando en la oscuridad del recibidor, renunciando al derecho de réplica. No se siente con fuerzas para hacerlo, y se tiene que ir a trabajar. El dedo índice acciona por fin el pestillo, y el click retumba como un bombazo en su cabeza.

—De todas formas, lo hecho hecho está… Nuestra amistad está por encima de todo.

Tere prolonga el silencio unos instantes más. «Amistad», bonita palabra. Valiosa. Y, sin embargo, escucharla de labios de Sara le produce amargura. Nota cómo la presión crece en las sienes, hasta que, a punto de estallar en un llanto silencioso, abre la puerta, sale al rellano, despacio, cierra con suavidad y se va, saboreando el triste sabor amargo de sus lágrimas.

Sara engulle el último trozo de magdalena, de forma mecánica, sin saborearla.

—Que tengas un buen día… hermana. Nos vemos pronto —concluye en un murmullo.

Continuará…

Centrifugando recuerdos (XXXII)


Centrifugando recuerdos

(Los capítulos anteriores los puedes leer aquí)

Una brisa más fresca que en días anteriores entra por la ventana de la habitación de Tere. Sara, apoyada en el marco de la puerta, agradece la corriente que durante un segundo consigue hacerle olvidar que tiene el cuello pringoso por el sudor. La culpa es del calor, del maldito verano sofocante que está achicharrando la ciudad a fuego lento, pero también de la tortura a la que está sometiendo a su pobre cerebro, más que recalentado por tantas preocupaciones.

Tere duerme, o al menos eso es lo que cree Sara al contemplarla de espaldas, casi en posición fetal sobre la cama. Está tranquila, según revela su respiración acompasada.

«Cómo no me di cuenta antes. Nunca imaginé que pudieras llegar a colarte por mí, pero mientras yo estaba absorta en mis neuras, tú te reconcomías por dentro». La tarde está ya muy avanzada y desde la calle llega el bullicio de la gente, que aprovecha la retirada del sol para salir a pasear y a ocupar las terrazas de los bares. Sara se acerca a la cama y se sienta en el borde. No han pasado tantas horas desde que, de madrugada, acudió a su amiga en busca de refugio. Estira una mano tímida y, sin tocarla, recorre la serpiente que le decora la columna, desde la cintura hasta el cuello.

Es una cobra muy espectacular, sobre todo la cabeza que culmina la obra. Sara recuerda con una sonrisa la tarde en que, al llegar a casa, Tere se quitó la camiseta ante sus amigas.

—Joder, sí que vienes fuerte —respondió Merche—. Espera al menos a que nos tomemos unas birras, que yo así, en frío, no me estimulo.

Solían hacer ese tipo de bromas. Y ahora Sara se pregunta en qué momento para Tere dejaron de ser simples bromas. Lleva toda la tarde rememorando las ocasiones en que, jugando, bailando, bebiendo o consolándose, se habían acariciado y besado, de una forma que para ellas era natural, pero que a ojos extraños quizás habría resultado “sospechosa”.

Aquella tarde a Tere se le veía pletórica. Le brillaban los ojos. Rieron con el comentario de Merche y, sin dar tiempo para otro chascarrillo, se dio la vuelta, dejando al descubierto la obra de arte. Sus amigas reaccionaron con asombro y admiración; el tatuaje era imponente.

Ella es así, imponente. Para Sara Tere es el pilar en el que apoyarse cuando algo va mal. Siempre la ha admirado. «Quería ser como tú, tener esa capacidad para afrontar cualquier reto sin titubear, y ahora me doy cuenta de que tú también tienes tus propias heridas de guerra. La cobra impone… pero no deja de ser sólo un dibujo».

De repente a Sara sus problemas ya no le parecen tan inabordables. Sus miedos y sus dudas se quedan cortos ante la magnitud del imprevisto. Salvar su amistad con Tere es lo más importante.

—Pase lo que pase, tú vas a seguir siendo mi pilar, mi amiga del alma… mi hermana.

Tere se gira y la mira con ojos llorosos, pero vuelve a haber algo más que tristeza y derrota en ellos. Sara pensaba que las palabras las había pronunciado sólo en su cabeza, pero las cuerdas vocales han ido por libre. Al darse cuenta de que Tere en realidad estaba despierta, seguramente consciente de su presencia en la habitación, pero tan avergonzada aún que prefería no darse la vuelta, aguanta la respiración.

—¿Qué has dicho?

Sara sabe que la ha escuchado, y aunque el pudor la frena, ese pudor que actúa cuando nos hacen repetir esas sentencias que surgen desde la sinceridad absoluta, saltándose el filtro de la conciencia, toma aire y vuelve a ello. Salvar una amistad merece el sacrificio.

—Que te necesito, que eres mi mejor amiga y que sin ti estaría perdida…

—No, no, lo otro, lo último que has dicho.

—¿Lo otro? No… —y entonces se da cuenta— Que… que eres… que eres mi hermana —completa en un susurro, y esta vez sí que siente el pinchazo, el que se había saltado sólo un minuto antes.

Tere sonríe. Alarga la mano derecha y la coloca sobre la de Sara, que descansa sobre la cama.

