Era una tarde otoñal en el balneario Montmichelle, Suiza. Sus ojos cansados apenas distinguieron la masa borrosa que se dibujaba ante él. El murmullo de unas voces lejanas le despertó de aquella larga ensoñación en la que vivía desde hacía tiempo, demasiado quizá.
La familia Uribe, de origen venezolano, había llegado poco antes del mediodía para hablar con el médico responsable de rehabilitación. María Belén, la pequeña del clan, le acarició un pie. Nadie le había tocado así antes, le recorrió un escalofrío. Por primera vez dejó de sentirse invisible.
—¡Mira, papi! ¡Se le posó una mariposa! ¿Le hará cosquillas? —preguntó la niña emocionada.
—No se da cuenta, amor —le contestó su padre, acariciándole el cabello.
La niña espantó a la mariposa con la mano y salió tras ella correteando por el jardín.
—Siéntense, por favor —indicó el doctor Leboussier con un marcado acento francés.
—Hijo, ve con Belén —dijo el señor Uribe a Iván, su hijo mayor.
—Pero ¿por qué? ¡Quiero saber cómo está Adrián! —protestó el chico.
—Haz lo que te dice tu papá —dijo con dulzura la señora Uribe.
El matrimonio llevaba casado 20 años, se amaban como el primer día. Isabel Uribe tenía una belleza inusual, exótica, que florecía con el paso de los años. Su cabello esculpido en un perfecto moño dejaba entrever una larga y cuidada cabellera castaña oscura. Sus gestos eran elegantes y su lenguaje discreto. Lucía un elegante vestido rojo largo hasta la rodilla y un abrigo negro a juego con las botas de tacón.
Por el bigote, Manuel Uribe aparentaba más edad, pero el brillo azulado de sus ojos le imprimía la vitalidad y la dulzura de una lejana pero muy feliz juventud. Desde aquella tragedia, sin embargo, parecía haber envejecido un par o tres años. En cada una de sus visitas vestía con un elegante traje de domingo, el mismo con el que vio casarse a su hermano menor, Adrián, que yacía desde hacía meses en aquella cama.
—Doctor, ¿cuál es el pronóstico? —preguntó angustiada Isabel.
—Señora Uribe, me temo que en estos momentos es precipitado y poco prudente emitir conclusión alguna —hizo una pausa—. Si bien es cierto que ha habido una evolución en el aspecto físico, la parte cognitiva es la que va más lenta.
—Pero… se recuperará, ¿verdad? —preguntó Manuel tomando la mano de su esposa.
—Doctor, se lo suplico, ¡díganos la verdad! Estamos… —A Isabel se le quebró la voz.
—Estamos preparados para escuchar lo que tenga que decirnos —continuó Manuel, con los ojos anegados—. Sabemos que nunca recuperaremos quién fue antes de la tragedia, pero si hay una remota posibilidad de evolución… —hizo una pausa para tragar saliva —. Haremos lo que sea.
Su cuerpo, rígido y exhausto, albergaba un alma atrapada entre el frío y el cruel recuerdo de una época de eterna primavera. Las palmas de sus agrietadas manos miraban al cielo, suplicando clemencia. Las pocas ocasiones en que la gente le observaba eran por compasión y casi por obligación. No lo soportaba, y agradecía no poder siquiera mover la cabeza, porque en esa postura sus ojos recibían el consuelo de los árboles, las montañas y el libre vuelo de los pájaros.
Durante el verano, el sonido del agua de la fuente que alguna vez bañaba su rostro, lo llevaba lejos de aquel lugar. Soñaba que su cuerpo inerte cobraba vida y corría, corría lejos siguiendo el rastro invisible de alguna mariposa entre las flores e incluso sentir el gozo de la inmortalidad.
—Señor Uribe, su hermano era una persona de fuerte complexión y muy sano debido a su juventud y a su condición atlética, sin embargo, el accidente le provocó unas heridas internas prácticamente irreversibles.
—Doctor, vaya al grano—. El rostro de Manuel se endureció.
—Como les dije, no podemos emitir un diagnóstico definitivo, pero por el momento creemos que, para evitar más daños cerebrales, lo mejor es inducir a su hermano a un coma profundo.
Isabel se tapó los ojos con las manos. Manuel la abrazó, lloraron juntos.
Avanzaba la tarde, las nubes aterciopeladas dieron paso a una ligera llovizna. Cada gota era un elixir de vida, quizá todavía habría esperanza para él en aquel lugar rodeado de tristeza y dolor.
