La cooperante (II)


(Si te apetece, lee aquí la primera parte)

Tras veinte años de servicio el agente especial Bond (el capitán Benítez había sido muy gracioso asignándole el nombre en clave) notó enseguida que en aquella misión había gato encerrado. El gobierno se había tomado demasiadas “molestias” en la liberación de la joven cooperante secuestrada en Gaza en extrañas circunstancias. Normalmente Bond seguía al pie de la letra las instrucciones, sin plantearse el más mínimo dilema ético, pero últimamente estaba siendo testigo de demasiada porquería y había llegado un momento en que ya no estaba dispuesto a seguir tragando. Continuar igual, sin cuestionarse nada, significaba completar la transformación definitiva en robot, en una máquina sin sentimientos que ejecutaba órdenes con precisión milimétrica… pero su lado humano había pesado más en la balanza.

Laia Montero, activista pro palestina enrolada en una pequeña ONG catalana que desarrollaba proyectos para la infancia en la franja de Gaza. Una de tantas personas sensibilizadas con la causa, sin peculiaridad alguna que la hiciera sospechosa de simpatizar con grupos radicales. No ocultaba de modo alguno su ideología y en las redes sociales apoyaba sin reservas la autodeterminación del pueblo palestino, pero repudiando la violencia e incluso defendía el diálogo con Israel. De hecho, su ONG colaboraba con entidades de defensa de los derechos humanos hebreas. ¿Quién tendría interés en secuestrar a una pieza tan poco significativa?

Cuando le asignaron su liberación pensó que los captores tendrían relación con alguna banda de fanáticos próxima a Hamás o Al-Qaeda que buscaba protagonismo atacando a cualquier objetivo occidental, y Laia era una presa fácil, pero pronto se dio cuenta de que el asunto era bastante más complejo.

En aquella ocasión el canje no iba a ser por dinero. La rutina en casos similares implicaba el pago de un rescate al grupúsculo de turno a cambio de, además de la liberación, información que pudiera serle útil al gobierno. No podía decirse que fuera muy ético: negociar con terroristas y, si era posible, convertirlos en colaboradores, los típicos soplones de la policía pero a escala internacional. Ahora bien, menos ético, sin duda, era abandonar a la víctima a su suerte. Por Laia, en cambio, no iban a pagar dinero, no directamente al menos, ni se exigía contraprestación alguna más que la propia liberación.

La primera parte de la misión del agente Bond consistiría en contactar con un tipo de apellido ruso, Babkov, falso sin duda, ya que no había ni rastro de él en ninguna de sus numerosas fuentes de información. Su trabajo, sin embargo, no incluía averiguar nada sobre el tipo, sino simplemente asegurarse de que el cargamento que debía entregarle cumplía con las características pactadas previamente a un nivel más alto.

Bond siguió las instrucciones, pero se aseguró de que toda la operación quedara convenientemente registrada, incluyendo, por supuesto, la cara y la voz del tal Babkov. Su ostensible cojera sería un rasgo que facilitaría la identificación, aunque tampoco había que ser un lince para llegar a la conclusión de que se trataba de un traficante de armas. Pero, ¿acaso iba a pagar el gobierno español el rescate de una cooperante con armamento? Y si era así, ¿por qué recurrir a un traficante ruso siendo España una de las principales potencias mundiales en la fabricación de armas?

El siguiente paso sería contactar con el grupo que, según los servicios secretos de inteligencia, tenía secuestrada a la joven cooperante. Una organización de absurdo e impronunciable nombre de la que no existía referencia alguna. Bond cumpliría, evidentemente, a la vez que procuraría tomar buena nota de todo.

La operación se completó sin contratiempos. El agente español recepcionó el cargamento de armas y, el día pactado, se entregó en el punto acordado al tiempo que él se encargaba personalmente de recibir y acompañar de vuelta a España a Laia Montero.

Todo el proceso había sido lo suficientemente irregular como para sospechar que más adelante pudiera haber complicaciones… y, efectivamente, las hubo.