—¿Te das cuenta de lo que ha pasado? ¿Te das cuenta de que lo has dicho de un tirón, sin retorcerte de dolor? —El rostro agotado pero aun así dulce de su otra hermana, la que protagoniza sus pesadillas, la observa desde el fondo de su mente, desde un segundo plano que no interviene. Sara asiente con timidez, tratando de asimilar lo que eso significa. Tere le acaricia la mano—. No puedo imaginar un cumplido más bonito.

Se aguantan la mirada durante unos segundos, y entonces Tere sonríe traviesa, cosa que desconcierta a su amiga.

—Bueno, sería más bonito si me confesaras que estás loca por mí y me saltaras encima para tener una noche de sexo desenfrenado.

Tere ríe y Sara respira aliviada, aunque sabe que la broma no es sólo una broma. Para seguirle el juego agarra la camiseta que reposa arrugada a los pies de la cama y se la tira a la cara.

—¡Eeeehhhh! Pues sí que empieza mal esta relación.

Sara celebra el regreso de su amiga de siempre, la que se ríe de todo y lo pone todo patas arriba a su paso, aunque sabe que algo, por mucho que quieran desdramatizar, ha cambiado entre ellas. Sabe que cuando se toquen ya no será igual, que se lo pensará dos veces antes de besarla o acariciarle la espalda, y sabe que cuando Tere la mire al salir de la ducha o paseándose en bragas por el comedor, habrá algo entre ellas, algún tipo de barrera invisible, que hasta ahora no existía.

Tere se incorpora de un salto y sale al pasillo.

—Tere…

—Dime.

Se detiene y se gira. Mientras la mira, Sara piensa que tiene un cuerpo envidiable, aunque no es su físico lo que la hace tan atractiva.

—¿Estás bien?

«Bueno, acabo de descartar que lo mejor que podría pasar es que el sol se inflara hasta reducir la Tierra a cenizas, así que sí, se puede decir que estoy bien… aunque imaginarte en los brazos de Luis o de cualquier otro tío me siente como una patada en los ovarios».

—Sí, muy bien —concluye con una sonrisa que se esfuerza en parecer natural.

Durante unos segundos se aguantan la mirada, y enseguida se dan cuenta de que, por muy buena intención que pongan, lo que no se dicen pesa más. A Tere le pesa como una losa de una tonelada la certeza de que la supervivencia de la relación entre las dos pasa inevitablemente por ser capaz de disfrazar sólo de amistad la atracción que siente por ella.

—Voy a… a beber un poco de agua, que estoy deshidratada —se excusa finalmente, con una sonrisa algo nerviosa.

En ese momento suena el timbre del portal, un sonido al que están muy poco acostumbradas. Quizás por eso se miran extrañadas.

—Voy —se adelanta Tere—. A ver qué nos quieren vender esta vez.

Normalmente, cuando suena el timbre son testigos de Jehová, comerciales de alguna compañía telefónica o eléctrica; amigos y familiares, como los padres de Sara, avisan previamente, así que lo que suelen hacer es asomarse a la ventana del comedor para comprobar si el visitante es una cara conocida. Antes de hacerlo, Tere rescata una camiseta de tirantes que cuelga en el respaldo del sofá.

Sara la sigue al comedor, sin dejar de pensar en cómo lograr que lo ocurrido esa tarde no marque su relación a partir de ahora. Con gesto mecánico recupera el móvil de encima de la mesa y lo acciona. Dos llamadas perdidas. De Luis. El chico que había puesto patas arriba su mundo antes de que Tere provocara una explosión nuclear. Luis… Su cuerpo recupera las sensaciones de esa mañana, su encuentro bajo la lluvia. «Dijo que se iba, pero me vuelve a llamar… ¿Se habrá arrepentido?» Un pinchazo de esperanza despierta la parte del cerebro que había anulado al entrar por la puerta calada hasta los huesos. Esa parte que la anima a seguir adelante. «Yo ya he decidido que me voy, que no es el momento para aventuras adolescentes…» Pero por mucho que trate de racionalizar los sentimientos, le resulta tan difícil dominar la atracción que siente por Luis como los miedos que le asaltan desde el pasado… y ahora lo de Tere. Una vez más, cierra los ojos y suspira. «Me voy a volver loca… No, ya lo estoy».

Asomada a la ventana, Tere aguanta la respiración mientras por su mente desfilan todo tipo de reacciones a lo que sus ojos le muestran. Vuelve a sonar el timbre. Sara abre los ojos y mira a su amiga.

—¿Quién es?

Tere no contesta, así que, intrigada, se acerca a ella.

—No está.

Al oírla, por fin, dirigirse a quien sea que haya abajo, Sara piensa que se refiere a Merche. Y entonces oye la voz del visitante, primero en un murmullo ininteligible, lo que provoca que tense todos los músculos y aguce el oído.

—… ¿Le puedes decir que he venido y que necesito verla una última vez?

Luis. El primer impulso de Sara es abalanzarse sobre la ventana para decirle que espere, que no se vaya, que le dé cinco minutos para arreglarse.

—No sé cuándo la veré. Va a estar fuera por un tiempo.

Las palabras de Tere, que está tan tensa que amenaza con partirse en dos, llegan hasta los oídos de Sara como témpanos de hielo. La llama que había vuelto a arder en su interior queda sofocada sin contemplaciones, y se queda ahí, inmóvil, incapaz de afrontar la batalla entre el deseo y la conciencia.