La pequeña María Belén se arrodilló ante él, las primeras lágrimas rodaron por sus mejillas:
—Angelito bello, cuida de mi tío y haz que algún día despierte, por favor.
Isabel se acercó y tomó a su hija de la mano.
—Vamos, hija… Llueve. Tenemos que despedirnos ya de tu tío.
Y allí permaneció, inmóvil, consciente de que era solo una estatua de piedra buscando a Dios en aquel jardín. Y por primera vez, sintió que más allá de aquel ambiente espeso bañado de soledad, rodeado de prisas y voces amargas, él representaba la esperanza y el amor de aquel lugar, bajo aquella lluvia.
Fija la RAE
que es el color del cielo sin nubes
o del mar en un día soleado.
Pero azul sería también la foto
que me enviaste de Copenhague.
Y en ella, las grúas
en aparente movimiento
seccionando una niebla
que aunque entorpece el amanecer,
no impide una incipiente claridad
−granulada y azul−
como si un papel de lija azul
o una tormenta de arena azul
monocromática
se sostuvieran en el cielo.
Y azul sería el color del puente
sobre el canal azuloso,
donde circula un autobús casi vacío
a punto de salirse de la foto
que te imagino tomando de repente, detenida,
porque la marabunta de edificios azules
cimentada frente a ti
te haya recordado el amanecer
que nos sorprendió en la calle
y me preguntaste:
si lo que ocurre con los pájaros
es que se han acostumbrado a huir
o dedican su vida entera a buscar un hogar.
Hoy, luego de hacer mis ejercicios y limpiar las tormenteras por si acaso viene el huracán, me baño y preparo una rica batida de proteínas. Me siento al pie del escalón del balcón de mi casa. Estoy relajado y con una alegría rara a estas horas de la mañana. Me percato que a mi lado hay tres palomas, cinco urracas y una pareja de finches grises. Siempre buscando que comer, en especial, las sobras que el gato siamés callejero deja por los alrededores. Sin embargo, es curioso que ninguno de los pichones transita frente a mí.
Estoy casi diez minutos observando hacia al frente. Definitivamente este palo está lleno de mala yerba y de hojas y ramas secas en el suelo. Me llama la atención algo que guinda al pie del roble. Pongo el vaso de la batida en mi lado derecho y poco a poco me acerco a una experiencia sobrenatural. Dios mío, ¿qué rayos es eso que cuelga sobre las raíces del árbol?
Es impresionante la figura que se mece entre la bromelia y el arbusto. Con sus brazos extendidos como un Cristo pidiendo auxilio y con una corona de hojillas verdes. Su cara no tiene ojos, ni boca ni nariz, pero parece que me mira con melancolía. Su cuerpo está ataviado de una túnica delicada de hojarasca. A primera vista me recuerda la vestimenta de los apóstoles de Jesús.
Sigo callado observando con detenimiento las extremidades de la aparición, sus brazos largos y sus piernas cortas se balancean sin tocar el suelo ni las ramas marchitas de palma real que yacen como tapete.
No puedo perder la oportunidad, decido hablarle. Claro, cerciorándome que ninguno de mis vecinos estuviese cerca pues me encierran en un manicomio. Me acerco lo más que puedo y le pregunto: “¿quién eres? ¿eres Jesús?” Pero de inmediato no hubo señal. Me detengo en la acera frente a la abominación, luego de alcanzar mi bebida de frutas y vegetales. No salgo del asombro lo tranquilo que permanece sin quejarse. Cuando estoy decidiendo si entro a mi residencia, ocurre algo mágico. La figura comienza a emitir sonidos y ruidos como si deseara comunicarme un mensaje. Cierro los párpados y oigo la voz de mi hermano fallecido hace más de cuarenta años.
—Soy Alberto tu hermano mayor.
Del susto quise abrir los ojos pero una fuerza indescriptible me lo impide. ¿Cómo es posible, esto es un sueño?
—No hermanito, es lo que llaman en el Cielo una reencarnación transitoria. Nos dejan entrar en objetos inanimados, sin alma y con nuestra energía los activamos a una vida híper breve.
—¿Pero y qué haces ahí colgado, te portaste mal en el cielo?
—Siempre mi espírítu anda cuidando a mis hermanos menores y tu roble necesita ayuda.
—¿Mi roble?
—Sí Rafael, aquí en tu urbanización hay muchos pájaros merodeando y lo tienen enfermo, destrozando sus ramas y hojas sin control.
—Pero no comprendo, ¿cómo lo estás ayudando ahí colgado?
—Soy el espantapájaros de tu roble y de ti, querido hermano.
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