La noche y la soledad son hermanas.
Y la única luz que espera en casa encendida es
la de un frigorífico vacío o la de un microondas loco
que gira
que gira
dando vueltas a mi cabeza precocinada.
El silencio
y la soledad son hermanos.
Y la única voz que me da la bienvenida
es
un televisor con noticias siniestras
o la radio
con canciones que se repiten
una vez
y otra vez
el mismo día, a la misma hora,
miércoles y fines de semana alternos
como un disco rayado por la uña trágica de Ella.
Sí, lo sé, —no digas nada—
todo esto lo hago para no escucharme;
lo hago, para no oír la voz de mis pasos que aún descalzos
gritan:
“Estás solo”
Soy el rumor de una habitación sin cortinas.
Soy la
g
o
t
a que cae al fregadero.
El tic tac
de una noche en vela.
Soy el brazo dormido. Soy
un eco de mí mismo que se apaga.
La soledad y yo
somos hermanos —casi amantes—.
Y paso largas horas hablando con Ella
(como una beata pecadora con su rosario) en silencio;
en una letanía que a veces deja escapar
una palabra (en voz alta),
por ejemplo “ azul” o “cerca”;
que suena tan extraña como dicha
por otro,
como la nota que se escapa al aire
y la canción de la fiesta
sigue sonando en la cabeza… (hasta la locura)
Entonces, en esa otredad
—en esa otra casa—
descubro y confundo la realidad
y como un microondas —perdón— como un loco
grito en la oscuridad : “Ella”
Sólo la tienes a Ella.
Sólo a la soledad.
Sólo. Solo.
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