Al principio la respuesta de su amiga la desconcierta. «¿Por qué le dices eso? ¿Por qué no me dejas que sea yo la que decida?», pero enseguida lo comprende, y no se ve con ánimo de enfrentarse a ello. La observa triste, ve la tensión que la domina, el rencor quizás por ser consciente de que nunca podrá obtener de Sara lo que ese niñato ha conseguido sin apenas conocerla, y decide no hacer nada. Perder a Luis es el mal menor necesario para intentar recuperar a Tere.

Poco a poco se despega de la ventana, caminando hacia atrás, sin doblar las rodillas, arrastrando los pies con pasos muy cortos. Sabe que Sara está ahí y que ha escuchado su mentira. Gira la cabeza y sus miradas se encuentran. Asustada la de Tere, triste la de Sara. «Perdóname», parece suplicar la primera.

—¡Espera!

«Aún no se ha ido». Sara escucha la vocecilla en su interior, que la invita a correr escaleras abajo. Sus ojos se desvían por una fracción de segundo hacia la puerta.

Tere desea mandar a paseo al intruso, el mismo que esa mañana le parecía un buen partido para su amiga. «¿Tantas cosas han pasado desde entonces?», se pregunta. Desanda el camino hacia la ventana y vuelve a asomarse, aún más tensa que antes.

—Vete, en serio. Ya no tienes nada que hacer aquí. —Las palabras surgen cargadas de hiel.

Sara vuelve a mirar a la puerta.

—Sólo una cosa más y me voy. —Hace una pausa y Sara, a punto de soltarse de la correa invisible que la retiene, aguarda. Un perro ladra a lo lejos y un grupo de chavales ríe al pasar. «¿Qué? ¿Lo vas a decir ya?». Abajo, Luis traga saliva y aunque ya hace mucho menos calor, suda tanto como a mediodía—. Dile… Dile que lo sé todo y que ahora sé que si existe algo parecido al destino estoy seguro de que quería que nos encontráramos. —Tere se revuelve incómoda. Sara escucha pétrea—. Dile… Por favor, dile que… que no voy a insistir más —Tere respira aliviada; Sara se siente estúpida por no permitirse perseguir la utopía de ser feliz—, dile que me voy, pero que esperaré tanto como haga falta, hasta que esté preparada, hasta que decida que mirar al futuro es un reto lo bastante estimulante como para dejar atrás el pasado. Ah, y dile que María no se equivoca. —Tere no tiene más remedio que admitir que ese chico es lo mejor que le ha pasado a su amiga, aunque desee borrarlo del mapa; Sara se ha dejado caer en el suelo, está sentada con las piernas cruzadas y las manos apoyadas sobre la boca. «María… sólo conozco a una María…»—. Que aunque bastante gilipollas, soy un buen hombre… Que seáis muy felices.

Y dicho esto, Luis se da media vuelta y desaparece calle abajo, cargado con su vieja y sucia mochila, en busca del viejo coche que lo devolverá a Barcelona.

Tere no se atreve a girarse, no está preparada para afrontar la expresión de reproche de la persona a la que más quiere en el mundo. Se queda un par de minutos más asomada a la ventana, sintiendo cómo la tensión desaloja sus músculos al mismo ritmo que crece en su interior un desagradable sentimiento de culpabilidad.

Finalmente se da la vuelta y la ve sentada en el suelo, como una muñeca de trapo sin voluntad. Sara levanta la cabeza y le descubre a su amiga las lágrimas que resbalan despacio y en silencio.

Y entonces todos los sentimientos que Tere ha estado conteniendo, que la han estado corroyendo durante horas, estallan de golpe en un llanto tan culpable como liberador.

—¡Perdóname! ¡Perdóname, por favor!

Tere se deja caer sobre Sara y la abraza como si fuera la última vez, con ansia, deseando que ese abrazo sea la cura a todos sus males, el reset a partir del cual empezar de nuevo. Sara también la abraza, pero sus brazos aprietan menos. No va a ser fácil olvidar lo que ha pasado esa tarde.

Continuará…

Centrifugando recuerdos (XXXI)


Centrifugando recuerdos

(Los capítulos anteriores los puedes leer aquí)

Luis deambula por las callejuelas del Albayzín. Las palabras de Aiman lo han tranquilizado un poco, pero el exceso de alcohol, el cansancio, el calor y el recuerdo le pesan demasiado.

—¿Qué narices hago aquí? —musita, a la sombra de un árbol algo esmirriado.

Una bola naranja llama su atención; se fija mejor y se da cuenta de que, efectivamente, es una naranja. Echa un vistazo a lado y lado. No hay nadie, así que obedece al impulso de alargar el brazo y hacerse con ella. Presiona con los dedos para abrirla por la mitad, y un chorro ácido le salpica en los ojos.

—¡Mierda!

Instintivamente aprieta los párpados, y se los friega con el dorso de la mano para aliviar el escozor. A continuación, se lleva la fruta a la boca, y al morderla   lo invade una ola de acidez y amargura que deja en nada el ataque a los ojos. Es la recompensa a la estupidez de pretender comerse una fruta ornamental. Escupe y busca desesperado una fuente. Está de suerte, se encuentra en una plazoleta en cuyo centro un chorrito brota de una diminuta piscina. «Me vale», resuelve, y se abalanza sobre el agua. Unos segundos después ha conseguido desalojar el desagradable sabor de la naranja.