—¿Y por qué te arriesgas de esta manera por mí? —preguntó Laia al agente Juan Robredo, alias Bond, después de haber escuchado el relato de su liberación, cómodamente instalados en el compartimento del Talgo que los llevaría a París.

—Estoy harto de tanta mierda. Ha llegado el momento de rebelarse.

—Pero, ¿por qué? ¿Qué es tan diferente en mi caso?

—Hoy debías morir en ese incendio. Yo no tendría que saberlo. Supuestamente nadie lo sabía, y espero que una vez descubran que escapaste estemos lo suficientemente lejos como para tener margen de maniobra. No tardarán en averiguar que yo estoy implicado, cosa que te ha salvado la vida, desde luego, pero que también significa que no descansarán hasta dar con nosotros y…

—Eliminarnos…

—Eres una chica lista.

—¿Por qué viva soy un lujo demasiado caro?

—No puedo probarlo al 100%, pero tengo los indicios y la experiencia suficientes para asegurar que tu secuestro fue organizado por peces muy gordos del mismo gobierno…

—¿¡Cómooooooo!? ¿¡Te has vuelto loco…!?

—¡Chsssssst! Baja la voz, que las paredes escuchan.

—¿Por qué iba a querer nadie del gobierno meterse en un ‘fregao’ así?

—¿En uno? En cientos de ellos, sólo que esta vez los niveles de truculencia eran demasiado altos y mi grado de tolerancia se ha reducido con los años.

—¿Me lo vas a explicar?

—Sí, pero tendrá que ser después de librarnos de la inspección policial rutinaria nada rutinaria que va a seguir a esta parada no prevista… Sígueme.

Continuará…

La cooperante (I)


Después de varios días huyendo, no sabía cuántos, escondiéndose entre las sombras, evitando los espacios abiertos, Laia se había hecho a la idea de que ya siempre sería así. Tendría que renunciar a la vida que conocía definitivamente: su familia, sus amistades, su trabajo, su novio… No podía poner en peligro a más personas de su entorno. Varias de las que habían intentado ayudarle no habían vuelto a dar señales de vida, lo que le hacía temer lo peor. Aquella gente no se andaba con remilgos…

Tras dos años de secuestro, el día que le comunicaron que la liberaban no podía creerlo. Hacía tiempo que había perdido la esperanza, y sólo aguardaba el momento de la ejecución. Tan funesta perspectiva, lejos de aterrorizarla, le ayudaba a soportar el cautiverio. La expectativa de una muerte próxima era lo más parecido a una liberación que podía esperar.

Cada mañana, al despertar, se preguntaba si aquel sería el día. En verdad, los últimos meses ya ni eso. Era como un alma en pena. No sabía dónde estaba, ni quiénes ni por qué la habían secuestrado. Ella no era nadie, una simple cooperante que intentaba dignificar la vida de personas condenadas a un cautiverio permanente por el simple hecho de haber nacido en el lado equivocado del muro que separaba la franja de Gaza del poderoso estado de Israel.

Sus raptores nunca le dijeron por qué la habían elegido. Ella imaginaba que tendría que ver con su incondicional compromiso con la causa palestina, pero no disponía de indicio alguno de que fuera así.

Al recordar el día de su liberación tenía la sensación de estar reviviendo un sueño. Todo fue muy rápido. Trayectos cortos, cambios constantes de vehículo, hombres encapuchados que apenas intercambiaban breves palabras en un idioma que no entendía (había llegado a la conclusión de que usaban lenguaje en clave, pues ella hablaba árabe y hebreo, y lo que escuchaba era muy diferente de ambos). Finalmente, la hicieron bajar en la pista de despegue de un aeródromo perdido en el desierto. Allí la recogió un hombre vestido de negro y con gafas oscuras que se identificó como agente del Centro Nacional de Inteligencia español. Sólo cuando escuchó aquellas palabras en castellano tomó conciencia de que, efectivamente, volvía a ser libre. Subió al jet que esperaba con la escalinata bajada y en cuanto tomó asiento cayó en un sueño profundo. No recordaba lo que era dormir por el placer de hacerlo…