Luis, aliviado, levanta la cabeza y se encuentra con los ojos de un anciano sentado en un banco a la sombra, que lo mira divertido. Tiene las manos apoyadas en un bastón y de entre la espesa barba y el bigote le sobresale lo que parece el tallo de una planta. Menea ligeramente la cabeza. Está acostumbrado a las torpes exhibiciones de los turistas, pero tiene que reconocer que la que acaba de presenciar es de las más ridículas que recuerda.

—Buena, ¿eh?

Luis se siente tan absurdo que opta por no intentar justificarse. Da media vuelta y se aleja despacio. Por lo menos el incidente le ha servido para sacarlo de la modorra.

Ya fuera del alcance de la mirada del anciano, se detiene de nuevo y echa mano a un cigarrillo. Después de un par de caladas, y con el cerebro desoxidando la maquinaria, toma forma una idea: «Llámala. Un último intento. Te disculpas por el mensaje y quedáis para cenar». Luis reacciona a la sugerencia con una mueca hastiada.

—Esto parece el cuento de nunca acabar —murmura, pero la mano libre ya está en posesión del teléfono y llamando.

Suenan los tonos: tres, cuatro, cinco…, pero nadie contesta.

El móvil de Sara vibra sobre la mesa del comedor. Nadie le presta atención. Su dueña está tumbada en su habitación, con los ojos clavados en la lámpara mientras sus pensamientos están concentrados en su amiga del alma, en qué hacer para que todo vuelva a ser como antes. Tere, a su vez, está hecha un ovillo en su cama, deseando que todo lo ocurrido esa tarde sea producto de una pesadilla. «Duérmete, y cuando despiertes te darás cuenta de que nada de eso ha pasado», le susurra una voz cálida que compite con los pensamientos funestos que la atosigan.

Luis guarda el teléfono, suspira resignado y apura el cigarrillo. Al otro lado de la calle una pareja descansa sentada en un escalón, ella con la cabeza apoyada en el hombro de él. Sonríen; no hace falta ser adivino para saber que disfrutan de la compañía, que no necesitan nada más para ser felices. La mente de Luis recupera la escena junto a Sara bajo la tormenta. A cada rato que pasa se le antoja más lejana y más irreal.

Un grupo de chicos y chicas aparece calle abajo exhibiendo su juventud y su despreocupación. Ríen, se chinchan, se propinan empujones y luego se abrazan. Luis envidia esa frescura. Cuando desaparecen tras la esquina deja caer la colilla en la acera y, al disponerse a pisarla, su mente recupera la expresión de reproche de Sara junto a la valla de madera, aquella noche —«¿cuánto hace, tres, cuatro días?»— en el cámping. Duda un instante, pero acaba chafándola y abandonándola ahí, vulgar testimonio de su fracasada odisea nazarí.

La idea de abandonar, pagar la cuenta de la pensión y poner rumbo a la vida real, empieza a tomar consistencia, pero mientras acaba de convencerse sus piernas lo conducen Cuesta del Chapiz abajo, como hicieron esa mañana, sólo que esta vez se desvía antes de llegar al Palacio de los Córdova, quizás huyendo del recuerdo o por pura casualidad. «Camino del Sacromonte», lee en un letrero un rato después.

El sol ya ha iniciado la retirada; es la señal para que quienes han pasado la mayor parte del día refugiados entre las sombras salgan a pasear. Una pareja de ancianos surge de un portal oscuro, con movimientos pausados.

—Buenas tardes —saludan al joven con pinta de despistado.

Luis balbucea una respuesta, y acompaña al matrimonio con la mirada. Los imagina repitiendo la misma rutina día tras día. «¿Cuántos años llevarán juntos?», se pregunta, mientras su mente traicionera los coloca a él y a Laia en su lugar. Sacude la cabeza para borrar la imagen y gruñe, cabreado consigo mismo, porque, y es lo que en verdad lo cabrea, imaginarse paseando por el Sacromonte junto a Laia en un futuro cualquiera le produce una secreta satisfacción.

Un par de gorriones aterrizan en la acera, justo delante de él, y tan rápido como han llegado, entre saltos y trinos juguetones, remontan el vuelo. Un gato gris atraviesa la calle parsimonioso y se deja caer sobre el escalón de acceso al portal del que han salido los abuelos. Se queda mirando al humano, pero enseguida pierde el interés y centra su atención en otro felino que se aproxima por la acera. Mientras las chicharras, incansables, le ponen la estruendosa banda sonora al atardecer, dos mariposas blancas aletean silenciosas, exhibiendo una despreocupación que Luis envidia. Respira hondo y, a pesar del cansancio que arrastra, decide dejarse llevar un poco más allá.

—Hola, rubio. ¿Te has perdío?

Al oír la voz, profunda como una fosa oceánica, Luis reacciona con un respingo. Gira la cabeza, convencido de que la mujer que ha hablado está junto a él, pero sólo ve a los gatos, desparramados ambos a la sombra, y a los gorriones, que siguen persiguiéndose. La novedad es un perro flacucho y desgarbado, que trota con la lengua colgando.

Mu perdío… Acércate, mi alma.

Luis vuelve a mirar, preguntándose si la combinación calor más alcohol está propiciando un extraño efecto secundario retardado, pero no, ahora sí la ve, con su vestido rojo y la larga melena negra, apoyada a la entrada de lo que parece una especie de cueva horadada en la ladera de la colina. «Joder, juraría que hace un momento ahí no había nadie», masculla, sintiéndose observado.

—Ven aquí, rubio, que no muerdo.

Luis siente curiosidad por la mujer, pero también recelo, y aunque duda, poco a poco se acerca a ella. Conforme se aproxima toma conciencia de sus ojos enormes y penetrantes.

—Tengo algo pa ti.

«Sí, ya. Me vas a leer la buenaventura, o como se diga». Luis sabe que el Sacromonte es terreno abonado para que piquen los turistas desprevenidos, y esa gitana tiene pinta de ser muy buena engatusando. Desde luego, su aspecto es imponente.

—Escúchame bien, porque María la Zíngara no acostumbra a regalar su sabiduría.

A Luis empieza a divertirle el desparpajo de la mujer. Interpreta su papel de manera muy convincente. Ya está a un par de metros de ella; las chicharras “cantan” rabiosas; el gato gris aparece de la nada, rozándole las piernas, y se instala junto a la gitana. El joven la mira a los ojos, y de repente se siente desnudo, como si todos sus anhelos, sus inquietudes, sus esperanzas estuvieran expuestas. Es una sensación extraña; incómoda, pero también reconfortante. Siente que esa mujer tiene respuestas.

—Sé quién eres. Podría camelarte pa que entraras en la zambra y saldrías dentro de un rato embobao y más ligero de equipaje. —La Zíngara levanta la mano derecha y, con la palma hacia arriba, hace un rápido giro de muñeca a la vez que se frota los dedos con el pulgar—. Pero dejaremos la invitación pa otro momento.

Luis no podría estar más intrigado. Por el momento, decide permanecer mudo.

—Ahora que te tengo delante veo que no me equivoqué.

Luis no entiende qué está pasando. Es la primera vez que ve a esa mujer, pero ella parece saber realmente quién es él. Es mosqueante, pero quiere escuchar más.

—Un poco empanao, pero un payo bueno. Sara ha elegío bien.

La mención del nombre provoca un terremoto en el interior de Luis. El estómago se le sube a la garganta y el corazón le late desbocado.

—¿Cómo dices? —pregunta ansioso.

María la Zíngara sonríe con sus enormes ojos.

—Vaya, si resulta que sabes hablar… —Se le acerca, y con la cara apenas a un palmo de la de él, aclara—: Digo que Sara, la muchacha que te ha traío hasta aquí, ha elegío bien, y tú… —Hace una pausa, algo dramática. Le gusta recordar los tiempos en que era toda una estrella.

—¡Sigue! ¡No me dejes así! —Luis se da cuenta enseguida de que ha sonado bastante histérico— Perdona, no pretendía ser brusco, pero es que estoy flipando bastante…

—Ay, rubio, tienes que relajarte un poco, que eres mu joven pa estar tan estresao. —María estira el brazo y, para sorpresa de Luis, le coloca la mano bajo la barbilla y se la acaricia con dedos firmes. Sea por la sorpresa o por la magia de la gitana, el caso es que el muchacho se relaja—. Lo único que tengo que decirte, y no es poca cosa, es que si de verdá te gusta la Sara, debes tener paciencia.

A Luis Jamás se le habría pasado por la cabeza que acabaría dejándose aconsejar por una adivina, pero ahora quiere seguir escuchándola, que le aclare las dudas que lo acosan.

—Estoy flipando tanto que no tiene sentido intentar buscar una explicación, y como parece que lo sabes todo, a ver si me puedes responder a esto: ¿qué le pasa a Sara?

Luis nota como si los ojos de la Zíngara intentaran absorberlo. Sus pensamientos están expuestos a su escrutinio, y no opone resistencia. Antes de emitir un veredicto, María le agarra las dos manos, con las palmas hacia arriba, y las estudia como lo haría un joyero entretenido con una pieza extraña y valiosa. Luis siempre ha considerado todas esas cosas, la lectura de las líneas de las manos, las cartas que leen el futuro, los péndulos mágicos y similares, patrañas cuya única función es llenar el vacío intelectual de las mentes supersticiosas y sugestionables. Probablemente no cambie de opinión, pero en ese momento siente que no hay verdad más incuestionable que la que le cuente María la Zíngara.

—Hay mucho que trabajar aquí —murmura, sin dejar de mirarle las manos—. Tienes un buen follón, en la cabeza… —Hace una pausa, durante la cual levanta la vista y la clava otra vez en los ojos de Luis—, y en el corazón.

Sara bajo la lluvia, besándose desesperados; Sara bajo las estrellas, las manos entrelazadas; Sara flirteando en el bar del cámping, Sara junto a la lavadora… Íngrid desnuda en la cama de un hotel… Laia disertando con pasión, y él admirándola; Laia sentada sobre él, sudando y jadeando; la tristeza y la decepción en los ojos de Laia… Luis cierra los ojos, demasiado tarde para tratar de ocultar sus contradicciones.

—Me gusta Sara… No sé si tenemos futuro, pero me gustaría intentarlo —revela, todavía con los ojos cerrados.

La gitana le devuelve las manos, colocando con suavidad una sobre la otra.