Su llegada a Barajas fue todo un acontecimiento. Sonrisas y abrazos por doquier. Flores. Montones de personas que se alegraban de verla, que lloraban de alegría, y ella les correspondía con besos y sonrisas, aunque tenía la extraña sensación de estar asistiendo al recibimiento de otra persona. Era como si aquella mujer objeto de tantas atenciones no fuera ella. Dos años de la más absoluta soledad hacen mella…

En el hall del aeropuerto habían preparado una tarima con micrófono. Allí estaba la plana mayor del gobierno y representantes de la entidad para la que trabajaba. Todos pronunciaron sentidos discursos, repletos de grandilocuentes palabras y buenos deseos. Cuando llegó su turno únicamente fue capaz de sonreír y decir “gracias”.

Los días siguientes fue protagonista de portadas y programas de radio y televisión. Le hicieron montones de entrevistas en las que destacaban su aplomo y se asombraban por su capacidad de sufrimiento. “Llega un momento en el que no piensas. Simplemente resistes. El ser humano es capaz de adaptarse a cualquier circunstancia, por dura que parezca”, argumentaba ella.

Y vaya si tenía razón. Lo había vuelto a hacer… Lo estaba volviendo a hacer…

Dos semanas después de la liberación recibió la llamada.

Había vuelto a Barcelona, al piso que compartía con su novio, quien la había estado esperando todo aquel tiempo, convencido de que regresaría. Ella no podía decir que lo siguiera queriendo. No lo sabía, y es que el proceso de recolocar sus sentimientos tenía que ser necesariamente largo, pues ella ya no era la misma persona. Sin embargo, no se vio con la fuerza suficiente para echar por tierra las ilusiones de aquel muchacho tan bondadoso…

“Tienes que desaparecer. Inmediatamente. Van a por ti. No hay tiempo para explicaciones. Sólo necesitas saber que viva eres un lujo demasiado caro. Procurarán que parezca un accidente”. “Pero, ¿qué…?” “No hay tiempo. A las 22.03 horas en Sants. Vía 7”.

No podía ser verdad. ¿Un lujo muy caro? ¿Quién era aquel tipo…? Las 21.05. Disponía del tiempo justo para salir pitando hacia la estación. ¿Avisaba a alguien? ¿Llamaba a la policía…? “¡Vete!” El grito de advertencia brotó desde lo más profundo de su cerebro y la activó como un resorte. Metió un par de bragas y dos camisetas en el bolso, cogió el móvil, se ató un pañuelo verde a la cabeza con la estúpida idea de que le ayudaría a pasar desapercibida, y salió por la puerta. Iba a tomar el ascensor, pero en el último momento decidió bajar por las escaleras… “Procurarán que parezca un accidente”. Ya en la calle apenas había recorrido cien metros cuando una explosión tremenda le obligó a girar en redondo… Sí, no había duda, el balcón en llamas correspondía al piso del que acababa de salir. Menos mal que Aleix no había vuelto todavía.

Llegó a Sants a las 21.55 horas, con el tiempo justo para ver en el televisor de un bar las imágenes de su piso en llamas. “… se cree que en el interior había una persona en el momento de la deflagración. Los bomberos trabajan para reducir las llamas al tiempo que el edificio está siendo desalojado…” La vibración del móvil le hizo desviar la atención de la pantalla. Aleix… Dejó que siguiera vibrando mientras buscaba el andén número 7. 22.02 horas. Ya estaba allí. Sentía cómo los nervios la devoraban por dentro. Sus ojos miraban inquietos en todas direcciones. El tren hizo su aparición… y allí estaba él. No había duda. El mismo traje oscuro y las mismas gafas de sol.

 Continuará…