—Todos tenemos recuerdos dolorosos, acciones de las que arrepentirnos, deseos por cumplir y sueños irrealizables. —La voz de la mujer surge en un susurro desde muy adentro. Luis abre los párpados y enseguida se da cuenta de que esos ojos hechiceros que lo miran en realidad miran mucho más allá—. Estamos llenos de contradicciones y a cada momento debemos sortear cantidá de obstáculos que complican muchísimo avanzar en la vida por el camino que nos habíamos marcao… suponiendo que nos hubiéramos marcao alguno.

María vuelve a concentrarse en el muchacho que tiene delante. Le dedica una sonrisa triste pero cálida y le acaricia la mejilla.

—Ven conmigo, rubio. Te voy a contar una historia.

Y Luis la sigue, dócil, al interior de la zambra.

Continuará…

Centrifugando recuerdos (XXX)


Centrifugando recuerdos

(Los capítulos anteriores los puedes leer aquí)

Son las seis de la tarde. El sol ha recuperado el terreno perdido y vuelve a caer a plomo sobre Granada. Luis ha dado cuenta de varias jarras de cerveza entre platos de chipirones, patatas bravas y mejillones al vapor. Está sudando y se siente pesado; sobre todo le pesan los párpados, empujados por la nube turbia que el exceso de alcohol ha colocado en su mente.

Se ha pasado buena parte del tiempo consultando la pantalla del móvil, esperando un mensaje que no ha llegado, hasta que, derrotado por la evidencia, ha decidido beber (más) para olvidar (más). Pulsa de nuevo una tecla cualquiera —«Es la última vez, se acabó hacer el pringao», proclama, como en la última media docena de ocasiones en que ha llevado a cabo la misma operación— y, de nuevo, deja caer el aparato sobre la mesa.

—Soy el campeón mundial de los pringaos —sentencia en un murmullo de voz pastosa.

Y entonces nota cómo le sube una ola de calor desde el estómago, que enciende los fuegos artificiales.

—Ya está bien.

En un arranque de indignación, agarra el teléfono y, sin dejar lugar a la prudencia, le escribe a Sara: «La culpa es mía por dejarme engañar, pero ya te vale. Ni una triste excusa… Adiós, Sara». Pulsa el botón de enviar y espera, todavía con la adrenalina latiéndole en las sienes. Unos segundos después contempla la aparición del doble “check” junto a la hora de recepción del whatsapp. «Ya no hay marcha atrás», reflexiona, despacio, como si las palabras le fueran apareciendo por fundido en el cerebro, lo que contrasta con la excitación que le araña en el estómago y le hierve en el rostro.

«Estás borracho, y en un rato te arrepentirás del calentón», escucha, muy lejos, como si un alguien incierto se lo susurrara a través de un tubo larguísimo acoplado al oído. Vuelve a soltar el teléfono sobre la mesa, pero golpea en el filo y cae al suelo. Algunos clientes de la terraza interrumpen sus conversaciones, desvían la atención atraídos por el incidente, e inmediatamente pierden el interés. Luis, con los movimientos aletargados, tarda unos segundos en agacharse para recuperar el cacharro.

—Mierda —maldice, al darse cuenta de que ha aparecido una grieta en la pantalla.

—Amigo, creo que necesitas una buena siesta.

Cuando Luis aparta la vista de la maltrecha pantalla se encuentra con la inevitable sonrisa de Aiman, que ha tomado asiento acompañado por una botella de agua de litro y medio y un bocadillo.

—Por fin llegó el merecido descanso —declara, al tiempo que propina un señor mordisco al bocadillo—. Es de sardinas. ¿Quieres?

Pero Luis no escucha. Está ahí, sabe quién es el muchacho que lo acompaña, pero todo su esfuerzo mental está concentrado en la frustración por haberse cargado el teléfono y, sobre todo, en buscar razones que den sentido al arrebato que lo ha conducido a despedirse de la mujer a la que ama.

—Se ha roto —anuncia lacónico, mostrando el móvil sin ningún entusiasmo.

Aiman mastica, traga y, cogiendo la botella con una mano, bebe.

—Si quieres uno nuevo, muy barato, conozco a un amigo que tiene una tienda aquí mismo —responde, entre bocado y bocado—. Aunque esa cara no es por el móvil, ya la llevabas puesta hace un rato.

Luis vuelve a concentrarse en el teléfono. Con cierto alivio comprueba que la pantalla, aunque atravesada por una grieta, sigue funcionando. Con gesto torpe abre una vez más el whatsapp y tarda un par de segundos en comprender que la señal azul junto al mensaje enviado a Sara significa que ya lo ha leído.

—Ahora sí que está —sentencia, con aire de derrota.

—Sí que está ¿el qué? —interviene Aiman, que devora el bocadillo a una velocidad sorprendente.

Luis levanta la vista y se encuentra de nuevo con los ojos despreocupados del camarero. «Es el tipo de persona que se adapta a cualquier situación», se escucha reflexionar. «Yo, en cambio, vivo en un agobio continuo… Y eso que llegó en patera…»

—Amigo, ¿por qué no te vas a descansar un rato? —Aiman se levanta y, decidido, se planta junto a la silla de Luis y le ofrece los brazos—. Vamos, que te acompaño. Aún me quedan veinte minutos.

Luis lo mira, y durante unos instantes valora el ofrecimiento. Hasta que cierra los ojos y, despacio, empieza a mover la cabeza de izquierda a derecha al tiempo que le aflora una sonrisa que no sabía que aún tenía.

—Colega, eres todo un descubrimiento. Anda, siéntate y disfruta de tus veinte minutos. —Se recuesta en la silla y desvía la atención a la Alhambra, siempre tan hechizante. Suspira y, aunque la nube continúa enturbiándole la mente, nota que las palabras se dirigen a la boca, listas para salir—. La he cagado. Mucho. —Aiman, de nuevo sentado, presta atención, pero no dice nada—. Le acabo de decir a la chica a la que amo, la que me ha llevado a cruzar el país de arriba abajo, que me largo. —Se echa hacia delante, apoya los codos en la mesa y deja descansar la cabeza sobre las manos abiertas—. ¿Qué hago ahora? Me dijiste que eras psicólogo…

Aiman ríe, y antes de contestar da varios tragos a la botella. Ya no hay rastro del bocadillo.

—Cómo os gusta dramatizar, ¿eh? —Deja la botella en un lado de la mesa, acerca la cara a la de Luis y se coloca delante las dos manos abiertas, con ocho dedos levantados—. Ocho años me llevó convencer a Hamida de que estábamos hechos el uno para el otro. Y, ya ves, cuando lo conseguí, me vine a España. —Luis observa inexpresivo, intentando descifrar el mensaje—. Los españoles tenéis demasiada prisa para todo. —Se echa para atrás y agarra de nuevo la botella— ¿Crees que un mensaje de teléfono, que has escrito medio borracho, es el punto final a una relación que no ha empezado? —dispara, e inmediatamente se acopla la botella a los labios.

—Supongo que tienes razón —es todo lo que se le ocurre a Luis como respuesta.

…………………………

—Cómo odio que me siga tratando como a una cría.

Tere mira a Sara, que como siempre que mantiene una conversación con su madre se pone a la defensiva y acaba de mal humor. El móvil suele pagar las consecuencias. Ve cómo rebota en el cojín y aterriza en el suelo. Sara resopla y se deja caer, probablemente más frustrada que cabreada, contra el respaldo del sofá.

—Que por qué me vuelvo a ir, que qué voy a hacer en la Alpujarra, que lo que necesito es descansar y centrarme, que cuándo voy a dejar de comportarme como una descastá, que si parece que no quiera saber nada de mi familia, con lo que ella se desvive por mí… ¡Es insoportable!

Tere la deja desahogarse. No tiene ninguna intención de entrometerse y sabe que abrir ese melón seguramente acabe en una discusión que no quiere mantener. Ella ya tiene bastante con lo suyo. Le duele la lengua de tanto mordérsela y el corazón de tanto reprimir sus sentimientos, pero ha decidido aceptar las cosas como son. «¿Se quiere ir? Pues que se vaya. Tenerla aquí en este plan es para volverse loca».

Tere vuelve a ver a su amiga abrazada a Luis y aprieta los labios. Después de todo, si se va tampoco él podrá tenerla. «Supongo que se cansará y acabará largándose». Y ese pensamiento la tranquiliza. «Ni pa ti ni pa mí, ea. Por lo menos, yo no me he metío una pechá de quilómetros pa ná». Y con una mueca que recuerda vagamente a una sonrisa, se sumerge de nuevo en el desfile de microhistorias, tan reales como insustanciales, que amistades a menudo desconocidas exhiben en Facebook.

—Me voy, Tere.

Tere echa una ojeada al sofá. Sara sigue en la misma postura, hablando de cara a la pared.

—Es lo mejor. Hay que saber cuándo las cosas no pueden ser, y ahora no puede ser.

Las palabras surgen monótonas, copiadas del discurso de la mala actriz protagonista de una mala película romántica. Tere decide seguir ejercitando el dedo índice sobre la pantallita.

—¿Por qué no te vienes conmigo?

Los acordes de ‘Emborracharme’, de Lori Meyers, toman el relevo a la pregunta.

«Empiezo a quererte.
Empiezo a pensar
que no hay un día
que no quiera verte,
y demostrar
todo el amor
que te mereces…»

La punzada en el estómago. Otra vez. Tere se remueve en la silla. Una fuerza irresistible la empuja a soltar todo lo que lleva tanto tiempo ocultando. Aunque acabara en desastre seguro que se sentiría aliviada… Pero no, aún no; por ahora seguirá ejerciendo de amiga. Levanta la cabeza y se encuentra con los ojos de Sara, que ha echado la cabeza tan atrás que le cuelga del respaldo del sofá. La postura es tan ridícula que Tere ríe de forma espontánea.

—¡Oye! ¡No te rías de mí! Sólo me faltaba eso, además de pena doy risa.

Tere se deja llevar por las carcajadas, y enseguida Sara se contagia. Ríen con ganas, y no importa el desencadenante, el caso es que ríen como si fuera la última oportunidad de hacerlo.

Tere deja el teléfono, se echa hacia atrás en la silla y se coloca las manos sobre el vientre. Cierra los ojos, y las lágrimas, qué importa si de alegría o tristeza, le resbalan por la cara.

Cuando los vuelve a abrir se da cuenta de que ya sólo ríe ella. Sara está de pie, al otro lado de la mesa redonda, otra vez con la angustia reflejada en el rostro. Es una mesa pequeña, suficiente para que tres amigas compartan una botella de vino en noches de insomnio. Tere echa de menos esa botella. No le va a poder dar un trago antes de conocer el porqué de esa cara. Está cansada. «No, por favor, no me cuentes más penas».

Sara se coloca a su lado y deja el móvil en la mesa. No necesita que le diga de quién es el mensaje.

«La culpa es mía por dejarme engañar, pero ya te vale. Ni una triste excusa… Adiós, Sara».

Tere se queda con la vista clavada en la pantalla. Se siente mezquina por alegrarse y no quiere correr el riesgo de que su amiga la descubra. «Ahora, díselo ahora». Busca la botella con la mirada. Necesita vino. El efecto de las cervezas y la marihuana hace rato que pasó. Arrastra la silla hacia atrás y se incorpora.

—Siéntate. Voy a buscar una botella de vino y lo hablamos.

Con mano temblorosa acaricia el hombro de Sara y se dirige a la cocina. Pero de nuevo, como unas horas antes, esa voz que no soportaría que desapareciera de su mundo la detiene a medio camino.

—¿Por qué me duele tanto si yo ya había decidido marcharme? —Un sollozo ahogado la obliga a interrumpirse—. Te necesito, Tere. Sé que soy una cría estúpida, pero necesito que estés conmigo.

Sara la mira suplicante. A Tere no le hace falta verla para saberlo. Con la mano derecha apoyada en el marco de la puerta de la cocina, se vuelve a arrancar un trozo de labio con los dientes. El sabor de la sangre consigue liberar un poco de tensión, pero aun así se lleva a la boca el puño izquierdo, tan apretado que si tuviera las uñas largas se las clavaría en la palma, y se muerde los nudillos.

«No tienes ni puta idea de lo que siento yo, de cómo me duele escucharte y saber que lo más a que puedo aspirar es a contemplarte mientras duermes y a acariciarte el pelo como lo haría una hermana».

—Deja que coja esa botella —resuelve, y entra en la cocina.

Sara se sienta, con la cabeza entre las manos y un tiovivo de imágenes girando a toda velocidad en su mente. En casi todas aparece Luis, pero el subconsciente también la obsequia con escenas de las pesadillas que la acosan. Los ojos agotados de su hermanita, rodeada de cables, le siguen aguijoneando el alma.

Tere reaparece con el vino y dos copas. Una ya la ha vaciado y la rellena mientras camina. Cuando llega junto a la mesa le da la otra a Sara, le sirve, y antes de dejar la botella, llena su copa hasta el borde y se la bebe sin apenas respirar. «A ver si reviento», piensa.

Sara también bebe, un par de tragos antes de proseguir.

—Sé que no puedes venirte mañana, no te pido eso. Pero ¿subirás el viernes? —Y antes de esperar la respuesta, añade—: Es lo que tenías previsto antes de que yo volviera, ¿no?

Sara vuelve a ser la niña indefensa. Desconcertante para cualquiera, menos para Tere. Siente el impulso de abrazarla y acariciarle el pelo, de volver a ofrecerle su hombro, de ser la amiga infalible, el apoyo incondicional. Y también siente el impulso de decirle que sí, que se va con ella, que a la mierda el trabajo, que no hay nada en la vida más importante que compartirla con la persona que amas… «Eso es lo que tendrías que decirle, que estás loca por ella. Ya está bien de disimular». Pero no, de nuevo reprime los impulsos. Los de amiga, porque el dolor que siente es lo bastante intenso como para desecharlo; los otros, porque todavía no ha bebido suficiente vino.

—Tere… ¿Estás bien?

Rellena la copa —ya sólo queda un dedo de vino en la botella— y hace desaparecer su contenido en un suspiro. Ahora Sara la mira preocupada.

—No, no estoy bien. —Tere toma aire, lo expulsa de golpe y se sumerge en esos ojos verdes asustados que la contemplan sin comprender qué ocurre—. No estoy nada bien.

—¿Qué… qué te pasa? —pregunta Sara, con la inquietud de quien intuye que preferiría no conocer la respuesta.

Tere vuelve a respirar hondo. Inspira tanto que imagina que le explotan los pulmones, y ahora deja escapar el aire despacio mientras nota cómo le tiemblan todos los músculos. Antes de hablar ve la botella sobre la mesa, la coge, y exprime hasta la última gota de vino.

Sara cierra los ojos.

—Te quiero.

Las palabras recorren el trayecto despacio, flotando a duras penas, como si corrieran el peligro de caer al suelo, desde los labios de Tere hasta las orejas de Sara. Ascienden pesadamente por los conductos auditivos, y las neuronas, perezosas, se resisten a decodificar el mensaje, pero acaban haciéndolo. «Te quiero», resuena en el cráneo de Sara, que mantiene los ojos cerrados.

Tere aguanta la respiración, ansiosa por conocer la respuesta, pero a la vez aliviada por haberse atrevido a dar el paso. Y entonces Sara la mira y, con toda la dulzura del mundo, toma la mano derecha de su amiga del alma entre las suyas. En su expresión hay ternura.

—Yo también te quiero.

Durante un par de segundos Tere busca algo más en esa mirada cálida que la abraza, pero no, sólo hay ternura, y siente cómo la invade la tristeza, una tristeza como no la ha sentido nunca, que la obliga a bajar la mirada. Con suavidad, aparta la mano, se levanta lentamente y, sin pronunciar palabra, se aleja por el pasillo como un alma en pena.

—Yo también te quiero —murmura Sara, con las lágrimas brotando despacio y en silencio.

Continuará…